El yo y el nosotros. Messi, Lacan y el «nuevo» contrato social

Equilibrar el deseo de superación individual con la restitución del sentimiento de pertenencia es uno de los grandes retos de la gestión del talento. El mejor jugador del mundo necesitaba el triunfo de lo colectivo. La genialidad del uno realizada en el éxito de todos.

Terminamos 2022 con la certeza de que el modelo de existencia está tan arraigado al estado de la economía que nada de lo que forma parte de nuestras vidas puede escapar a su influencia y humor. El funcionamiento del mercado en Occidente, alterado primero por las consecuencias postpandemia y después por la invasión de Ucrania, han terminado de quitarnos la manta con la que nos cubríamos los pies. La relación de cada persona consigo misma, con su cuerpo y mente, con su entorno social, con su concepción de familia, con sus opciones de ocio y con su expectativa de futuro ha quedado retratada como un obediente multiplicador del modelo económico, tanto cuando este se precipita hacia una crisis energética e inflacionista de precios como cuando las velas soplan a favor de nuestros intereses particulares.

Esta sumisión incondicional nos obliga a prometernos que, para librarnos de la desesperación vital cuando cae la tormenta sobre nuestras cabezas, hay que llevar a cabo una reconstrucción y validación de los principios morales, de las costumbres y también de las competencias profesionales que nos tienen que servir como anclaje para sobrevivir dentro de los esquemas contemporáneos de las relaciones de pareja, del civismo hacia el prójimo y de nuestra adaptabilidad y valorización dentro del medio empresa. El mundo secularizado. Hoy por hoy, es así como funciona.

En efecto, desde hace varias décadas ha sido establecida una religión preferente en nuestro ecosistema social que nos ha hecho conversos de una política vital (vitalpolitik), caracterizada por la idea de que en ella se tienen que unificar los deseos de la producción (oferta y demanda) con los deseos de sentirse parte de un todo más grande e importante, aunque esta adscripción sea indulgente para que cada persona se pueda individualizar hasta el último poro de su piel para acariciar sus sueños dentro de un plácido autoengaño. Dicho de otro modo, se puede estar en misa y repicando sin riesgo de ser excluido. Por tanto, la religión “vital” postula que una sociedad no se puede sujetar a sí misma o mantenerse erguida en el supuesto de que únicamente se regule por las reglas de la economía. Admite una prístina necesidad de compensación ante el impulso matriz de practicar una competencia tajante, continua, fría y sin remordimientos.

A escala cultural, esta lógica compensatoria que une lo material con lo trascendente se traduce en polarizar la sociedad en dos bloques enfrentados. Consiguientemente, lo que se provoca es una disociación funcional entre una sociedad hecha para el mercado versus otra que funciona contra el mercado. Una dualidad infinita que subsume el hecho de que el propio Estado es una empresa en sí misma dentro de un cuerpo de políticas y normas focalizadas en que las masas de personas se puedan levantar cada día consintiendo el deber de perseverar y rendir en todos los niveles de la vida bajo el extendido eufemismo de “tener ilusión por las cosas”.

De fondo, emerge la obligación estabilizadora de producir comunidades que se arraiguen para sentirse integradas en un proyecto con sentido social. En consecuencia, el propósito de esta religión es servir una inmunidad colectiva contra el efecto disolvente e incluso corrosivo que surge por existir sin efectos compensatorios, es decir, a merced solamente del principio activo que lo impulsa todo: la pulsión de lo estrictamente económico.

Sin embargo, las fisuras in crescendo de las garantías de una cooperación ciudadana viva, caliente y optimista que nos permita respirar sobre la superficie sin ahogarnos en la vida del hogar ni en la socialización y la empleabilidad laborales han justificado la búsqueda de un nuevo contrato social sobre el que llevan debatiendo un lustro la Comisión Europea, el Foro Económico Mundial y el Fondo Monetario Internacional.

Con su beneplácito, este “nuevo” contrato social ya está siendo ensayado de facto. Lo podemos percibir en dos fenómenos sistémicos. El primero se observa como un rasgo diferencial de la convivencia democrática y de la práctica política contemporáneas, según el cual todo puede ser criticado sin necesidad de preparar argumentos demostrativos, e igualmente se pueden impulsar cambios sin la certidumbre del rumbo que tomarán los acontecimientos a largo plazo una vez que aquellos se materialicen. La clave es que la pulsión de agresividad quede compensada con el ejercicio instintivo de que todo el mundo pueda quejarse perennemente, y con ello que se pueda aspirar a que la voluntad de cada persona se cumpla ilusoriamente (esta sería la forma moderna que adopta la libertad que realmente se permite y es posible).

