En aquel edificio no hay historia. Hay puertas. Puertas idénticas, alineadas como fichas de un inventario. Y detrás de cada puerta, un individuo. Como si la existencia se hubiera fragmentado en unidades herméticas, autónomas y autosuficientes. En las zonas comunes rige un código tácito de higiene emocional: no molestar, no ser molestado, no exponerse, no exponer al otro. La convivencia ha sido externalizada a un administrador de fincas que la regula a distancia con una lógica burocrática. Es un edificio sin nombres. Sus habitantes se reconocen por su designación en las derramas: «propietario del 2.º B», «propietario del 4.º C», «propietario del 1.º A». La vida común no se narra; se archiva.
La entrada responde al modelo de los nuevos bloques cerrados que crecen en los ensanches urbanos: un portal amplio y pulcro, revestido de materiales que simulan calidez. El suelo brilla con una limpieza higiénica y las paredes, lisas y claras, parecen diseñadas para no conservar recuerdos. El ascensor, silencioso y eficiente, se integra a la izquierda como un electrodoméstico más. Al fondo, un módulo de buzones minimalistas —todos iguales, todos sin nombre— recibe publicidad que nadie desea. La iluminación es homogénea, constante, aséptica. Una de las luces del techo lleva fundida semanas. El portal queda así en una penumbra leve, que no incomoda lo suficiente como para exigir una solución. Nadie la arregla. Nadie la siente propia. Todos dan por hecho que alguien vendrá a hacerlo.
La penumbra desaparece de golpe. Un chorro de luz irrumpe en el portal cuando, a las seis en punto, se encienden las luces de Navidad de la calle. Cada año son más grandes, más brillantes, más complejas: una coreografía resplandeciente financiada con la esperanza de que la iluminación consiga lo que la política fiscal no logra, que la gente consuma en el barrio. Un resplandor quirúrgico atraviesa el cristal de la puerta y se despliega por el portal. El granito refleja destellos rosados y verdes, y hasta los buzones adquieren un brillo de utilidad renovada. La bombilla fundida deja de notarse: el exceso de luz exterior la reemplaza, como si la calle se maquillara para entrar, sin permiso, en el edificio.
En ese no lugar, donde nunca pasa nada, está a punto de pasar algo que no debería haber pasado.
A las seis y dos minutos, la puerta del portal se abre. Entra el propietario del 3.º C, cargado con una bolsa reutilizable que proclama un compromiso ecológico. Camina como quien atraviesa un territorio neutral. Entonces lo ve. El propietario del 3.º A está de pie frente al ascensor, mirando la puerta cerrada con impaciencia. Apenas se han cruzado alguna vez en el rellano, intercambiando un «buenas» sin sujeto ni predicado. Algo en la escena incomoda. Dos cuerpos coinciden en un espacio común no diseñado para él enceuntro.
Las miradas se cruzan durante una fracción de segundo. El 3.º C activa una maniobra defensiva: saca el móvil del bolsillo y finge una llamada. Asiente, sonríe levemente, murmura palabras inconexas dirigidas a nadie. El 3.º A, por su parte, revisa algo en la pantalla: tal vez el tiempo, tal vez el buzón del correo electrónico. Ambos respetan el acuerdo tácito. La neutralidad se preserva.
El ascensor tarda. El silencio se espesa. El espacio común se convierte en una sala de espera de dentista. Entonces ocurre. Un olor. No es inmediato ni violento: es una presencia gradual, una leve insinuación que va tomando pesadez. El 3.º C deja de hablar por teléfono. El 3.º A levanta la cabeza. Ambos respiran, involuntariamente, el mismo aire. El ascensor llega, por fin, con un quejido inhabitual, como si estuviera protestando por algo. Las puertas se abren. Ninguno entra. Hay una vacilación inédita, una pausa en lo ordinario. El olor persiste.
—¿Lo notas? —dice el del 3.º A, sin mirarlo.
El del 3.º C tarda un segundo en responder. Aspira con cuidado.
—Sí.
El olor está ahí, suspendido en el aire del portal, ocupando todo el espacio. El ascensor sigue con las puertas abiertas, esperando una decisión. El 3.º A pulsa el botón de cerrar y luego el de abrir, como si pudiera reiniciar la situación. El olor persiste.
—No es del ascensor —dice el 3.º A—.
Silencio. Desde la escalera llega un ruido de pasos. Aparece una mujer del 2.º A, abrigada con una bata rosa. Se detiene en seco al llegar al portal.
—¿Qué es ese olor?
—No lo sabemos —responde el 3.º A—.
La mujer se cubre la nariz con la manga de la bata, sin pudor.
—Viene de arriba —dice—. En la escalera se nota más.
Los tres vecinos suben por la escalera. A cada tramo, el olor se vuelve más denso, menos ambiguo. Ya no es solo desagradable: es pegajoso, difícil de ignorar.
—Desde luego no es del portal —dice la mujer—. Viene de algún piso.
En el rellano del primero, el aire parece más cargado. El olor se concentra hacia la derecha. El 3.º A se acerca un paso más.
—Es aquí.
Las tres miradas se detienen en la misma puerta: 1.º B. Cerrada. Aquellas tres miradas, por primera vez desde que entraron en el edificio, permanecen juntas frente a una puerta. Llaman al timbre. Primero una vez. Luego dos. Después, con insistencia. Nadie se mueve al otro lado. El 3.º C golpea con los nudillos. Nada.
