El estado del panorama internacional ha puesto en el centro del escrutinio de la opinión publica a la pericia, astucia y resistencia de los líderes a cargo de gobernar nuestras democracias. El revuelo que ahora está en marcha gracias a la narrativa que está siendo transmitida por diferentes instancias políticas, económicas y mediáticas, se sustancia en poner en tela de juicio las motivaciones y capacidades de aquellos que están legitimados para liderar y ponernos a salvo de los conflictos bélicos y de la amenaza de una recesión económica mundial.
El sentido de las críticas generalmente pasa por alto una premisa que expuso Erich Fromm en su celebrado ensayo El arte de amar. Fromm describía el proceso de normalización psicológica por el que la mayoría de las personas, independientemente de su profesión, religión o nacionalidad, viven con la ilusión de que sus ideas les son propias, esto es, que han llegado a ellas por mérito de su propio pensamiento. Por consiguiente, no caen en la cuenta de que sus conclusiones y síntesis, no por casualidad, suelen coincidir con las de la mayoría o con las de una minoría que va aumentando exponencialmente.
Por ejemplo, todos identificamos entre nuestros conocidos, familiares y amigos a un número que han perdido su confianza en los medios de comunicación e instituciones de cualquier línea editorial o alineamiento político. Llegan a creer que su desafección es fruto de una fantasiosa neutralidad ideológica que les pone por encima de la capacidad cognitiva de los demás. Ellos creen que han logrado rasgar el velo de la ignorancia que continúa cegando al resto, liberándose de la situación de engaño dominante. Sus miradas las entienden como el producto de un trabajo individualista, sin revisar que tal vez el resplandeciente prisma que han engarzado forma parte de una estrategia comunicativa concienzudamente instrumentalizada y viralizada por grupos de intereses para enturbiar la razón y emponzoñar la cultura. El resultado de esta estrategia de manipulación consiste en colocarles voluntariamente a un paso de abrazar a un inminente salvador o de llegar a votar a favor de un acto destructivo como la opción menos mala entre las pocas que quedan disponibles.
Desde luego que hay que calmarse y emplear tiempo para elaborar juicios bien construidos para diferenciar lo que es el líder como sujeto psíquico de lo que después son sus opiniones y concepciones abstractas sobre el mundo. Son dos cosas que hay que aprender a clasificar. Viene a ser como separar las semillas de adormidera de la tierra, y el grano añublado del maíz bueno. Esta destreza para distinguir y aislar rasgos y características con las que colegir el funcionamiento de las cosas representa la condición sine qua non para ser un líder, pero lo que hay que comprender desde fuera para analizar con mayor posibilidad de acierto es que la forma de ser y sentir de un líder tiene un origen psíquico que precede a la lógica cognitiva de sus decisiones.
En efecto, debemos comenzar reconociendo que el líder de un grupo humano no puede valerse de la tecnología para elevarse por encima de la enfermedad que le lleva a querer serlo (es decir, de su persistente deseo de querer liderar a los demás). Tiene que entender la magnitud de su dolencia y seguir unas pautas si aspira a gestionar su condicionamiento. Partimos de que es una certeza que ser un líder no es simplemente ser el jefe de otras personas. Es algo bien diferente que va más allá. Además, cuando hablo de “enfermedad” no estoy aludiendo a un proceso degenerativo, sino a la necesidad de encontrar para sí una cura (para saltar a una fase regenerativa), pues el liderazgo puede significar vida y muerte sucesivamente para quien decide encarnarlo. Ludwig Wittgenstein sostuvo a lo largo de su vida que su misión como filósofo comenzaba psicoanalizándose a su manera para tener la posibilidad de curarse “de las enfermedades de la razón para llegar a las nociones del hombre sano”. Se estaba refiriendo a sanar de sus obsesiones, encantamientos y angustias relacionadas con las preguntas que se planteaba sobre la naturaleza y uso del lenguaje, las cuales, a menudo, carecían de sentido o se precipitaban en el territorio de lo que resulta no conceptualizable.
Si el filósofo sufre los síntomas de una enfermedad que es de la razón, podemos esperar que el líder sufra de otra enfermedad que, a mi modo de entenderla, quedaría arraigada en el influjo de las emociones que recibe la voluntad. La voluntad del líder quedaría dominada por un sentimiento concreto que bien podría ser elevado y reverenciado por la sociedad (tomado por ella como algo bueno), pero que, en un santiamén, podría transformarse en otro sentir drásticamente inferior, pasando a ser despreciado o vilipendiado por el mismo colectivo al que trataba de influir. Está presente un proceso dinámico de transformación del Yo a la hora de ser percibido por el Otro como una figura de autoridad a la que ceder reconocimiento y admiración.
