Espejos: nadie ha sabido explicar / qué hay en vuestra esencia
Rainer Maria Rilke, Die Sonette an Orpheus II, III.
Llevamos años de disrupciones tecnológicas semanales que cuestionaban lo que hacíamos. La inteligencia artificial va mucho más allá, cuestiona lo que somos. No es una evolución que cambie las respuestas, es una revolución que cambia las preguntas, un espejo de lo que somos. Uno que no devuelve el reflejo de nuestro cuerpo sino el de nuestra mente. Un espejo no del yo sino del nosotros, una imagen de lo colectivo, un reflejo de nuestra especie.
En ocasiones, deformante, con alucinaciones distorsionadoras; otras, mágico, generando imágenes de nuestro subconsciente colectivo, la mayoría de las veces, un simple reflejo de lo que somos. Lo que nos aterra de la inteligencia artificial racista, clasista y patriarcal es que somos esa sociedad racista, clasista y patriarcal. Por eso vernos reflejados en el algoritmo nos produce el pánico que sintió el Frankenstein de Mary Shelley al descubrir su rostro, o aún peor, la fascinación absorta que produjo a Narciso ver el suyo en el estanque.
Una vez más, apocalípticos frente a integrados jugando con la distracción del espejo que confundía a Orson Welles en su persecución de la Dama de Shanghái con cuerpo de Rita Hayworth. El reflejo como maniobra de distracción que convierte al Bachiller Salvador Carrasco en el mismísimo Caballero de los Espejos para engañar al ingenioso hidalgo. Maniobra repetida hoy hasta el esperpento cuando los más ricos del planeta se reúnen en Davos para discutir el impacto que la IA tendrá en el trabajo cuando son ellos y no el algoritmo los que deciden sobre el empleo de cientos de miles de trabajadores.
No culpemos al algoritmo. Que el reflejo, por algorítimico que sea, no nos distraiga. La IA no te va a quitar tu trabajo; será algún hombre poderoso el que lo intente para poder seguir aumentando sus beneficios. La IA tampoco mata en Gaza, son otros hombres poderosos lo que masacran con la sofisticada excusa del algoritmo. La IA, que puede hacer tanto bien, al servicio del mal, aunque sea en esa forma banal que explicaba Hanna Arendt, de individuos que no son los suficientemente valientes para oponerse a un sistema perverso que los ordena. Cuanto más avanza la inteligencia artificial, más debería preocuparnos la estupidez natural. No son las máquinas las que ponen hoy en peligro nuestro futuro, son las personas que las utilizan. Es importante recordarlo, Terminator no es un documental.
Por eso debemos estar alerta sobre el efecto devastador que puede tener el espejo de aumento de la IA sobre los grandes fantasmas de nuestro tiempo: la desigualdad y la polarización. La IA supone una barrera entre el que la usa y el que no, crea ganadores (pocos) y perdedores (muchos) en países, empresas y personas. Si no hacemos nada para remediarlo producirá una concentración de riqueza sin precedentes. Por otro lado, la IA generativa y sus sofisticadas mentiras están a punto de dinamitar la ya moribunda confianza. Pronto solo una IA será capaz de diferenciar si un vídeo ha sido creado con otra IA. La inteligencia artificial crea la mentira y decide lo que es verdad. Desigualdad y desconfianza son gasolina para el incendio en el que vivimos y abonan el terreno para esos nuevos fascismos que asolan el planeta, hombres blancos asustados y enfadados mucho más peligrosos que ningún algoritmo.
El reflejo en el espejo no es el rostro; como el mapa a escala 1:1 de Borges sigue sin ser el territorio. La IA, por parecida a nosotros que sea, siempre será un simulacro, pero confiemos en la posibilidad, por pequeña que sea, de que nos haga más humanos. Es una cuestión de inteligencia natural.