Orientación significa que uno sabe dónde está el oriente en un plano espacial. En el helenismo, conocer el este, y no el norte, se tomaba como una prueba indiscutible de que se había adquirido la capacidad de hallar el origen o la fuente de la experiencia moral del mundo. Estar orientado nos permite fijar el cuerpo en un lugar concreto y sólido en vez de encogerse por estar en un escenario incierto, y así discernir un rumbo seguro y coherente. Después, el tiempo que es preciso para ejecutarlo y mantenerlo, a pesar de las adversidades y del residuo de la incertidumbre, se convierte en la constante de un viaje iniciático que ya no solo posee un sentido material (el premio que nos espera al final del camino) sino también una dimensión puramente emocional (el deseo del logro).
Practicar la innovación no tiene su causa en un parámetro matemático o en un algoritmo ni tampoco en un tipo de organización que sea inteligente a la hora de asignar recursos e inversiones. En realidad, la innovación tendría su base en los valores dominantes dentro de cada grupo humano. De modo que los valores con los que cuantificamos si una vida puede interpretarse como plena, justa, racional y estética resultan cruciales para que se produzca la difusión de una cultura amante de innovar en todas las estructuras sociales. Definir esta matriz de valores es lo que podría marcar la diferencia entre el crecimiento versus el estancamiento en el seno del progreso económico.
Edmund Phelps, galardonado con el Premio Nobel de Economía en 2006, ha postulado, en la parte más ideológica de su obra, que la materia prima esencial que explicaría el salto exponencial registrado tanto en la economía como en los avances técnicos de los últimos dos siglos, debe buscarse en el lugar correcto. A su juicio, esa “x” en el mapa tiene que ver con implantar un estado emocional imprescindible que vertebre el propósito del emprendimiento: el entusiasmo. Su significado literal nos habla de una adhesión fervorosa y cuasi volcánica que nos mueve a favorecer una causa o empeño.
En la visión de Phelps, este fervor se conecta con un ansia diligente hacia experimentar con la novedad, los desafíos y los descubrimientos. Un dispositivo psíquico y cognitivo que, por consiguiente, no se equipara con la idea convencional de estabilidad, pero que sí debería estar conectado con la que es relativa a los incentivos, desde la implantación de un ecosistema de trabajo atractivo y dinámico basado en valores y conductas ejemplares, hasta la revisión al alza de los salarios. Estos incentivos deberían facilitar el florecimiento parejo del individuo y la sociedad.
Este economista, de corte idealista y de la tercera vía, ha tratado de conjugar elementos pragmáticos de las teorías de Ken Galbraith y John Maynard Keynes con la ética trascendente de Adam Smith para redondear una concisa política universal de mínimos: garantizar la reproducción de la mentalidad singular de la que la innovación depende para prosperar, estableciendo que su protección debe estar por delante de los esfuerzos habituales por coordinar la oferta y la demanda. No trata de revisitar el liberalismo clásico, más bien su aspiración, en clave refundacional, es la de garantizar una libre competencia virtuosa y efectiva, donde el punto de capitón sea que el fin económico solo tenga valor social si los principios y medios que se intercalan para consumarlo satisfacen un criterio de validez moral universal. Los enemigos para que esto suceda se constituyen en forma de monopolios y toda su familia de derivados en un extremo, y con el auge del nihilismo en el otro.
Ambos polos se atraen mutuamente. Examinamos primero el relativo al bloqueo del libre mercado: el capitalismo exuberante, focalizado en la cooperación interesada entre el sector de la tecnología y las industrias creativas, ha terminado por santificar el mensaje regresivo de que “la competencia es para perdedores”. En las escuelas de negocio de las universidades de Stanford, Chicago, Harvard u Oxford lo que se ensaña a sus estudiantes y futuros empresarios es la imitación de una mentalidad estratégica centrada en bloquear al mayor número posible de clientes, proveedores y creadores dentro de un ecosistema que aparentemente resulte muy ventajoso (menor precio, mejor experiencia de usuario, inventario ilimitado de productos y audiencias, etcétera), pero del que resulte muy difícil si no imposible salirse, y no porque sea penoso para el creador o usuario realizar la cancelación de su contrato, sino porque psicológicamente haya sedimentado la creencia de que no obtendrá ninguna ganancia si lo abandona. En efecto, el trasfondo no consiste en fomentar la competencia en un mercado abierto sino en ir obstruyéndolo mediante prácticas oligopólicas en cuerpo y espíritu.
Deceso por estrangulamiento
En su libro, Chokepoint Capitalism, Rebecca Giblin y Cory Doctorow han sintetizado esta tendencia mundial dentro de la mutación del funcionamiento ortodoxo de un monopolio mediante su hibridación con el auge del monopsonio. El monopolio produce un poder de mercado tan concentrado que influye unilateralmente en el precio de un bien o servicio. En el caso de que el poder de mercado recaiga sobre un único comprador, se trataría de una estructura de monopsonio (pues solo hay un demandante de un determinado bien o servicio). En consecuencia, la meta del “estrangulamiento” (“chokepoint”) no es otra que la de elevar las barreras a los competidores para que los emporios hegemónicos (oligopolios) puedan optar por monopolizar y monopsonizar a su antojo los mercados en los que operan. Desde un prisma economicista, Google y Amazon no pueden describirse únicamente como poderosos vendedores. También se han convertido en poderosos compradores. Cada uno influye en toda la cadena de valor de múltiples industrias culturales (editorial, informativa, musical, audiovisual, publicitaria, etcétera). Al final del día, lo que sucede es que a un creador no le queda consuelo y tiene que asumir que si solo puede vender su obra a una o dos multinacionales, éstas han dejado de ser sus clientes y han pasado a ser sus verdaderos jefes.