Nadie, y menos un líder, está en una posición inalterable de beati possidentes. Lo que significa que nadie vive exento del esfuerzo de demostrar que algo le pertenece o que realmente es de su propiedad. Las personas con el deseo de ser líderes incurren en una perjudicial falta de humildad cuando creen que algo se les debe simplemente por su bagaje o la experiencia demostrada (pareciera que sus acciones deberían disfrutar de un salvoconducto proporcional a sus logros en el pasado). Librándose de la penosa tarea de tener que replicar a los juicios y evaluaciones de los demás, como si los que reciben su liderazgo no pudieran cuestionar su autoridad por llevar ejerciéndola durante un lapso considerable en posiciones de dirigir equipos humanos o gobernar países.
Sin duda que este perfil prototípico del que hablo algo se habrá ganado con su laborioso trabajo en su particular trayectoria vital, pero el valor de uno mismo como líder es un duelo a muerte que se practica y se gana cada día, estando sujeto a un proceso de ratificación interminable con el que son validadas las soluciones y conductas que va presentando, puesto que hay que confirmar que estas continúan siendo idóneas, responsabilizándose de estresarlas, de ponerlas a prueba para asegurarse, entre otras cosas, de seguir estando abierto a descubrir la verdad. Una apertura al cuestionamiento interno y externo es lo que produce la posibilidad de transitar dentro de tu propia psicología. Así que, ser líder como forma existencial no es nada seguro, permanente ni cómodo.
EL OCASO DEL LÍDER: MENTALIDAD GENOCIDA Y NIHILISMO
La vida ética del hombre estará siempre atormentada por la reflexión utilitarista de que más vale vivir como un perro domesticado, pero seguir vivo, que convertirse en un león muerto, lo que equivale a tener que admitir que, en la práctica cotidiana, sea en la esfera profesional sea en la familiar, todos los imperativos morales han estado limitados, y lo continúan estando, por el impulso de supervivencia que se halla en la base de la existencia histórica de las personas.
Esto conlleva dos crudas asunciones para después analizar las mentalidades psicológicas que están disponibles en la experiencia histórica contemporánea: lo primero, el mal (y la maldad como fenómeno) deviene en un síntoma fisiológico y mental que aflora en lo humano por acción de lo humano, causado tanto por factores sociológicos como por una psicología específica que lo favorece. Por tanto, ni es una cosa sobrenatural o exterior a lo social y relacional ni es un objeto de estudio estadísticamente raro. Lo segundo, debemos reconocer la habilidad adaptativa de nuestra especie para evadirse biológica y psíquicamente de la responsabilidad por el mal que hace. La libertad que aporta la negación, el derecho de la persona a decir no, en este caso, deviene en la acción de negar la verdad para engañar y mentir o para marginar y asesinar sin verse en ninguno caso atenazado por la culpa o el remordimiento.
La noción de autoridad, tanto en lo relativo a su concepción como a la coherencia con que resulta ejercida por aquellos que están legitimados para ostentarla, se encuentra en entredicho porque, según nos cuentan, estamos atravesando una devastadora crisis de valores como nunca se había tenido noticia.
Esta hipótesis es repetida con intensidad por los productos de nuestra cultura y mensajes que fluyen a través de los medios de comunicacion y de los representantes de las instituciones, pero ninguno de los sujetos políticos que la invocan suele acompañar tal aseveración con un análisis profundo o revolucionario que la explique, quizás para no correr el riesgo de que las conclusiones les pongan a ellos mismos en una avergonzaste evidencia. Cada cual parece creer que está situado siempre en el lado correcto, sin dudar de sí estarán realmente mirando hacia la cara amable de Dios en vez de hacia su cara oculta y más insondable. El liderazgo de las personas que dirigen organizaciones, colectivos y gobiernos queda expuesto a esta misma tensión.
El psiquiatra Robert Jay Lifton, cuando estudió la conducta y salud metal de los médicos nazis que estuvieron a cargo de los campos de extermino, se hizo eco de una entrevista que mantuvo con un superviviente que se pasó tres años en Auschwitz esclavizado como dentista del lager. Lifton le conoció en su vejez, en la terraza de su casa de Haifa (Israel), desde la que disfrutaba de unas imponentes vistas al mar que a cualquier ser vivo, por sí solas, le insuflarían una tremenda vitalidad y alegría. Sin embargo, no era así para su atormentado dueño, pues se negaba a valorar aquel regalo de la vida como una forma compensatoria con la que cicatrizar en su cerebro lo que una vez supo: “Este mundo no es este mundo”.
