Ha pasado un año desde el despertar del delirio. La ciencia ficción saltaba, de una día para otro, de las películas y entresijos de grandes empresas a nuestras manos. La emoción estalló pareja a la preocupación. Se doblaron los ansiolíticos. Enfermaron las mentes de muchos que vieron cómo se hundían los primeros adoquines del mundo. De pronto, el futuro sería artificial, o no sería, y todo por la democratización de un programa informático.
El 30 de noviembre de 2022 ChatGPT hizo su baile de debutante. Desde ese día, y tal que viejas chismosas, los nativos digitales corrieron a olfatear al hijo primogénito de OpenAI, ávidos por conocer sus dotes de conversación y la dilatación de sus conocimientos. El pánico cundió en algunos fisgones cuando se pisparon de su facilidad para aliñar textos charcuteros y discurrir un método de narración capaz de contentar a las masas idiotizadas. ChatGPT pilotaba con éxito el lenguaje y los seres humanos, como yonquis del lenguaje, corríamos de golpe el riesgo de hacernos adictos a los festines de su inteligencia (por encima de la nuestra). Actualmente, una inteligencia que cuenta con 100 millones de usuarios activos semanales, que ya parece más de cuantos usan la suya propia. Sin embargo, ¿inteligencia? Si hablamos de algo artificial, efectivamente sería un oxímoron.
La inteligencia fluida del ser humano se alumbra en la motivación inesperada y huye del reseteo o la baja selectiva de la información. La máquina con corazón de silicio, en cambio, está sometida a la motivación de quien la programa. Huye, incapaz, del azar y lo inesperado. “La IA [inteligencia artifcial] se está convirtiendo en una herramienta poderosa, el peligro depende de quien la use, o sea, de los humanos”, dice el neurobiólogo Daniel Pozzi.
Eso carga en la mano que empuña el látigo el poder de sofocar el mundo y la voluntad humana, por más que la aspiración de la tecnología sea suplantarla. Porque la mecánica no se contiene, ni modera. No es que rechace comportarse bien en la mesa, sin andar hurgándose la nariz o deslizando flatulencias a la postre, sencillamente; si no se le dice ni lo intuye. Y podría, perfectamente, ser ilustrada en los sofisticados valores éticos del bien. De la vida buena. De aquella que se ocupa por abolir el dolor y la desigualdad. Pero la historia nos enseña que aquella tecnología capaz de rentabilizar su hostilidad frente a la creación humana, sustituyéndola beneficiosamente, es dirigida hacia ese remplazo por los cínicos e irresponsables mecenas que firman las actas de su posesión.
La parición de objetos físicos por medio del tacto ha ido cayendo en la obsolescencia, o el capricho, desde que las máquinas pudieron hacer un producto parecido más rápido y barato, con la consecuente devaluación de este. Es una sencilla cuestión de mercado. Un síntoma del turbocapitalismo donde es mejor renovar que reparar, vertiendo acelerante sobre el consumo. Hasta ahora, esa sustitución quedaba reservada al potencial mecánico; a la fuerza, agilidad y resistencia de cuerpos hidráulicos carentes de los incómodos pormenores de la debilidad de la carne y la responsabilidad de la conciencia. ChatGPT cambió, hace un año, a salto de mata y sin concierto, esta limitación al músculo. De ahora en adelante, el terreno cognitivo, el de la creación, entra en la arena de los gladiadores.
Por supuesto, esto no es una encarnación del lema de la película Los inmortales: “¡SÓLO PUEDE QUEDAR UNO!”. ChatGPT no sustituirá a la raza humana. Desde luego, la pondrá, a medida que su desarrollo vaya estirando su eficiencia, en una picota laboral. Millones de puestos de trabajo se irán al garete, y los que cree nuevos, paradójicamente, estarán sudando al asfaltar la autopista de su futuro despido. Pero también hará la vida de muchos algo menos farragosa. Incluso remitiéndonos al presente, la IA generativa ya supone un festín del autocompletar con el que los tediosos trámites, hasta su llegada ineludibles, pueden ser barridos casi instantáneamente. Eso da lugar a progresos creativos mayúsculos que se abren paso gracias a que el tiempo se impone sobre su pérdida. Incluso, Dios catódico mediante, a soñar con permitirnos disfrutar de menos tiempo en la caverna productiva.
Tampoco conviene hacerle una reverencia imperial a ChatGPT, que tiene patinazos aunque desconozca la duda. Al ser una herramienta que relaciona contenidos entre sí, su razonamiento es realmente nulo. Si da la casualidad de que acierta, y suele darla ya que sus dotes para hilvanar las miguitas de la Red son prodigiosas, no hay que tomarlo como unas tablas de la ley. Al fin y al cabo, a la herramienta le pasa como a algunos de sus devotos tecnófilos; le falta calle. No huele el miedo por sí misma, ni padece el impulso de besar. Eso le impide dar una respuesta absoluta que sólo viene auspiciada por el vivir, por el procrear, por el morir. Porque cada mirada es única en suplacer y su locura, y la Inteligencia Artificial generativa sólo sabe derramar un Frankenstein funcional de otras miradas grapadas entre sí. Un experimento al que ha de impedírsele el sexismo o el racismo con una correa algorítmica porque su gaseosa razón es incapaz de comprenderlos en sus consecuencias. Su gran límite es lo ilimitado a lo que puede llegar el cruel ácido de sus respuestas.
Por lo que a servidor respecta, encabritarse contra los molinos del avance tecnológico es garantía de infelicidad. La carga de su crítica, insobornable, ha de estar respaldada por otra carga de oportunidad. En eso consiste la era de la adaptación en la que no hundimos irremediablemente: un bancal de mutaciones aceleradas de las que hay que sacar provecho, incluso a disgusto. Por eso quiero pensar que ChatGPT y el resto de sus próximos clones con firma Google o Microsoft, darán a luz a un renacimiento de la creación y la calidad. Se distinguirá antes al vago. El destalentado habrá de sacarse mejor las castañas del fuego. Y, vaya, la mediocridad saldrá a la luz. Quizás las masas idiotizadas del mundo se revuelquen en las heces perfumadas de la trivialidad sin ningún contratiempo. Pero, visto el irrestañable gusto por el cambio que ha acompañado al nuevo siglo, quiero creer que lo que antes se aceptaba en vista de su autoría humana, pronto se mande a hacer puñetas vista la sencillez de su parto artificial.
Así, poco a poco, el ser humano descubrirá nuevas sensibilidades. Una mayor admiración por la conmoción y el genio, que viven en la reserva protegida del alma. Una planicie inaccesible para la artificiosidad furtiva por muy puntero que sea su revólver. A lo mejor, ChatGPT culmina con el reconocimiento del sentir honesto y el tributo serio a la intimidad, que florece dentro de nosotros porque no le ha sido dado otro elemento. Igual que un regocijo almibarado salpicado por el vinagre de un dolor frente al que se ha bajado la guardia, que es tan impensable de entender para una máquina, como de describir para un hombre insípido e insignificante.
Un año ha cumplido la materialización cotidiana de una competición por el lenguaje entre el ser humano y su creación. Los efectos, hasta ahora tímidos, se irán polinizando y engordando con el paso de los meses, y el fervor empresarial por controlar el que es, desde Internet, el siguiente gran salto de la humanidad. Y, aunque todavía es pronto para medir el alcance de la zancada, no cabe duda de que este sí, y a todas luces, es un gran paso para el hombre.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.