En su investigación, Giblin y Doctorow, nos llaman la atención sobre la paciencia que exige posicionar a una empresa como un modelo de negocio de “chokepoint”, dado que hay que invertir una parte significativa de los beneficios de cada ejercicio en ampliar y profundizar sus “fortificaciones” contra cualquier advenedizo o contra un poder compensatorio (como las leyes antimonopólicas y los derechos de propiedad intelectual de creadores y productores) que puedan poner freno a su lógica estratégica. Amazon no obtuvo beneficios anuales hasta diez años después de su fundación, e incluso ahora sus márgenes continúan siendo muy estrechos. Spotify ha perdido dinero todos los años desde su lanzamiento y, sin embargo, el valor de sus acciones ha seguido disparándose prácticamente sin interrupción porque los inversores reconocen lo hábilmente que está capturando su mercado.
El triunfo de esta dinámica contemporánea se explica por su programa de cabildeo y comunicación política con el que han logrado instaurar entre las mayorías la creencia de que los monopolios son positivos y crean valor, comodidad y equilibrio en vez lo contrario. Además, han conseguido que las iniciativas regulatorias de los gobiernos sean identificadas por una parte sustancial de la opinión pública como signos perniciosos o trabas para el progreso económico y, para rematar la jugada, los mercados que “capturan” son disfrazados para que aparenten seguir siendo libres. Para ejemplificar esta última premisa, imaginemos que Google prometiera no instrumentalizar YouTube para cubrir sus objetivos comerciales específicos. Lo cierto es que sería imposible demostrar por un regulador que YT, en verdad, no aparece el primero en el motor de búsqueda de Google porque su algoritmo ha decidido que se trata del mejor sito para encontrar un contenido, sino que se sitúa en la cima del ranking debido a que Google torticeramente ha manipulado la ponderación del algoritmo para que esto suceda para todos los casos.
El efecto secundario de este capitalismo de estrangulamiento, a mi modo de interpretarlo, conlleva el apocamiento de la creatividad y el contagio de la indiferencia en las sociedades, esterilizando el impulso emprendedor de los ciudadanos que marca el ritmo de la innovación en la historia. Esta concepción anidaba en el corazón de las teorías económicas clásicas de la primera mitad del siglo pasado. Entonces, los monopolios fueron prohibidos o severamente limitados no por la posibilidad de que pudieran determinar al alza los precios sino por su propia esencia: la de buscar para sí un estatus privilegiado a costa de las nociones de mérito y justicia.
Sístole y diástole: progreso de la innovación versus esquizofrenia.
Como nos recuerda el filósofo de la justicia estadounidense, John Rawls, una sociedad que sea verdaderamente meritocrática poseería el entendimiento de que no hay mérito en la dotación biológica que una persona hereda de sus antepasados y que le supone el regalo de tener unas altas capacidades innatas, como tampoco hay mérito en el hecho de nacer en una familia con una situación social más ventajosa. Ni siquiera habrá merecimiento si resulta que nuestras fortalezas cognitivas son las más recompensadas por el mercado en este momento. Que este tipo de fenómenos suceda será siempre una cuestión de probabilidad y no de virtud o, dicho en sus propias palabras: “lo que es justo e injusto es la manera en que las instituciones tratan estos hechos”. Rawls soñaba con una sociedad y un mercado en el que el destino de los más exitosos fuera compartido con el resto para sacar provecho de todas las circunstancias sociales y que redundara en el beneficio social común. Para él, no había espacio para el monopolio y este solo podría existir por la descomposición del funcionamiento institucional. Siguiendo este argumento, si la doctrina de la disrupción por estrangulamiento se ha convertido en el prototipo de modelo de negocio ideal que se estudia y admira, lo que hay de fondo es un extravío de la misión de ciertas universidades, organismos gubernamentales y medios que producen la opinión pública e influyen en la cultura.
La innovación, a diferencia de lo que cabría suponer, funciona por progresión y regresión o, citando a Goethe cuando hablaba de los circuitos del alma humana, evoluciona por sístole (contracción) y diástole (dilatación). La diástole implicaría la extraversión del sistema (la apertura del individuo y el colectivo a revisar las creencias existentes así como la predisposición para acomodar otras nuevas), al igual que sucede con el funcionamiento del organismo cuando la sangre entra en el corazón gracias a que este se relaja y expande. La fase de diástole coincidiría con el entusiasmo anímico que prescribe Edmund Phelps como fuente de anticuerpos para sofocar el deseo de monopolizar y monopsonizar la economía. Representaría, pues, la dinámica de la progresión económica basada en la dignidad de las virtudes.
