El fin de la histeria

Nos podríamos rebelar. España (¿el mundo?) necesita un nuevo tipo de liderazgo y nuevos líderes que puedan ejercerlo. Un liderazgo que no esté medido por los rankings de popularidad ni por las métricas de redes sociales. Pero para ello no vale sólo tener discursos cuquis en los que no se grita ni falta el respeto al adversario.

Desde que me he convertido en madre, hace poco más de un año y unos meses, no puedo parar de pensar en lo importante que es el ejemplo que le doy a mi hija. De repente, me veo reflejada y mirando todo el rato en un espejo.

Parecería que es el típico cliché de madre primeriza que se preocupa por todo, pero la verdad es que no era algo que estuviera en mi mente cuando preparaba la maleta del hospital. De hecho, fue algo progresivo que se aceleró cuando empecé a ver como mi querida hija Máxima empezaba a imitarme. Afortunadamente, no en todo.

Al principio es gracioso y muy tierno, pero a la larga te das cuenta de las malas costumbres que todos tenemos. O eso espero. Para que me entendáis: al principio me salía una mueca de orgullo cuando quería escribir en el ordenador al igual que yo. ¿Qué gracioso, no? Ver como sus pequeñas manitas tecleaban imitando a mamá. Chistoso, como dicen en México.

Más adelante, fui cayendo en la cuenta de la poca gracia que la situación en realidad tiene. No era más que un reflejo de la cantidad de horas que paso en frente de esta máquina diabólica y que mi hija ya ha asumido como uno más de la familia. El gato, el perro, Máxima y el Macbook pro. Ah, y mi marido.

Y es que esto que me sucede a mí en lo íntimo, donde nadie me puede ver, nos pasa a todos como sociedad bajo los focos de las cámaras de televisión y los logaritmos de redes sociales. La diferencia es que en vez de ser una relación madre-hija es una relación ciudadano-político. Y esta relación está empezando a ser muy tóxica. Y comenzamos a sentir, erróneamente creo, que todo era mejor cuando era peor. Y los partidos que venden nostalgia recogen los frutos que no plantaron.

De alguna manera, somos protagonistas de una época donde el carisma y la confrontación se valoran más que la integridad y la empatía. Nos guste reconocerlo o no, ya no nos parecen atractiva la buena gente. Nos gustan los macarras, los que son capaces de cerrarles la boca al adversario, los que, como dicen en la tele, “no hacen prisioneros”.

Al principio nos horrorizaba que nuestros líderes políticos se hubieran convertido en máquinas de cortes de manga y vídeos virales, pero parece que hemos pasado de odiarlo a cogerle el gusto. Todo es empezar a sacar al truhán, al granuja que todos parecemos llevar dentro sin remedio. La buena educación y el amor al prójimo fueron un espejismo hippy. 

Sobra decir que no es algo de lo que debamos sentirnos orgullosos. Pero es que en la década del zasca, en la que somos meros espectadores del baile político de los vampiros tunantes, no hay forma civilizada de escapar a este tipo de liderazgo tóxico, descarado e insolente. Vida en bucle.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Seguimos dejándonos llevar por liderazgos mediocres? ¿O hacemos algo? Sí, ¿se puede? La respuesta afirmativa es clara pero: ¿cómo? Por si no había quedado claro: no podemos seguir siguiendo como ovejas que votan al más canalla, sea del partido político o del género que sea. Evidentemente, lo macarra es difícil de olvidar. Nos tiene enganchados. Somos yonkis de la política-ficción.

Se mire como se mire, la cosa está mala. Para empezar, ya no sabemos ni lo que es ser un líder. Liderar no es tener más seguidores de Twitter ni tener más visualizaciones de Instagram. Si no empezamos por lo más básico, es complicado que podamos reclamar como ciudadanía a la clase política los cambios que necesita nuestra política y, por extensión, nuestra democracia. O acabaremos creyendo que la representación es así. Somos como ellos, nuestros representantes. Tenemos la democracia que merecemos.

Nos podríamos rebelar. España (¿el mundo?) necesita un nuevo tipo de liderazgo y nuevos líderes que puedan ejercerlo. Un liderazgo que no esté medido por los rankings de popularidad ni por las métricas de redes sociales. Pero para ello no vale sólo tener discursos cuquis en los que no se grita ni falta el respeto al adversario. No solo vale con tener colores pastel o ir a podcasts de tendencia entre la juventud. Dicen que Napoleón Bonaparte un día le gritó a su hermano José (Pepe Botella) que un líder es un repartidor de esperanza. Miren a su alrededor. En síntesis, liderar es ser capaz de generar una influencia positiva en nuestro entorno para poder afrontar los problemas de manera colectiva. Liderar es priorizar, hacer mejores políticas. Liderar es preferir ser honesto con menos likes. Liderar es gobernar para el presente, pero siempre con la mente y las herramientas puestas en el futuro. Liderar es sencillo y a la vez terriblemente complicado. Pero ante todo, es dar ejemplo. Dar el ejemplo que a ti te gustaría (y deberías) dar a tus hijos. Quizá pensando que esto va de una gran familia la gente sería menos imbécil.

* Elsa Arnaiz Chico es burgalesa, graduada en Derecho y Relaciones Internacionales por la IE University y máster en Big Data por la IE Business School. Presidenta de Talento para el Futuro, el primer ‘lobby’ que trabaja para que la juventud tenga un futuro, preferiblemente mejor.

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