Si las neuronas de una máquina emiten algún sonido, es el de la banda sonora del Sónar, celebrado la semana pasada en Barcelona. El magnético diálogo del festival con un futuro escrito en binario es su mayor atractivo. Un olor que despide aromas a inteligencia artificial (IA), neón digital, poéticas transhumanistas, orquestas de un solo músico y la constante cristalización del vello frente a la vibración inagotable de los altavoces. Las pistas de audio recorren escenografías amenas y cotidianas, tanto como paisajes inexplorados y bizarros. El Sónar parece la Iglesia de la electrónica, donde son acogidos los beatos, los creyentes, los simpatizantes y hasta los infieles, que van a confesar su pecado de desconocer el mundo del mañana que ya se deja ver por el presente. Un templo en el que tener los oídos, ¡y los ojos bien abiertos!, aunque con el vino sacramental y la hostia consagrada a precio de rosario de plata.
Algunos de los predicadores que se descuelgan por esta tierra santa son párrocos mainstream. Oradores habituales que, con su jerga, ya han recorrido la mente de los creyentes en infinidad de ocasiones. Otros, como Jassss & Ben Kreukniet, traen palabras nuevas para adorar al mismo dios cableado. En este caso, hablamos de unas casamenteras que juntan en sagrada unión una electrónica envolvente y ruda, dominada por las gráficas granuladas de las siete pantallas clavadas horizontalmente, una tras otra, hasta la palestra. Despachan al espectador una patada en el culo para hacerlo rodar hasta el fondo de la madriguera; un territorio oscuro y suave donde las figuras se deshacen con la brisa digital. Las luces son agresivos trallazos ametrallados hacia la Retina. ¡PUM! ¡PUM! ¡PUM!… Papapapapapa… ¡PUM! ¡PUM! ¡PUM!… FFFFvi…FFFFvi… Dios, -el clásico, digo- escuecen los ojos… como salpicados por un formol fotovoltáico.
El trance se sirve en bandeja de plata y la aterciopelada voz de Jassss amansa entre el doloroso vibrar de los focos celestiales. Las figuras humanas dan paso a diseños orgánicos espolvoreados de un sabroso brillo. Hay una respuesta entre hambrienta y repulsiva en las muecas generales, interrumpidas a veces por algún colgado que se confunde de rollo. Al igual que no todos los oradores son iguales, tampoco lo son los fieles. Hay muchos Sónar. Hay Sónar de mecedora ebria, de viaje a destinos musicales desconocidos y de inmersión en mundos caprichosos, ajenos, acariciados por percepciones alternativas. El Sónar de una era que utiliza la tecnología, y el Sónar de otra que aspira a ser parte de ella.
En la sinagoga del break la transmutación vibra como el aceite de los huevos fritos. Para los que nos dejamos caer por la fusión entre las gráficas de Hamill Industries y la coreografía de Kiani del Valle, las huellas camino de la humanidad artificial se dibujan en el suelo. La IA de Hamill supura un genio que se filtra hasta la entomóloga piel de Kani, por una hora metamorfoseada en insecto con espasmos metálicos. Hablan de algo posthumano. La sensación que despacha la puesta en escena es la de una evolución de nuestra raza, administrada desde un descontrol mecánico y violento. Las imágenes moleculares de desnudos bañados en tanques de ácido hacen intuir un guiño a la disolución corporal. Con el tiempo, el cuerpo no será más que un recipiente con el atractivo de las actualizaciones.
Está claro que mover el esqueleto es una plegaria que se impone en el Sónar. Aquí bailar parece ser, como lo fue para los filósofos clásicos hasta Nietzsche, el sexto sentido de la armonía liberadora. Nuestra raza aún se glorifica en la expresión del impulso rítmico. El flirteo irracional con el vacío, empujando la ausencia en un intento por hacernos parte de ella con los gestos, defiende la frontera de nuestra humanidad.