—¿Seguro que vive alguien ahí? —pregunta la mujer del 2.º A.
Antes de que nadie responda, se abre la puerta contigua. Asoma un hombre en zapatillas, con un jersey grueso y una expresión de incomodidad.
—¿Pasa algo?
—¿Sabe quién vive aquí? —pregunta el 3.º A.
—Pues… no sabría decirle —responde al cabo—. Antes vivía un señor mayor. Muy mayor. No recuerdo su nombre. Pero hace meses que no lo veo. Creo que los hijos se lo llevaron a una residencia.
—¿Y no ha notado esto? —pregunta el 3.º C—. El olor.
—Claro que sí. Lleva días. Pero pensé que sería algún problema en las cañerías. Di por hecho que el presidente de la comunidad ya habría llamado al administrador.
—A lo mejor es un animal muerto —dice alguien—. Una rata, o algo así.
—Yo creo que es más bien un atasco en una de las bajantes —añade otro—.
Las explicaciones circulan con rapidez. El 3.º C saca el móvil.
—Voy a llamar al administrador.
Marca. Espera. El teléfono suena hasta que salta el contestador automático. Una voz neutra informa de que es festivo, que dejarán constancia del aviso, que atenderán la incidencia a la mayor brevedad posible. Cuelga. Mira el reloj. Son más de las seis y media. Es 24 de diciembre. Las luces de Navidad siguen parpadeando fuera.
—A estas horas no va a venir nadie —dice la mujer—. Y esto no va a irse solo.
Han ido apareciendo más vecinos. Se forma un pequeño corrillo en el rellano.
—Habrá que llamar a alguien —dice uno.
—¿A quién? —pregunta otro.
Se hace un silencio breve.
—A los bomberos —dice finalmente el hombre de la puerta contigua—. Para eso están.
Nadie lo contradice. El 3.º A asiente y marca el número. Mientras espera, mira de nuevo la puerta del 1.º B. Cerrada. Inmóvil.
Los bomberos aparcan con precisión. Uno de ellos entra en el portal hablando por el walkie-talkie, mientras los otros tres se quedan fuera. El camión despliega la escalera mecánica con un ruido metálico hasta la ventana del 1.º B. Dos bomberos entran por ahí. Pasan unos minutos. Desde fuera no se oye nada. Entonces, la puerta del 1.º B se abre desde dentro. El olor sale de golpe. Los vecinos se apartan instintivamente. Algunos se cubren la nariz. Otros dan un paso atrás. El aire del rellano se vuelve irrespirable durante unos segundos.
—Hemos encontrado el cuerpo de una persona mayor —dice uno de los bomberos—. Lleva fallecida bastante tiempo. Meses.
—¿Vivía solo? —pregunta otro.
—Sí —dice alguien al fondo—. Creo que sí.
—¿Alguien lo conocía?
Un vecino de la puerta contigua dice que lo veía a veces. Otro recuerda que era un señor mayor, muy callado. Nadie sabe su nombre.
—Pensamos que se había ido a una residencia —explica una mujer—. Dejamos de verlo.
El bombero asiente. Toma nota mentalmente.
—¿Nadie avisó de su ausencia?
Silencio. Cierran de nuevo la puerta. El cuerpo será retirado más tarde. El piso queda bajo custodia. El olor empieza, poco a poco, a evaporarse, transformándose en una insoportable vergüenza.
Dos días después, a la misma hora, la escena del portal se repite y no se repite. El propietario del 3.º C entra. Dentro está el propietario del 3.º A, esperando el ascensor. Suben juntos. No es altruismo lo que sostiene ese gesto mínimo de no apartarse. Hay miedo: la conciencia reciente de la propia vulnerabilidad. La certeza de que cualquiera de los dos puede ser el próximo, de que se puede morir sin que nadie lo note.
La soledad no se reduce a no tener quien nos apoye; incluye la imposibilidad de apoyar a otros. Nos sentimos radicalmente solos cuando no ocupamos un lugar en la comunidad, cuando no desempeñamos función alguna. Cuando no podemos servir a a nadie, no servimos para nada. En ese punto no solo faltan vínculos: falta mundo compartido.
En aquel edificio, la comunidad nace de la experiencia de la intemperie. La esperanza, de una muerte ignorada.
La esperanza no es optimismo, sino confianza en que el sentido puede nacer incluso del fracaso. No se apoya en ilusiones, sino en una promesa: que lo humano no está definitivamente concluido. La esperanza es una apertura del futuro. Algo que todavía no es, pero que ya nos reclama cuidado. Es la cuerda que se tensa entre lo que somos y lo que aún no existe: no solo nos sostiene porque aporte un suelo en el que posar los pies, sino porque obliga al alma a elevar el vuelo. En este edificio, la esperanza no llega como consuelo. No hay epifanía ni redención. Llega de forma más áspera: como responsabilidad. No brota de un nacimiento celebrado, sino de una muerte ignorada que, al hacerse visible, insta a reorganizar el mundo compartido. El ascensor se detiene. Las puertas se abren. Cada uno sigue su camino. Pero el desgarrado tejido comunitario ha comenzado a hilvanarse.