“¿Por qué coño llevas una camiseta de Kraftwerk?”, increpó Nick Cave a una persona en la primera fila del concierto. En una noche pensada para la electrónica, un predicador vestido de Gucci, un elegido, un ser de otro mundo, un animal de galaxia, que decía Silvio de los héroes de la revolución, nacido de la tormenta que no fue, vino a traer la palabra. La ficción frente a la máquina. Cave, como el reverendo Harry Powell en La Noche del cazador, podría llevar tatuado AMOR y ODIO en los nudillos de las manos, aunque en Mijas (Málaga) solo quería mostrar el puño derecho. El chamán que ha vencido a sus monstruos, el prestidigitador sediento de amor como un vampiro, vino a llevarnos a un viaje donde cabe el llanto y la risa, la luz y las tinieblas, el principio y el fin. El teatro de la vida.
Dice el sobrevalorado Harari que lo que nos diferencia a los humanos del resto de los homínidos es nuestra capacidad en creer en cosas que no existen. Los países, las religiones o Nick Cave. Porque este Homo sapiens vio al australiano levitar sobre el público, parar la lluvia que comenzaba a caer sobre la Costa del Sol, convocar los vientos, hipnotizar a miles de personas que cumplían la voluntad del sumo sacerdote y daban palmas a sus órdenes o coreaban Cry, cry, cry y Hannah Montana mientras él recitaba inquietante: “Miley Cyrus flota en una piscina en Toluca Lake”.
En el estupendo 20.000 días en la tierra, Cave cuenta cómo, tras su ruptura con PJHarvey en una llamada de teléfono tras la que casi se le cae la jeringuilla, todos los días se drogaba nada más levantarse y después, para no sentirse mal, iba a misa. Entonces conoció a la que luego sería su mujer, Susie Bick, que le hizo prometer que, jamás, pasara lo que pasara, volvería a ir a misa. Cave, que fue adicto a la Biblia antes que a la heroína, construyó en Mijas una ficción colectiva, una misa pagana en la que Dionisos juega a la vez con Dios y con el diablo. En el recientemente estrenado This Much I Know To Be True, Cave explica que durante la pandemia siguió los consejos del Gobierno británico para “reconvertirse” y ha aprendido a trabajar la cerámica de Staffordshire en el más tradicional de los estilos ingleses. El músico, y ahora ceramista, muestra en el documental las 18 figuritas que ha hecho para ilustrar la vida del diablo. Dios y demonio. Amor y odio. Génesis y Apocalipsis. Nick Cave vino de las tinieblas parar traer la palabra a las máquinas en el mejor concierto que he visto en muchos años.
El de la camiseta de Kraftwerk, si no la había comprado en Bershka porque le gustaba el dibujo, tuvo oportunidad de ver a los alemanes. Se ha escrito un millón de veces que son los Beatles de la electrónica. La comparación es injusta. Son los Beatles, los Rolling Stones y Elvis. Son más que todo eso. Beatles, Rollings y Elvis bebieron de los músicos negros y crecieron versionando rhythm and blues. Antes de Kraftwerk no había nada. Por eso son, pese a quien pese, la banda más influyente del siglo XX. Giorgio Moroder estaba escuchando a Kraftwerk cuando convirtió a Donna Summer en la reina de la música disco; David Bowie cayó bajo la influencia de la banda cuando grabó sus álbumes de estudio de finales de los 70 en Berlín (Alemania); Afrika Bambaataa reinventó el hiphop sampleando Trans-Europe Express y Numbers de los alemanes, mientras New Order convertía la frialdad kraftweriana en un triángulo de amor bizarro. De ellos bebe el rap, la música disco, el electro-funk, la new wave, el tecno y la electrónica industrial.
Pocas cosas en la vanguardia de la música contemporánea escapan de su sombra desde que en 1974, tras dos discos psicodélicos de los que reniegan, publicaran Autobhan. En esa época los instrumentos electrónicos eran prohibitivamente caros y del tamaño de un armario ropero. Así que construyeron sus propios pads, diseñaron sus sintetizadores y encargaron la construcción de un secuenciador, la herramienta que cambiaría el futuro de la música. La canción que da título al álbum es una sinfonía de sintetizadores de 22 minutos que evoca un viaje por carretera. Una edición de tres minutos de la canción alcanzó el puesto 25 en la lista de sencillos Billboard en Estados Unidos en 1975. Nunca una canción en alemán había entrado en esa lista, aún no habían pasado 30 años desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Después vino Radio-Activity (1976) y Trans-Europe Express (1977) en los que, según Ralf Hutter, el único miembro fundador vivo, “usaban sintetizadores para cantar con los dedos”. Solo un año después, en plena efervescencia punk, lanzaron The man-machine, 36 minutos de genialidad para crear las sagradas escrituras de la música electrónica.
A punto de cumplir 45 años, The robots o Das model volvieron a sonar en Mijas como si hubieran sido compuestas anteayer. La magia de las obras eternas. En mayo de 1981 lanzaron ConmputerWorld, aún faltaban meses para que el primer ordenador personal, el IBM PC, llegara a las tiendas. Kraftwerk no predijo el futuro, lo inventó. Hutter, como su compañero Florian Schneider, fallecido en 2020, lleva 50 años soñando con convertirse en un robot, con la automatización completa, con máquinas que crean e interpretan música sin intervención humana. Está a punto de conseguirlo. El 90 % de lo que sonó en su set en el festival de Cala Mijas era preproducido.
Me pregunto qué opinarán de esto los sesudos críticos musicales de este país que llaman karaoke a alguno de los conciertos de más éxito del verano porque no tiene suficientes de lo que sus conservadoras visiones consideran “intérpretes”. ¿Se atreverían también a quitar el carné de músico a los cuatro genios septuagenarios que tocan los botones en Kraftwerk o el criterio solo aplica a esas músicas que sus viejunas señorías consideran “poligoneras”? La noche electrónica en Mijas terminó con los belgas 2manyDJs remezclando Bizcochito…