Tupac Martir, con más nombre de foro de Internet que de artista, intenta, desde latigazos de luz y suaves caricias coloridas, hacer visibles los patrones de onda cerebrales de una bailarina. Como si su cerebro se hubiese dado un viaje de ketamina, la materia gris de la almea se puede observar a sí misma fuera de la cárcel ósea, en esta provocación a los misterios de la mente que es el espectáculo Haita. Todo, mientras el cuerpo a sus órdenes se contrae y estimula violentado por el sonido. Un trance pagano en toda regla que rememora los jóvenes y tersos oráculos del pasado.
La tecnología no es, sin embargo, mero acompañamiento o excusa en esta morada del Señor Eléctrico. Bien, tal vez excusa sí, pero Sougwen 䇤君 Chung demuestra que hay territorios de cooperación creativa que van más allá de las clásicas dominación o sumisión. Un trazo para mí, otro trazo para ti, un trazo para mí, otro trazo para ti. Así de conciliadora se desenvuelve la artista cuando trabaja con el brazo robótico que le completa la pieza. Lo que se llama “IA incorporada”; IA + robot, sostiene un pincel a la vera de Chung y va tirando líneas que, poco a poco, y a tres manos, paren una obra neuronal parecida a los dibujos celulares de Ramón y Cajal, sólo que con más curvas y armonía estética. Ah, y colorines, que siempre endulzan la contemplación. Un pequeño paso para el arte, un gran salto en las relaciones interraciales con las máquinas.
Un brinco ahora al espacio SonarMàtica, galería de arte sacro, donde todo está dispuesto para traspasar la membrana de lo evidente. Los NFT, salvapantallas creativos y originales, muestran aquí soldaditos con ojos pegados a la piel, o infantería de la primera guerra mundial salvando a heridos de gominola, como la propuesta de Franc Aleu. Pero también simbiosis sinápticas digitales, como estallidos de cristales helados suspendidos en el vacío, de la mano de Keely Richardson; o las espeluznantes, a la vez que encantadoramente alocadas, criaturas extraídas de la imaginativa mente de Sofía Crespo, ¡qué llamen a la productora de Harry Potter, ya tienen bichos para tres secuelas más!
La realidad virtual, huelga decir, no se pierde la fiesta. Cada vez más inmersiva, más extraña y fantasiosa, más que liberar a sus consumidores, permiten a los creadores raptar en sus extraños mundos a los despistados curiosos que entren en ellos. Si para Allan Poe, “durante la hora de lectura el alma del lector está sometida a la voluntad del escritor”, durante la hora de realidad virtual el alma del espectador está sometida a la voluntad del diseñador. La diferencia está en la conciencia adquirida con la inmersión, que en la lectura siempre tiene un pie en la realidad, mientras que en los simuladores se eleva como Mahoma en viaje nocturno hacia los cielos.
Gateando con la lengua fuera frente al pegajoso calor, desnudo los pasos hasta el escenario SónarVillage donde se han paseado, desde el jueves hasta el sábado, raperos, traperos, artistas pop, pasando por conjuntos pachangueros. Ahora, cuando la reina electrónica saca a relucir sus mejores galas, vistiendo drops memorables, las armonías quebradas dopan las venas de los devotos al sample duro.
Muchos van como piojos. Parecen liendres pivotando en una cabeza de asfalto. La música electrónica, sin mensaje, sin mayor contenido para ellos que dopar el pulso e insuflar ritmo a las extremidades, aventaja a la razón para someter a sus súbditos al frenesí. Incluso en la polifónica actuación de María Arnall i Marcel Bagés, donde la revolución técnica del Sónar parecía haber logrado un coro holográfico que no tardó en desvelarse de carne y hueso, los devotos a la mesa de mezcla y sus ritos en lenguaje universal alcanzan el éxtasis en los terremotos electrónicos acelerados. ¡Oh, Señor de luz y sonido, lleno eres de gracia!
