Cuando no existían las apps de ligoteo, uno se las apañaba como podía. Había (sigue habiéndolas) mil y una técnicas para hacer el abordaje al ser deseado. En el espectro masculino, Cómo conocí a vuestra madre y Barney Stinson brindaron a mi generación algunas de las más elocuentes y rastreras.
Estaba el clásico ¿Conoces a Ted?, que consistía en tirar a tu colega en mitad de un grupo de amigas -receptivas o como una jaula con miradas de piraña, daba igual- a la espera de que el chaval se las arreglara y no saliese demasiado magullado. En otra línea, el genuinamente sociopático Lorenzo Von Matterhorn. Este desarrollado artificio consistía en abrir muchas páginas web falsas sobre un tipo con nombre sonoro, y ridículo, en las que se narraban sus hazañas mesiánicas capaces de derretir un corazón galvanizado. Una vez preparada la red, había que aliñarse un buen atuendo y buscar iniciar contacto con un objetivo. De ahí, se buscaba provocar intriga por ese nombre tan llamativo que, por supuesto, uno se colgaba mentirosamente como propio. A renglón seguido, irse excusando un compromiso. Partir. Esperar lo justo para que la presa pudiera investigar en su móvil las gestas asociadas. Maravillada ya ante las heroicidades descritas de la web, era hora de regresar a su encuentro con gesto devoto para invitarla a una copa. Un refrigerio que, a priori, sería irrechazable… Y también, claro, había trucos más bastos. Algunos que sólo en un universo de arcoíris y mujeres al borde de la lobotomía mental serían viables. Como el Mi pene concede deseos, que dudo merezca ninguna explicación en profundidad. A decir verdad, y gozada la madurez, queda claro como la serie pecaba de una infantilización del género femenino que, ¡válgame la fortuna!, cada día se ve más lejos.
A lo que iba, las apps de ligoteo han mutado las estrategias de lo que Stinson llamaba el manual de juego -un libro, por cierto, que llegó a editarse y traducirse al español-. La digitalización ha aterrizado y montado su particular sistema de dependencia. Si la forma más eficaz de sembrar muchos potenciales ligues pasaba antaño por una noche de creativos y cuestionables modus operandi, hoy lo hace por un perfil bien organizado y una plantilla de respuestas variada. ¿Y cómo hacer que la falta de empatía y conexión humana alcance nuevas fronteras? Pues, por supuesto, con inteligencia artificial (IA).
La informática es la varita mágica que bendice de pragmatismo cuanto toca. En el momento en que encontrar pareja se sometió a la dictadura de las aplicaciones, el siguiente paso lógico era manipular las interacciones con objetivos garantistas. Y no hablo aquí de la ya refrita manipulación digital por bots con el fin de practicar phishing o avivar el interés de los usuarios por seguir usando la aplicación. Eso ya está, desgraciadamente, muy visto. Voy a la artesanía del ligoteo sin esfuerzo. Al culmen del flirteo perezoso. ¡A la magnificación de la mecánica con fines follativos! Al uso, en definitiva, de IA y bots para deshacerse de la conversación telemática logrando, sin carisma, esfuerzo o voluntad, el encuentro deseado.
Chat GPT ya está afinando el olfato de docentes y periodistas hasta límites de rastreadores caninos. Los primeros están descubriendo mecanismos para que los alumnos no se la cuelen de caño con trabajos a los que han dedicado menos de un minuto, y los segundos se tiran de los pelos por hacer de su trabajo algo significativo. Spoiler para ambos, la cosa pinta negra. Pero no sólo los profesionales deben temer la naturalidad creativa del GPT, sino también los que se adentran en los cotos de caza de Tinder o Bumble.
Para variar, quienes usan la IA o sus derivados a fin de facilitarles el trabajo de aproximación en el ligoteo digital suelen ser sujetos paqueteros. Tíos básicamente que, si ya podían resultar ridículos relatando sus depuradas técnicas empleando la psicología inversa, la provocación del deseo o avivando inseguridades, no parecen menos trepas, ni patéticos, derivando la conversación a las aplicaciones a un algoritmo.
Hace siglos descubrimos que el gran misterio de la eficacia era abandonarse a la mecánica. Pero el asunto se nos ha ido de las manos. Ya no hablamos de fuerza de trabajo, sino de aspiraciones emocionales, de escenarios románticos; de la búsqueda de la conexión personal encomendada a la operatividad del automatismo. Sin duda, una deriva que tiene más que ver con haber hecho del encuentro sexual una carrera por la acumulación, antes que un escrutinio reservado a la búsqueda mágica de lo inesperado. De lo único. Al haber convertido las relaciones en parches de quita y pon, no es de extrañar que haya quien -usando una metáfora manida- en vez de avivar la paciencia por pescar un ejemplar digno, gratificándose con la emoción implícita de la tensión y lo inesperado, se decida a tirar cartuchos de dinamita al lago.
Hay que ser cutre, cómo poco, para dejar al servicio de lo artificial los aperitivos de una relación. No ya porque sea una trampa de chaquetero, sino porque las consecuencias de culminar con eficacia el artificio serán una sucesión de incomodidades o falsedad. Cimentar un posible cariño, un amor potencial o incluso un par de polvos disfrutables con el hormigón de un engaño es un mal augurio. Está lejos de ser una actitud novedosa, pero, como de costumbre, las nuevas herramientas tecnológicas son catalizadores neutros. Facilitan; para lo bueno y para lo malo.
Habrá quien defienda que la propia naturaleza de las aplicaciones es una manipulación en sí misma y que, por lo tanto, ¿por qué indignarse ante otra maniobra más? Si la búsqueda de una charlita de ascensor sugestiva está, de base, dominada por una frivolidad fingida y una estrategia poco honesta, ¿a qué viene llevarse las manos a la cabeza por azuzar, sin esfuerzo ni mediación humana, el interés? Examinando el ADN de las aplicaciones, y la lógica relacional en la que derivan, casi me cuesta poner en duda semejante interrogación…
Pero puestos a extraer un punto cómico, me gusta imaginar a dos bots; a dos inteligencias artificiales, manteniendo una conversación entre sí. Pariendo, abrigados por un azar algorítmico, un flirteo absolutamente genial, repleto de chascarrillos vivaces y elocuentes. Luego, las respectivas personas tras el truco, leyendo semejante rapsodia, se deciden a encontrarse. Por desgracia, la genialidad se convierte en timidez, los chascarrillos, en silencios incómodos, y la elocuencia… bueno, no hay persona elocuente que se preste a dejar que un algoritmo hable por ella. El brete del encuentro resulta ser, no el uso de la IA para facilitar la relación, sino que la relación, al final, funciona mejor en lo artificial que en la realidad.
Quizás ahí resida la clave de las relaciones futuras; en una inexistencia humana, vista su perfección artificial.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.