Con esta sentencia tan resonante en el inconsciente deslizaba bien a las claras un mensaje profético: la imagen con la que se despertaba al amanecer, aquella perspectiva serpenteante de la bahía acompañada por un sol vivificante, en realidad, no equivalía al modo en el que el mundo existía en su totalidad. Aquella estampa no era sino una apariencia, cálida y afable, en la que su conciencia podía recogerse o expandirse transitoriamente. Pero no representaba toda la verdad. Había que estar alerta porque hay un objeto extraño en lo social que amenaza la integridad moral del ser humano potencialmente sano.
La primera mentalidad psicológica que prevalece en nuestros días y que cualquiera tiene al alcance de la mano, aunque suene catastrofista, sigue siendo la genocida. En tal sentido, lo primero sobre lo que deberíamos estar avisados es que cuando alguien con experiencia y jerarquía nos previene de que para ser un líder debemos tener un estómago fuerte, es porque el contexto ideológico en el que nos vamos a desenvolver intrínsecamente conlleva la tentación de adoptar un tipo de mentalidad cruel y de características sádicas para alcanzar el hipotético objetivo de imponerse emocionalmente sobre un colectivo y así obtener su reconocimiento o fidelidad.
En el caso de los doctores nazis, Leyton descubrió que, efectivamente, entre ellos hubo fervientes seguidores de la ideología de Hitler, sin embargo, en la mayoría de los casos solo se produjeron adscripciones parciales a su diabólico corpus, unas veces seducidos por un ferviente nacionalismo y otras por el antisemitismo europeísta de la época. Pero el esquema propositivo que logró unirles a todos fue el de propiciar una cura para una supuesta enfermedad que ellos consideraban de naturaleza genética. Por consiguiente, la motivación para consumar la matanza se sustentaba en el descubrimiento de una cura con la que evitar la propagación del virus y proteger un estado ideal de pureza racial. La curación se convirtió en el símbolo que permitía a la conciencia repudiar el mal que causaban sus acciones. No era una cuestión moral la que se traía al debate interno, sino que el hecho de matar se transformó en una necesidad puramente técnica, asociada con el método científico. Este malicioso enunciado alimentaba el liderazgo que se demandaba para activar la disociación del Yo y la forclusión: lo que implica que, cuando estos procesos psíquicos se activan, todo aquello que resulta intolerable de aceptar o soportar, aunque haya tenido un afecto infantil de alcance universal en un determinado momento de la vida, queda eliminado, excluido, vetado o repudiado hasta un punto extremo en el que resulta en nada, como si nunca hubiera formado parte de la conciencia.
En el estudio de Lifton, la representación imaginaria del judío en la sociedad nazi como un hermano, como ser humano idéntico, fue obliterada ante la mera posibilidad de entorpecer la defensa psíquica levantada por los médicos del lager para suavizar en sus conciencias los actos que perpetraban. Estos actos fueron transmutados a un ritual de sanación donde era necesario cumplir con el sacrifico sistemático de aquellos seres. El líder genocida crearía así su particular alucinación en el que la tarea tan exigente que realiza en un determinado espacio de su vida se reconcilia sin traumas con su forma de comportarse y sentir en otros espacios relacionales (como su vida familiar). No hay colisión ni tensión, sino relajación y fluidez. Lo difícil y único que le genera estrés es la obsesión compulsiva de destruir los obstáculos, incluido cualquier forma de prójimo, que le impidan cumplir la misión con prontitud.
Ahora bien, el liderazgo genocida no implica ser un asesino de nacimiento, sino haber reunido factores técnicos, racionales, organizativos e intelectuales relevantes para uno mismo y que pasan a ser combinados en una dirección concreta para hacer posible el móvil genocida: la deseada cura. Después, mediante el repudio de objetos simbólicos y la disociación de la conciencia (de una a varias), la psicosis implícita se gestiona a sí misma para hacer realidad la proposición alucinatoria. El proyecto genocida puede cambiar de significante (colocando en la guillotina o en el horno crematorio a un determinado grupo social, opción política, etnia, la ciencia, la objetividad periodística, la Ilustración, la Unión Europea, la ONU, Palestina, Israel, Ucrania, Occidente, la emancipación de la mujer, el mundo musulmán, el judío, el cristiano o el budista, etcétera). Lo que no cambia son los mecanismos que se mueven en la psique de los líderes para validar el proyecto, y que les servirán de guía para que su influencia alcance a las masas. Gracias a lo cual, la tarea quedará debidamente profesionalizada.