Cae la noche… Podría ser cualquier día, pero es viernes. Un peregrinaje desde la Plaza España hasta L’Hospitalet se impone para llegar a las tierras de la violencia y la miel. Miel por el dulce sabor a deseo satisfecho, y violencia por la agresión que sufren los tímpanos. El volumen da fe de la variada edad de los asistentes. En la mezquita del sonido artificial, a los sexagenarios no les hace falta ponerse los sonotones para bucear en los detalles de los cantos robóticos. También violencia hacia las glándulas sudoríparas. El pabellón principal es un horno insoportable. Los sistemas de ventilación podrían filtrar los tanques de sudor y crear un pequeño lago de agua salada. La atávica tecnología de los abanicos domina con creces la presunción de revolución científica del festival. A viejos males, viejos remedios. Hasta los aviones necesitan ruedas.
C. Tangana descorcha la fiesta con un espectáculo digno de su fama. La castiza mesa española llevada al escenario, con la que la vibración de los bafles queda ensordecida por el vitoreo descontrolado del respetable, contradice la esencia futurista del festival. Pero eso no parece importarle ni a Cristo -el de toda la vida-, que decora bañado en oro los cuellos de la mitad de los músicos de El Madrileño. Más tarde, The Blaze, da la puntada en su particular combate cara a cara del dúo. Aquí sí, la voz, hipnótica orquesta de graves envolventes impuesta a su característico build up, domina la tambaleante emoción de los vaivenes corporales. Con la madrugada, nacen los primeros habitantes de la noche. Seres de mirada perdida y sangre adulterada. Aquellos que, como los vikingos, gozan de ver a sus dioses con alguna trampa lisérgica. Las ceremonias terminan… más liturgia habrá mañana.
El sábado, remate de la performance. Los territorios del Sónar de Noche se alejan definitivamente de la instrumentalidad. Abre The Chemical Brothers. Los puretas, de los primeros monjes que predicaron en los 90 las voces del culto, siguen dando una caña vibrante y emotiva. 25 años después del segundo álbum, su sonido no envejece, renace en originalidad. Sus big beats someten al público que, consentidamente, disfruta de las rupturas interrumpidas y la dinamita de su poética visual. Las pantallas que custodian el escenario se pueblan de videoclips alocados con figuras poliédricas, y queen´s guards fosforescentes marcando la batucada del ritmo. Incluso dos robots gigantes invaden las tablas despidiendo rayos láser. Una puesta en escena deslumbrante y medida hasta el detalle, con la que la iglesia habría de vanagloriarse. Estos dos hermanos aún tienen el don de atraer a nuevos fieles, y conservar a los viejos.
No obstante, nada tiene que envidiar a esta cuidada representación el show que se marca la venezolana más Juan Palomo de la cita. Arca, la compositora, productora, cantante y DJ de género no binario, hace suyo el escenario entero con un corsé metálico que descubre cada poco sus discretos pechos, y unos tacones de aguja que ni en una peli de Robert Rodríguez. Parece una Marilyn Manson con ciclos de autobronceador. Su provocación alcanza un punto en el que, de espaldas al público, con el culo dispuesto para una inspección, entre movimiento y movimiento, le hace el regalo al público de enseñar el agujero trasero. Me recuerda al gran Ángel Guinda, siendo juzgado en 1987 por escribir en un mural el verso: “Eyacular en el ano de Dios hasta su conversión al placer”. Todo un alarde de humanidad, esta boutade de Arca, que emociona entre tanta mecánica. Casi una herejía. Aunque ella, si bien podría considerarse una investigadora de la nueva fe, dispuesta incluso a revolucionarla para inquietud de muchos, defiende los dogmas de lo artificial y hace gala de una de sus leyes: “Serás capaz de mucho, con poco. Serás capaz de todo, tú solo”.
Nos alcanza el crepúsculo tras grandes exégetas de la palabra electrónica que no han sido mencionados, pero que han sabido defender las creencias con encomiable valor y devoción. Ellos también han elevado la plataforma de los creyentes, meciéndolos hasta el cielo. Con los cepillos llenos, los predicadores se van a casa, o acompañan a los feligreses a seguir con los rezos en algún templo alejado de la mano de Dios, a las afueras de la Ciudad Condal. Sea como fuere, el Sónar llega a su fin. El templo se desarma. Pero la fe, cada año más fuerte, promete seguir brillando en los corazones de sus fieles y de los que están por llegar.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.