En una dirección opuesta, la sístole es un movimiento de concentración que va hacia dentro del sistema establecido, bombeando sangre a un ritmo seguro y equitativo. Así, la fase sistólica fijaría los límites para la acción. Cuanta más entusiasta sea la acción que un sujeto o una sociedad quiere realizar, esta necesitará de una delimitación más resoluta para orientarse hacia un fin que sea justo al estilo Rawls. La regresión de la sístole no significaría aquí una involución, sino que designaría un propósito de contingencia ética para no caer en el egoísmo desbocado o en el nihilismo. La conjunción de ambas fases (diastólica + sistólica) representa una dinámica psicológica para evitar el entumecimiento de la creatividad y la posibilidad de caer en un estado de esquizofrenia tanto para el sujeto individual como para el colectivo social.
Así que, aunque nos adhiramos a la hipótesis de Phelps de que la curva descendente de la innovación en Europa y Estados Unidos no se debe a la falta de oportunidades para acceder a inversiones rentables, ni a la falta de participación del sector público en ellas, sino al declive de los valores hegemónicos de la sociedad democrática, lo cual anestesia el deseo de innovar, en realidad, mi intuición es que la evaporación de ese vitalismo tan añorado ha dejado un vacío que ha sido ocupado rápida y peligrosamente por un acervo esquizofrénico.
La esquizofrenia en términos clínicos y antropológicos estaría definiendo el estado de una persona que se ha inventado estrategias de adaptación para poder sobrevivir a una realidad que le resulta insoportable. Es por ello por lo que su conducta resulta extraña, ininteligible o perturbada a los ojos de un observador que es ajeno a esa situación de perturbación. En el diagnóstico moderno de la esquizofrenia se ha detallado que el factor asociado a las circunstancias sociales es el que tiene más peso a la hora de provocar la desviación del sujeto afectado (acelerando en él los cambios bioquímicos desestabilizadores).
A continuación, parafraseo un ejemplo del psiquiatra R.D. Laing para describir este proceso de manera simple y extrapolarlo después a la crisis de creatividad que atravesamos: si miramos tumbados en el suelo a una formación de aviones y reconocemos que uno de ellos está fuera de la alineación proyectada, podemos calificar que ese avión en particular es anormal o que carece de las aptitudes que son imprescindibles para formar parte del grupo. Sin embargo, lo que faltaría por clarificar es si dicha formación al completo no está en una ruta que no sea la correcta desde el punto de vista del observador ideal (para nuestro escenario, las perspectivas de Phelps y Rawls). Si el conjunto vuela con un propósito truncado de antemano, el individuo se defiende con las mismas armas: actuando en un sinsentido para salvarse de una situación que igualmente carece de una lógica racional. En definitiva, estar “fuera de ruta” es el riesgo al que se enfrenta la sociedad si continúa postulando la estrategia de estrangulamiento como el punto al que hay que llegar, el único posible, si se quiere liderar un mercado. La creatividad de un grupo o colectivo se asfixia o languidece si el único incentivo que le mueve para practicarla es dársela a quien controla el monopolio.
Recuperar la magia
El hombre es un mago en potencia. Lo es por la sencilla razón de que, a través del trabajo que inicia en su imaginación, es capaz de transformar la materia y con ello alterar la realidad social y dominar la naturaleza. Es capaz de fabricar instrumentos que hechizan el mundo, aumentado el placer disponible y aminorando el esfuerzo que resulta necesario para disfrutarlo. Por consiguiente, la innovación siempre ha estado presente, desde el principio del trabajo. El monopolio, empero, acelera el proceso de desencantamiento del mundo porque la libido que es necesaria para hacer “magia” pierde intensidad y deshincha el interés social por llegar a poseerla, precipitando la idea de que el hombre ya está hecho por completo, terminado e imperfecto, y que no puede cambiar el destino de sus propias disfuncionalidades. Nada más lejos. El hombre todavía está incompleto, y no debe abandonar su pretensión de mejorar la sociedad mediante su propio autoanálisis.
La utopía del mercado libre y justo solo podrá pensarse si aprendemos a repudiar las innovaciones falsas en un momento en el que la humanidad, como diría Bertolt Brecht, tiene que “limpiarse el polvo que le arrojan a los ojos” y avanzar hacia nuevos descubrimientos. La mentalidad monopólica y el desarrollo del capitalismo de estrangulamiento son la puerta de entrada para la censura, la repetición de formas antiguas y la desaceleración del espíritu científico con su deseo inmanente de trascender para dejar huella en la historia. La sociedad necesita ser autocritica y recomenzar una y otra vez en su línea de progreso, es decir, ha sido volviendo sobre los pasos dados para comenzar de nuevo cuando las innovaciones han prosperado a una mayor velocidad y multiplicaron el asombro. Por ahora, organizaciones y universidades deberían recuperar y preservar esa chispa de asombro, curiosidad y entusiasmo entre sus integrantes para resistir la tentación de dejarse llevar y caer en una demencia precoz.
Sobre la firma
Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).