El segundo de los fenómenos consiste en que esta compulsión por menospreciar o negativizar el entorno no trabaja para facilitar que toda la realidad sea más comprensible para todos. Más bien lo contrario. Su efecto consiste en obnubilar la capacidad racional del individuo para que las acciones puedan discurrir sin que nadie sepa realmente lo que sucede, haciendo imposible que las causas sean inteligibles y reduciendo el abanico de soluciones plausibles.

Precisamente, fruto de la combinación de ambos procesos (la queja continua y la carencia de habilidades para la comprensión), surge la creencia histórica de que las problemáticas políticas, sociales y económicas que nos afectan, por ser exponencialmente complejas, resultan inabarcables para las capacidades de un ciudadano de la calle de cualquier ciudad europea. Este dogma de fe encarrila la senda o framework ideal para organizar el futuro del trabajo.

COMPETITIVIDAD ANTE TODO

Con esta panorámica general son entendibles los deseos institucionalizados de que el capital humano adquiera unas destrezas que optimicen el proceso de compensación psíquica. Por tanto, más que nunca, queda legitimada la conveniencia de dirigirse hacia una capacitación intensiva en habilidades sociales y emocionales, cognitivas y metacognitivas. Pero ¿qué significan estas habilidades y qué pueden proporcionar?

En primer lugar, ante el ritmo imparable de la globalización de la mano de obra y la propagación de los avances en automatización tecnológica e inteligencia artificial, las expectativas de que los trabajadores tengan éxito en la esfera laboral dependerán de la singularidad de la propia naturaleza humana, de la dotación biológica heredada individualmente y de la voluntad de crecimiento determinada tanto por el entorno sociocultural como por el temperamento y el desarrollo psíquico.

Así es como las destrezas enunciadas bajo significantes polisémicos y holísticos como creatividad, responsabilidad, agilidad para el aprendizaje o la posesión de una mentalidad curiosa y enfocada en la superación de desafíos complejos se convierten en metas colectivas vinculadas a la competitividad del talento de un país, de un sector y de una empresa.

La OCDE ha esquematizado la trinidad de competencias troncales para que la fuerza laboral mundial esté cualificada en ellas por defecto de aquí al 2030: cognitivas y metacognitivas; emocionales y sociales; físicas y manuales. Analizando el primer grupo, hay que indicar que la metacognición se refiere a la habilidad de reflexionar sobre el pensamiento o, dicho de un modo más directo, designa la conjunción de habilidades analíticas no rutinarias que nos permite seleccionar técnicas específicas y respuestas adaptadas a las diferentes situaciones. Metonímicamente, se trata de saber buscar dentro de una amplia caja de herramientas y elegir la pieza más idónea para arreglar algo, o saber leer un mapa para tomar el camino más corto para llegar a tu destino. En el segundo grupo queda aderezada la urgencia de empatizar por necesidad, de saber comunicar con influencia, de saber persistir ante las dificultades y de saber regularse para salvaguardar la estabilidad emocional.

Para seguir siendo competitivos, queda estipulado que los trabajadores tendrán que renovar continuamente su capital intelectual con nuevas competencias. Para que esto suceda se deduce que debe ser exigible en su propio desarrollo la flexibilidad conductual, una actitud positiva hacia el aprendizaje permanente, la curiosidad inagotable y un nuevo giro enrolado sobre las aptitudes emocionales y de interacción social. En este último apartado se trataría de practicar patrones coherentes de pensamientos, sentimientos y comportamientos que permitan a las personas desarrollarse a sí mismas, y cultivar con intención ética sus relaciones personales en el hogar, la escuela, el trabajo y la comunidad, ejercitando sus responsabilidades cívicas, etcétera.

Todo este programa cultural aplicado a escuelas, universidades y empresas representa la propuesta compensatoria para absorber el modelo hegemónico de relaciones sociales que Michael Foucault profetizó como inevitable y deficitario a finales de la década de 1970, y que los propios gurús en psicología organizacional están ahora tratando de ordenar para que pueda llegar a funcionar sin que se produzca un colapso social.

