Peineta pa mi chica y un mantón
Butaca en teatro
La vida cañónSombra en las ventas
La vida cañón. Alcalá Norte
Nalga sobre blando
Hace tiempo que no pienso en el horror
Las ideas son igual que un virus. Christofer Nolan lo expuso lunática y brillantemente en Inception. De ahí que lleve varios días rumiando una. Una reflexión chiclosa de la que no me deshago como si se me hubiera pegado al zapato. Hablaba yo el otro día con el joven y prometedor boxeador, Gerardo Argumanez, quien en uno de esos escurridizos momentos de lucidez, sólo accesibles a quien se deja llevar por el instinto como forma de vida, me dijo: “es que la gente hoy sólo ve el producto final. Sólo se quedan con lo último. Les está dando a los chavales ahora por decir que van a ser como Topuria. Que se van a meter a MMA, y de aquí a un par de años a ganar una millonada. ¡Cómo si Topuria no fuese la gran excepción! ¡Y no llevase toda su vida currándoselo!”.
Sonreí al escuchar aquello. El púgil, sin saberlo, estaba haciendo referencia a muchas cosas. Se estaba refiriendo a Marx. Hablaba del “fetichismo de la mercancía” y de la voluntad fantasmagórica de la producción. También enunciaba las herencias del protestantismo en el ingenio capitalista de Max Weber. E, incluso, miren ustedes qué delirio, rendía un guiño a la novela de Emmanuel Carrère: El bigote. Aquella donde un zutano con una relación simbiótica con su mostacho durante años, un día decide mutilarlo y, para su sorpresa, nadie se da cuenta. Ni su mujer, quien ha pasado dos décadas de matrimonio con el labio superior lijado por el morrudo cepillo, se pispa de la metamorfosis. Una paranoia homologable a la abstracción en la que viven hoy los parroquianos de la inmediatez.
Hay muchas justificaciones para esta deriva. En primer lugar, atropellados progresos tecnológicos que han hecho de lo automático la característica de uso mejor valorada. Todo lo que lleve un microchip ha de actuar como el Doctor Manhattan de Alan Moore: con una solvencia instantánea. A los aparatos electrónicos de nuestra vida les exigimos que sean como el Nesquik o el Nescafé. Un reclamo, en principio razonable, que de forma nada razonable ha ido permeando cada apartado de nuestras vidas. La velocidad, impuesta incluso en lo más sagrado, que es el comer y el beber, se va erigiendo desde hace décadas como la prioridad.
En lustros pasados, España era un país donde para una comida había que invertir un par de horas entre la apertura del apetito, y su cierre. De ser laboralmente posible, el español paseaba el almuerzo como quien lleva a su primito de excursión, mimándolo y regalándole variedad de platos y manjares. Julio Cambia lo expuso así en su libro La casa de Lúculo o el arte de comer. Porque para el escritor paladear era vivir. Y qué razón llevaba…
Hoy, sin embargo, parece que el paladeo está cojo de la carrera. Regalarse el gusto de saborear reclama un tiempo que, o bien no tenemos, o bien ya somos poco capaces de darnos. Es un esfuerzo. Porque donde se invierte tiempo se asigna valor a la concentración. Una virtud que, por norma y salvo farmacológicos milagros, no es amiga de la premura.
Esa inquietud que tan gravemente se ha adherido a nuestras vidas, tiene hoy por hijas pródigas las redes sociales. Que si bien no son las causantes, sí han catalizado la celeridad hasta su punto más álgido.
Las redes sociales ausentan la narración, como diría el filósofo Byung-Chul Han. Se encaman en el tag, en la categoría, surfeando una vomitona masiva de cachitos de cosas, del final de las cosas o de los cambios que sufren las cosas, pero con el botón de adelantar X6. Y así se da la situación de que, tras horas tragando contenido, uno no ha retenido nada. Todo ha sido una gran distracción con una introducción casi ausente, un nudo inmediato y una conclusión igual de reluciente que insulsa. El vomitorium mental hasta los topes. La sensación de haber estado en la onda, y ser falsamente parte de la actualidad fetén, también.
Vemos sólo una pequeña y alicatada parte de lo que nos llega. Por norma, la mejor. Lo que más éxito tiene en Twitter o Instagram o TikTok, suele ser aquello que está manipulado hasta el punto de rozar la perfección artificial. Y de ahí se deriva la brujería del atajo. Adoramos la traición rápida al origen. Pelar el relato lo antes posible para llegar a la carne del fruto. Y para eso, no lo olvidemos, antes ha habido una tierra, una semilla, un agua, una paciencia, un cuidado.
Este sueño envenenado, por supuesto, es muy antiguo. El anhelo divino de la salvación inmediata se estira hasta los primeros rezos. Con el asalto del progreso, sin embargo, su poder ha aumentado.
De niño, no viniendo de una familia religiosa, encontré a mis dioses en los dibujos animados. De entre ellos, mi padre aborrecía especialmente mi admiración por uno: Doraemon. Cuando servidor, bol de cereales matutinos en mano, imponía las aventuras del Gato Cósmico en el salón, al hombre se le hinchaba… la paciencia. Y no sólo porque todos fueran una pandilla de desgarramantas vacíos de encanto. Era por la propia esencia de la historia. Un mundo donde a un alcornoque, paladín del egoísmo y la majadería, se le brindaban todas las oportunidades posibles para resolver sus problemas de inmediato, pidiéndole ayuda a un gato mágico medio canguro con cabeza de sandia.
Doraemon, esa paradisiaca promesa para los haraganes del planeta, es parecida a la ensoñación que, poco a poco, se está anquilosando en la mentalidad de los nativos digitales. Todos esperan un deus ex machina que aparezca para salvarles el culo en un segundo.
Creemos ya que los cuerpos, los logros, hazañas, viajes y actividades, son una tarjeta de presentación para los demás caída del cielo. En verdad, son parte de una historia larga, con muchos enredos y esfuerzos laberínticos. Las redes sociales y demás promotores de una narrativa comercial basada en el marketing, diluyen lo vivido. Convierten los hechos en un traje de datos sin nadie real que lo vista.
Cuanto antes asumamos que no hay atajos sin castigo, ni éxito sin paciencia, y que nada es tan rápido y automático como la decepción de darse un baño de realidad, mejor viviremos. El estrés, la ansiedad y la depresión en las que chapoteamos, son consecuencia de acelerar nuestra respiración y sucumbir al agobio de aspirar a deseos artificiales.
Quizás reciba bombas pero, contra el eslogan popular, creo que es mejor no intentarlo a fracasar. Al menos, cuando intentarlo significa pensar que todo será un camino de rosas, fácil y lubricado, hasta lograr el fantaseado producto final. Un engaño que supliremos buscando otro reto que, oh, menuda sorpresa, tampoco será sencillo de cumplir.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.