El coronel Aprigio Ramalho me recibe en el restaurante de la asociación 25 de abril, ubicado en la primera planta de un asimétrico edificio de inspiración Art Nouveau diseñado por Álvaro Siza y que, tiempo atrás, fue sede del diario O Mundo, el primer periódico que informó de la Revolución de los Claveles, la muerte de la dictadura y el inicio de una pacífica y prospera democracia.
En Lisboa hace calor. Comemos la versión portuguesa del gazpacho, en la que los ingredientes, como en la democracia liberal, no se trituran en una masa informe, sino que coexisten en armonía sin perder su singularidad. Al gazpacho le sigue un porco à alentejana, otra increíble armonía, en este caso entre el mar y la montaña, entre el cerdo que los ganaderos del Alentejo alimentan con bellotas de la dehesa y las almejas de los pescadores de Zambujeria do Mar. El porco à alentejana desvela al paladar que el sudor de los trabajadores del campo y el de los trabajadores de la mar es uno y el mismo. Al mismo puchero van los afanes y las esperanzas de una misma clase.
Aprigio Ramalho fue la persona detrás del personaje que Stefano Accorsi interpretó en la película Capitanes de abril (2000). María de Madeiros escogió como título para su cinta el nombre poético con el que es conocido el Movimento das Forças Armadas (MFA) que lideró una revolución de las capas bajas del ejercito portugués, puso fin a la dictadura más longeva de la Europa occidental y aceleró la Transición Española.
50 años se cumplen de aquel 25 de abril que, como la gastronomía del Alentejo, supo combinar lo que aparentemente es antitético. Un golpe militar pacífico y democrático parece, a primera vista, una mezcla tan irreconciliable como un guiso de cerdo con almejas, pero lo cierto es que funciona en el paladar del ciudadano que tiene saudade de libertad.
El coronel Aprigio conserva una mirada cargada de esperanza y una piel curtida en la guerra colonial. Mientras apura la taza de café, me confiesa que fue su fe la que le sostuvo en las horas más oscuras de la revolución. Aprigio es el caballero de la fe del que nos hablaba Kierkegaard, aquel que se entendió a sí mismo, que encontró una verdad que fuese verdad para él, una idea por la que poder vivir y morir. Le pregunto, con curiosidad indiscreta de niño, qué pensó y sintió al escuchar por la radio la canción prohibida con la que Zeca Afonso cantaba a los hombres sin sueño para que tomasen las plazas de la ciudad, porque “O povo é quem mais ordena”. Aprigio me cuenta que ese no fue ni de lejos el momento más crucial, que cuando, pasada la media noche, Rádio Emissores Associados izó el Grandola, vila morena en su antena y la desplegó por los aires de Portugal, solo confirmó lo que ya sabía: la revolución había triunfado. Su momento histórico sucedió mucho antes y fue más íntimo, más privado. Los manuales de historia con los que hoy se preparan los estudiantes de bachillerato no lo recogen, aunque deberían. Le ruego que lo comparta conmigo y con mis lectores. El acepta, comienza a hablar, pero la voz se le resquebraja y una contenida lágrima ilumina un rostro recio.
En navegación aérea existe un punto conocido como de no retorno. Debido al consumo de combustible, cuando se traspasa ese punto, la nave ya no puede regresar al aeropuerto de origen y no le queda otra opción más que seguir a delante. El beso que Aprigio le dio a hijo de 5 años fue su punto de no retorno. El coronel arropó a su niño, miró la paz con la que dormía, se esforzó en guardar esa imagen en sus retinas, abrazó a su mujer y salió por la puerta de su hogar sin la opción de volver.
El MFA había dado la consigna de suspender las comunicaciones para no alertar al enemigo. Aprigio salió con sus hombres de Viseau rumbo a la capital sin saber si los otros golpistas se habían echado para atrás o se habían mantenido fieles a su compromiso. El coronel Aprigio miraba hacia el horizonte buscando el mar. Nada ni nadie podían asegurarle que no se estuviese dirigiendo, en soledad, hacia su propia ejecución.
Porque ninguna razón había para creer en la revolución, Aprigio es un verdadero creyente. La fe es una experiencia irracional: no se puede comprender, tan solo sentir y vivir. La fe es una pasión, es un “un salto al vacío” que siempre estará acompañado por la duda. La fe nos coloca ante el precipicio de la incertidumbre y nos invita a saltar. Pero, en cuanto se levanta el pie y se da el primer paso sobre el abismo, se toca suelo firme y, donde solo había vacío, surge un camino que da sentido y significado a la vida. No hay razones para tener fe, la fe es la razón para vivir. ¿De dónde le vino a Aprigio aquella inquebrantable fe en la revolución? De la comunidad. De la fraternidad forjada entre quienes vivieron el horror de la guerra colonial. Aquellos jóvenes, que apenas cumplían los 20 años, eran hermanos de sangre, camaradas forzados a matar y morir defendiendo los intereses económicos de la clase dirigente, que compartían un mismo pan y la certeza de estar combatiendo en una guerra injusta, sanguinaria y despiadada. Juntos pasaron hambre, juntos lloraron rabia y juntos soñaron devolver al pueblo portugués el poder, a través de sus representantes sociales legítimos, en una sociedad democrática donde todas las opiniones pudiesen ser expresadas y confrontadas. En África, como Pablo de Tarso camino de Damasco, los futuros capitanes de abril cayeron de sus caballos y se contagiaron de la sed emancipadora.
La democracia liberal necesita para subsistir de la fe cívica que movilizó a los capitanes de abril y que quedó fijada en nuestras constituciones. Por ello, su enemigo más peligroso es el ateísmo cívico, esa forma de increencia en lo público, en las instituciones de todos, en nuestros valores compartidos y en nuestros representantes, que abre la puerta al autoritarismo.
Los atenienses, conocedores de este peligro, erigieron en el ágora un grupo escultórico que rememoraba el valor y la fe de Harmonio y Aristogitón, dos ciudadanos que se jugaron la vida para derrocar el gobierno del tirano Hiparco y que eran considerados libertadores de la democracia. Los atenienses consideraban aquel monumento como un símbolo de su libertad. Aquellas estatuas educaban a los jóvenes en la ciudadanía y recordaban el precio que otros tuvieron que pagar para que ellos pudieran gozar de una libertad que es, a la vez, derecho y deber. Las figuras eternizadas de Harmonio y Aristogitón también enseñaban que la actividad cívica, la acción pública, la participación en la construcción del bien común, es la vía esencial para alcanzar la virtud.
El coronel Aprigio Ramalho es escultura viviente del triunfo de la democracia sobre la tiranía. Su figura, junto con la del resto de capitanes de abril, debiera quedar esculpida en nuestras plazas como indicador del camino hacia la democracia.
*Eduardo Infante es filósofo y bético. Su último libro es Aquiles en TikTok ( Ariel, 2023)