Un pionero del liderazgo industrial, el psicólogo profesor de la Wharton School de la Universidad de Pennsylvania (EEUU) Stewart Friedman, quien fue responsable de formación de la mítica Ford en la primera década de este siglo, ha reconocido que las nuevas generaciones que tienen que lidiar con este giro sociocultural tienen una inclinación diferente a las precedentes en el sentido de que hombres y mujeres esperan ser “socios” en la empresa existencial que comparten, unificando el trabajo y la casa en un gobierno compartido. En efecto, los roles de ambos sexos están mutando dentro de la familia y en el trabajo, igualándose e intercambiándose de una forma cada vez más natural. Pero esta sociología está generando una presión añadida sobre la vida de las personas. Es por ello por lo que empresas e instituciones han de prepararse para gestionar este impacto.

La receta de Friedman se ha convertido en un mantra global acelerado por la pandemia: es vital establecer un marco creativo dentro de la gestión estratégica del talento de las compañías para desarrollar el capital humano, lo que implica focalizarse en herramientas para acelerar tanto la calidad cualitativa como el volumen cuantitativo de los resultados, y prestar menos detalle a los mecanismos de control más clásicos.   

SINGULARIDAD PERSONAL, COMPROMISO COLECTIVO

La historia europea tiene entre sus logros haber encaminado la evolución de las sociedades hacia el reconocimiento de la individualización. Esto significa instaurar una dignificación y respeto por la singularidad de cada persona en el sentido de legitimar que cada uno de nosotros puede reivindicar su disconformidad frente a la obligación de pertenecer a una única manera de ser común. En consecuencia, lo que se buscó desde los mimbres del Renacimiento hasta la eclosión de la Ilustración fue proteger la diferencia como valor positivo. De esta idea prometedora se han construido soluciones buenas, pero también otras que han sido terribles, lo que se constata como una tensión vital entre el Yo y el Otro, la cual, en nuestro tiempo, se inclina bastante más hacia el primero que hacia un “nosotros”. Este espíritu de lo singular ha creado mucha arrogancia o altivez entre los miembros de una misma sociedad, de igual manera que ha creado un resentimiento colectivo hacia los que logran distinguirse.

El futuro del trabajo y de la cultura de las empresas tiene que orquestar un dispositivo práctico para aligerar esta tensión, y no solo se trata de la tan devaluada concepción de la meritocracia, sino que haría falta un algo más. ¿Se puede encaminar un individuo hacia la grandeza sin tener que renunciar a la aprobación del resto de personas que le rodean? La vitalpolitik ha llegado a una encrucijada sin salida entre el narcisismo desbocado (solo vivo para mi propio goce) y el nihilismo de los valores (de modo que estos se pueden cambiar de un día para otro sin consecuencias, pudiendo jurarlos y transgredirlos en un santiamén).

Las organizaciones se verán condicionadas por cohortes de personas con una trepanación emocional hacia la revalorización de sus capacidades como sujetos aislados que actúan egoístamente o en solitario, al mismo tiempo que encarnan ficticiamente una reverencia hacia el esfuerzo colectivo y cooperativo. No hay que engañarse, porque esta encarnación inauténtica no está funcionando. Algo falta y hay que resituarlo si no se quiere desaparecer.

Jacques Lacan no tenía duda de que cada uno de nosotros somos seres irrepetibles porque el acontecer traumático del cuerpo es único para cada persona, y le marca para siempre. Del trauma emerge la obra, como un escabel que da altura para canalizar un impulso noble y así producir algo para lo que merece la pena el esfuerzo. Messi transformó su trauma personal de niño en una obra sublime del deporte balompédico. Joyce hizo lo propio creando una prosa legendaria y sinsentido. Es por ello por lo que me quedo con aquella insinuación del propio Lacan de que lo que importa para curarse y funcionar en una sociedad no es pensar en una obra sino hacer una obra.

La obra que está en juego en el terreno de los sectores educativo y empresarial queda inscrita en hacer saber a sus integrantes que hay que funcionar tanto mediante nuestra peculiaridad intransferible como por aspectos alojados en una identidad grupal y que, adicionalmente, se puede errar en el intento de hacer bien este equilibrio tan imposible.  En este circuito de lo imposible es donde reside un germen democrático que no es de libertad, sino de sentirse liberado de la tensión. La cuestión es no distanciarnos, sino incluirnos activamente en un modelo de organización social. Este propósito podría abrir una ruta para que la reconfiguración de competencias existenciales y profesionales que se prescriben como salida a la errancia estructural de la política, sirvan para cojear menos con la “pata de palo” compensatoria; que es el equivalente al objeto de amor que logramos resituar bajo nuestro cuerpo para alzarnos, tomar impulso y llegar a la meta.

Sobre la firma

Alberto González Pascual

Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).

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