Paga o traga: el capitalismo total ya no disimula
El otro día, después de acostar a los niños, me senté a ver una serie en una plataforma de cuyo nombre no quiero acordarme. Había pagado la suscripción, tenía todo listo para desconectar un rato. Y entonces, en mitad del episodio, apareció un anuncio. Y luego otro. Como si estuviera viendo la televisión de hace veinte años. Hasta que finalmente la plataforma me ofreció una alternativa: pagar 1,99 euros más al mes para evitar interrupciones. No antes, no como opción informada al suscribirme. No. Primero el castigo, luego el rescate. Como quien te asfixia para venderte oxígeno.
No era una opción real, era una amenaza. Un chantaje pequeño, cotidiano, casi invisible, pero que revela algo más grande: hemos naturalizado vivir en una economía diseñada para saturarte, molestarte, invadirte… hasta que pagues por dejar de ser invadido. Si no pagas en dinero, lo haces en atención, en datos, en privacidad, en tiempo. Este capitalismo total no se conforma con venderte cosas: quiere moldearte, seguirte, persuadirte, agotarte. Te quiere disponible, siempre. Y si no puedes escapar, al menos que no te quejes.
Del anuncio al algoritmo emocional
La lógica del anuncio ha colonizado cada rincón de la vida cotidiana. Ya no se limita a los espacios publicitarios clásicos: ahora es el contenido, el envoltorio y la experiencia misma. Un TikTok aparentemente espontáneo puede estar vendido. Un pódcast íntimo esconde menciones pagadas. Un post sobre salud mental tiene un código de descuento al final. La publicidad ya no interrumpe: se disfraza de autenticidad, se cuela en la intimidad, simula ser parte del discurso.
El caso más evidente —y más preocupante— es el de los influencers. No solo han sustituido a los anuncios tradicionales: los han vuelto emocionales, aspiracionales, adictivos. Ya no nos venden productos, nos venden versiones posibles de nosotros mismos. Y lo hacen desde la cocina de su casa, desde la cama, desde el coche. Lavándose los dientes. Poniendo una lavadora. Alguna igual nos sorprende un día en el señor roca. No hay set, no hay decorado: hay vida, supuestamente real, puesta al servicio de una campaña. La frontera entre lo personal y lo publicitario se ha diluido hasta desaparecer.
Lo más eficaz de este modelo no es su capacidad de persuasión, sino su capacidad de camuflaje. No parece marketing, pero lo es. No parece estrategia, pero lo es. El resultado es que millones de jóvenes se relacionan con referentes que, en lugar de representar ideales o proyectos, representan marcas. En muchos casos, ni ellos mismos saben ya cuándo están vendiendo algo y cuándo simplemente están viviendo. Porque la monetización no solo se ha comido el contenido: se ha comido la identidad.
Y con ella, llega una nueva frontera: no basta con captar tu atención, ahora se disputa tu emoción. El algoritmo no solo quiere saber qué te interesa, sino cuándo estás triste, ansioso, excitado o vulnerable. Porque ahí eres más moldeable. Lo emocional se convierte en capital. La tristeza se monetiza. El enfado se amplifica. El deseo se administra. Vivimos en un sistema que quiere que sientas, pero a demanda. Que llores, pero con pauta de consumo. Que te indignes, pero con botón de compra.
Esa invasión emocional tiene consecuencias. Nos desorienta. Nos agota. Nos confunde. Hace que no sepamos si lo que deseamos viene de dentro o ha sido cuidadosamente inducido. Que no sepamos si lo que sentimos es espontáneo o parte de una estrategia de engagement. Y cuando todo puede ser un anuncio, nada es del todo verdad. Ni tus gustos, ni tus decisiones, ni tus relaciones. Todo se vuelve sospechoso.
El silencio como privilegio
Lo más perverso es que incluso el derecho a no ser impactado se ha convertido en un producto. Hoy pagamos por el silencio, por la privacidad, por la ausencia de interrupciones. Queremos escapar del ruido, pero escapar cuesta. Cuesta dinero, cuesta atención, cuesta energía. La experiencia humana sin mediación comercial ya no es un derecho: es un servicio premium. La desigualdad no solo se mide en renta, se mide en ruido. Quienes más tienen, se compran paz. Quienes menos, sobreviven en el bombardeo (comercial y literal).
Y lo hemos aceptado. Hemos asumido que ver anuncios es parte del trato. Que los datos se entregan “a cambio” de servicios gratuitos. Que el asedio es el precio de estar conectados. Pero eso no es un contrato libre: es una rendición progresiva. Nos han hecho creer que es libertad poder elegir entre dos formas de explotación. Pagar o ser invadido. Tragar o pagar. ¿Comunismo o libertad?
El resultado es una ciudadanía cada vez más saturada, más manipulable, más vulnerable. Porque si no puedes distinguir entre el mundo y su versión monetizada, ¿cómo ejerces tu criterio? ¿Cómo decides por ti misma? ¿Cómo votas, eliges, sientes, sin la interferencia constante de lo que quiere venderte el sistema?
Esto no va de nostalgia por un pasado sin anuncios. Va de recuperar soberanía. De exigir espacios que no estén diseñados para extraerte atención. De reivindicar el derecho a no ser target. De poder ver una serie sin chantaje emocional ni tarifas adicionales por respirar en paz. Y, sobre todo, va de entender que el capitalismo extremo no se combate solo con apagones digitales o bloqueadores de anuncios, sino con conciencia crítica, con regulación valiente y con una ciudadanía que se niegue a ser tratada como mercancía.
Porque si todo es un anuncio, entonces nada es verdad. Y sin verdad, no hay democracia. Solo mercado. Y ese mercado no es neutro. Tiene intereses, tiene lobbies, tiene algoritmos programados para maximizar beneficio, no bienestar. Si no lo frenamos, seguirá moldeando nuestras relaciones, nuestra salud mental, nuestras decisiones políticas. Por eso no basta con resistir desde lo individual -cerrando apps, pagando el plan sin anuncios o apagando el móvil- Necesitamos organización, regulación, códigos éticos y alfabetización crítica. Necesitamos reapropiarnos del tiempo, del deseo, de lo común.
Porque si todo está diseñado para capturarte, entonces la mayor subversión es escapar. Pero no solas. Colectivamente. Porque solo juntas podemos dejar de ser audiencia para volver a ser ciudadanía.