La otra mentalidad disponible para ejercer el liderazgo dentro de la complejidad y ambigüedad del mundo contemporáneo es la que vamos a descodificar a partir de poseer una habilidad camaleónica para adaptarse a la cultura nihilista que ahora resulta ser la predominante, donde las creencias y los valores comparten una tendencia acelerada hacia la evanescencia (pasando de la explosividad a lo efímero; nada es duradero). El líder camaleón al que aludo ha sido bautizado por Lifton como el-mundo-para-el-Yo-proteico.
EL LÍDER PROTEICO COMO NUEVO ARQUETIPO
El mito de Proteo aparece por primera vez en el canto IV de La Odisea. Homero lo presenta como un dios cuyo don sobrehumano es su versatilidad para transformarse, enfatizando que su propósito existencial consiste en encontrar la verdad que se esconde en lo más profundo del alma de los hombres. Proteo deriva del adjetivo griego prótos, es decir, lo primero, lo que es primordial, y por ello queda encajado en el símbolo de vida más primitivo de todos: el agua. Como ha auscultado los abismos de los océanos, Proteo es capaz de penetrar en el conocimiento y atravesar sus dimensiones temporales, del pasado hasta el futuro. Además, domina el arte de los disfraces para camuflarse, observar sin ser descubierto, y mimetizarse con el cambio a medida que este se vaya produciendo.
Entendido el trasfondo, la mentalidad del líder proteico se iniciaría en el momento en el otorga su consentimiento para realizar extrañas combinaciones de lo que es. Por ejemplo, pasando de ser un “conquistador” que se coloca por encima del otro, a un “vigilante” que agudiza sus sentidos para juzgar al otro sin involucrase emocionalmente o pasar a ser un “sintónico” que con un perfil bajo decide adular al otro para obtener su amor.
En el devenir de los acontecimientos por los que avanzaría el líder proteico, sucedería que en su conciencia iría emergiendo una vinculación nueva entre elementos identitarios extraños para sí mismo, así como dobles del Yo que tradicionalmente no se habrían asociado, hasta el punto de que lo que antes parecía mutuamente irreconciliable, sorpresivamente produciría una nueva diversidad que, tal vez, podría ser capaz de ignorar la tentación de la agresión hacia el prójimo. El Yo proteico se enfrentaría siempre al peligro de que estas combinaciones extrañas no se cohesionen del todo y que, por ello, retroceda hacia un peligroso resentir (el fracaso que le haría retornar a una timidez y falta de atrevimiento o, en su contrario, a una desmesura ególatra).
Pero, en su esfuerzo de coser partículas antagónicas para evitar la fragmentación de su conciencia, resulta que, a veces, se obtiene como resultado una forma de vida que deja de ser un movimiento enclaustrado e impuesto por nuestra familia putativa (el Superyó), la cual siempre nos está ordenando que actuemos según los cánones de las expectativas políticamente correctas. La forma proteica permite ser algo de un modo más libre, aceptando sorprendentes sacudidas y cambios de dirección, pero que, en retrospectiva, caerán en un patrón único que va a caracterizar el destino individual de la persona. Este patrón es lo que le permitiría conectar con su ser esencial para, al fin, ser “salvajemente” más lúcido y productivo, superando las estafas del puritanismo posmoderno acuñado por los nuevos fascismos.
Al analizar a ciertos líderes de nuestros días en cuanto a sus formas de sentir y actuar, como pueden ser los casos de los presidentes Joe Biden, Pedro Sánchez y Emmanuel Macron, enfrentados a escenarios brutales y complejos, se pueden captar reflejos en el espejo de un ser-proteico-para-el-mundo que se abre paso. Desde la distancia, se intuye en ellos un duelo a muerte por destituir el semblante de la falsedad y el disfraz del disimulo, desmarcándose de la obligación estética de la política que consiste en afirmar que uno siempre está abierto a la verdad cuando este decir no deja de ser una artimaña para imponer un sentido de locura. En esto es en lo que están enfrascados a pesar de las apariencias y la presión propagandística que tratan de ofuscar su anhelo.
Las personas pueden autoalienarse si en ellas mismas hay un objeto peligroso que activa una atracción hacia el masoquismo para consentir esa misma alienación sin ofrecer resistencia. Para defendernos de ese objeto que, en muchos sentidos, resulta aterrador, el líder proteico representaría un patrón moralmente admisible si con él quedara restablecida una sabiduría postergada a deambular en las tinieblas del inconsciente colectivo: lo que hay oculto en el alma del hombre es su rendición incondicional a la verdad. Este es el desocultar que practica Proteo. Un camaleón en el que confiar.
Sobre la firma
Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).