Dos voluntarios esperaban en el aeropuerto de Barcelona un avión que aterrizaba a medianoche. Venía de Praga y viajaban en él dos familias ucranianas. En total eran seis personas. Los voluntarios iban a llevarlos a sus casas, en grupos de tres. Estaba previsto que, la mañana siguiente, los acompañaran a la Cruz Roja para que les dieran de alta como refugiados. De allí pasarían a estar custodiados por el Ministerio de Inclusión, Seguridad y Migraciones.
Pero el caso es que aquella noche solo llegaron cuatro personas: un adolescente con su madre, la abuela y la tía abuela. La hija y nieta de esta tía abuela habían tenido que quedarse en Praga, porque viajaban con un perro y les impidieron embarcar en el avión. Motivo: no lo transportaban en una bolsa homologada por la IATA. Llegarían al día siguiente, tras gastarse setenta euros en la dichosa bolsa.
Conocí al perro en cuestión, un Yorkshire Terrier de dos kilos que se llamaba Jack. Tenía tres años y medio. Sus dueñas me contaron su trepidante periplo.
Venía de Hostómel, una ciudad que ha sido bombardeada desde los primeros días de la guerra. Durante dos semanas, se refugió de los bombardeos en el sótano de su edificio de viviendas, junto a otras personas y sus mascotas. Después, sus dueñas decidieron marcharse y Jack viajó 20 horas en un tren repleto de personas y animales: perros pequeños, gatos e incluso loros. Las ventanas estaban cerradas. Todo el tren estaba recubierto de una tela antirreflejos. No se podía encender la luz y, por la densidad de los cuerpos que ocupaban todo el espacio de los vagones, no se podía ni acceder al baño. Los niños lloraban y algunos adultos tenían ataques de pánico. Jack temblaba. Desde el 24 de febrero no paraba de hacerlo.
Después, pasaron por un autobús hasta Praga, la casa de unos conocidos, donde se quedaron un par de noches, y el avión a Barcelona. Desde la capital catalana, unos autobuses iban a llevarlos a otras zonas de España menos pobladas, con escasez de jóvenes y niños. Solo cuando subieran a bordo iban a saber hacia dónde los transportaban.
Admito que nunca me han gustado demasiado los Yorkshire Terriers, pero me enamoré de Jack a primera vista. Por desgracia, murió un par de días después de llegar a Barcelona. Su pequeño corazón de perro no pudo abarcar tanto sufrimiento. Esta raza está hecha para gozar de mimos y lujos, no para sobrellevar el estrés postraumático. Está sepultado en Montjuic, porque los dueños de los perros refugiados no pueden permitirse seguir el obligatorio protocolo de cremación.
Dentro de cada uno de nosotros está instalado un tabú biológico, moral, educacional y religioso: el no matarás. El sombrío y perverso fenómeno de la guerra pacta con la muerte y con la conciencia, rompe con esta prohibición ancestral. Sus otras numerosas y silenciosas víctimas son los seres no humanos.
Con la muerte, no solo desaparecen las diferencias sociales. El cuerpo de un humano fusilado yaciendo al lado del cuerpo de un animal pierde toda la superioridad que nuestra especie se atribuyó a sí misma.
Estos días hablo a menudo con la artista eslovena Maja Smrekar. Hemos trabajado juntas y somos amigas. Maja hizo de la coexistencia hombre-perro su modus vivendi. Su investigación artística y sus obras se centran en la búsqueda de la fusión entre ella misma, sus perros y la tecnología. Es una artista de artes híbridas, utiliza el conocimiento científico y la tecnología punta como herramienta de su expresión artística. La tecnología, que quita vidas y destroza infraestructuras en Ucrania, tiene el papel de, en el caso de los artistas, concebir un nuevo lenguaje artístico, de crítica social o desarrollo del pensamiento crítico, que resulta imprescindible en la sociedad de la (des)información.
La obsesión de Maja con los perros también tiene su origen en una guerra. Sus padres tenían muchos canes en una gran casa con un jardín que parecía un bosque de frutales. Maja era hija única y los perros eran sus amigos y sus compañeros de juego. Lo mismo que otros niños hacían con los muñecos y peluches, ella lo hacía con los perros: jugar a las casitas o a la escuela, leerles libros y ver dibujos animados en su compañía. La familia era de una pequeña aldea cerca de Brezice, una ciudad eslovena en la frontera con Croacia. Cuando empezó la guerra de Yugoslavia, que Eslovenia solo sufrió durante los diez primeros días, se escuchaban las explosiones de Zagreb desde casa.
Aquella guerra era la consecuencia del derrumbamiento del régimen comunista. Los padres de Maja perdieron sus ingresos y sus ahorros y se hundieron en una depresión. Se quedaron sin la casa y soltaron a todos los perros.
Maja Smrekar, que estudió escultura en la Academia de Bellas Artes y Diseño de Liubliana, está liberándose de su trauma de la adolescencia a través de proyectos artísticos hechos en cooperación con estos animales. Su obra, igual que la vida en tiempos del Capitaloceno, no es nada dulce.
Los animales tienen un papel crucial en la historia del arte. John Berger subraya en su libro ¿Por qué mirar a los animales? que estos fueron los primeros sujetos en ser representados y que su sangre, probablemente, fue la primera materia prima utilizada en pintura. Posiblemente, insiste el crítico de arte y pintor británico, el animal fue también “la primera metáfora”. Es decir, el sujeto que sentó las bases para el nacimiento de la mitología, la religión y la poesía.
El perro fue el primer animal en crear una alianza de mutuo interés con las personas. Se calcula que ambos conviven y se prestan diferentes servicios recíprocos desde hace unos 30.000 años. Es cierto que en los últimos años el papel del perro se ha reducido al de hacer compañía al ser humano. Pero esto no es poco en un mundo cada vez más urbano y desnaturalizado, donde nuestra especie sufre soledad y aislamiento.
Asimismo, el can es el animal con diferencia más representado en el arte plástico. La historiadora de arte Jessica Ullrich llega incluso a afirmar que la historia del arte ha sido co-establecida por el hombre y el perro.
En su trabajo ¡Brute_force (léase “non brute force”) Maja Smrekar pretende alinear los latidos del corazón humano y el de su perro Ada para que latan al unísono. Para conseguirlo, recurre a la inteligencia artificial. Se trata de una investigación y un trabajo muy complejos que incluso cuentan con una web propia: www.nonbruteforce.net. Os invito a visitarla para descubrir sus matices filosóficos, así como toda la tecnología y la programación involucradas. Pero en este artículo me quiero detener en la metáfora que ofrece esta obra.
Su proceso de conceptualización empezó en 2018, en el marco del programa europeo ARTIficial Intelligence Lab, que pidió a diferentes artistas realizar una investigación artística sobre la inteligencia artificial. Maja fue una de las invitadas a participar en esta iniciativa. Se propuso unir las inteligencias humana, artificial y canina y, a través de esta fusión, elevar la velocidad de sus latidos cardíacos para alcanzar la de su perro.
Mediante inteligencia artificial, se analizaron las constantes vitales de perros atrapados en diversos laberintos y las rutas que finalmente emplearon para encontrar la salida. Luego se construyó un laberinto en 3D con una estructura de metal compuesta por cinco niveles. Cada nivel incluía placas móviles y espacios vacíos que permitían reorganizar el laberinto y ofrecían millones de rutas posibles que Maja y su perro pudieran recorrer. Las placas se movían en función de lo que dictara la inteligencia artificial.
Durante estas performances, las dos participantes, la artista y su compañera cuadrúpeda, “alimentaban al algoritmo” con los parámetros de sus constantes vitales. Llevaban adheridos a sus cuerpos tecnología ponible, wearable, que medía su presión arterial, frecuencia de respiración, nivel de sudoración y, cómo no, los latidos cardiacos, que luego acababan almacenados en una nube propia del proyecto.
Después de varias performances públicas, Maja, junto Jonas Jørgensen, especialista en soft robotics y biorobotics, incorporaron elementos de robótica blanda a la instalación, unas superficies de silicona biomórficas que “respiran”, convirtiendo lo invisible (los datos) en formas materializadas.
Tenemos entonces una escultura cinética de grandes dimensiones, donde lo humano y lo animal se dotan de un cuerpo único hibrido-tecnológico, hecho de hierro y silicona y alimentado con datos fisiológicos humanos y caninos. Y yo me pregunto si acaso son así, como esta instalación, nuestras vidas en la sociedad tecnológicamente avanzada.
La tecnología que “lo sabe todo” sobre nosotros y que nos guía en las múltiples decisiones que tomamos. Los tecno-cuerpos que el humano ha creado con sus gadgets, convirtiéndose en un ciborg. Y en toda esta aventura poshumana nos acompaña el perro, amigo fiel y ahora, también, robotizado.
Ya que nos ha tocado vivir en esta época, no queda más remedio que aceptarla y, como es mi caso, maravillarse. Brindo por la llegada de la tecnología que nos permite extender el conocimiento y los sentidos, o fusionarnos con otras especies. Y condeno aquella destinada a matar.
Sobre la firma
Es comisaria de arte, directora de la fundación de arte y ciencia Quo Artis e investigadora del paisaje. Vive y trabaja en Barcelona.