Su movimiento es firme y certero. Su zancada, matemática. Huele la presa y se lanza a su encuentro con las fauces agitadas. Latidos espídicos en el fondo de su pecho marcan el ritmo de la partida. El galgo doméstico, un animal que ha comido siempre de cuenco, se ve por primera vez desatado en su hábitat, milenios atrás, natural. Su instinto, inviolable para la crianza humana, se desata al olor de las liebres frescas y su juego de piernas. Tiene el don de la clase, el lebrel. Su crecimiento entre algodones y comida lograda sin esfuerzo no le ha limitado la potencia natural de sus patas y la presión de submarino que pueden alcanzar sus fauces.
Pilla al escurridizo bicho en una carga que no alcanza los dos minutos. ¡No se puede dominar el instinto animal! Con el pescuezo de Rogger Rabbit entre los caninos, la bestia anoréxica se congela. Tras los últimos coletazos de nervios pariendo espasmos en el cadáver peludito de Bugs Bunny, el galgo se encuentra confuso. Finalmente, suelta al animal desnucado. Cazar le ha salido de dentro. Qué hacer después es algo para lo que su instinto de sabueso bien alimentado no estaba preparado. Otra liebre salta del matorral. Nuestro galgo vuelve al ruedo, abandonando su anterior pieza, destinado a malgastar la muerte de la próxima.
La infocracia, como la ha llamado Byung-Chul Han, es un sistema político que ha construido un nuevo paradigma sostenido por los herederos directos de la digitalización. En este nuevo modelo de organización social, el individuo -entre otras cosas- respondería a los estímulos de la información como el galgo de la fábula. Un ser que, por instinto, va en busca de la noticia, pues siente, de manera casi vital, que eso lo conecta con el mundo. Despojado, en la sociedad digital, de las cadenas analógicas, el neo-informado percute compulsivamente las patas para lanzarse cavernícolas a la caza de información. Luego, una vez entre sus fauces, no se le ha enseñado a despellejarla y desvestir la sabrosa carne. La abandona, una vez alcanzada, dejando atrás la razón y, como el lebrel, inquieto (aunque, al menos para sí mismo, no confuso) salta en busca de la siguiente presa.
En los albores de la posmodernidad, antes del estallido de la red, hablábamos, como hacían Habermas o Manuel Castells, de mediocracia. La mediocracia, entendida como el poder de los medios, se caracterizaba por una imposición del relato desde las atalayas de los medios de comunicación tradicionales. Principalmente, los televisivos; la comidilla previa a la aparición del periodismo digital y las redes, eran los párrocos de la verdad. Con el ligero problema de que, como decía Kapuściński, el “telespectador de masas, al filo del tiempo, no conocerá más que la historia telefalsificada y solo un pequeño número de personas tendrán conciencia de que existe otra versión más auténtica de la historia”. A eso podemos añadir la capitalización de dichos canales de comunicación por el ocio y la perpetua búsqueda del entretenimiento. Algo que, para Habermas, entraba en conflicto directo con la existencia de un discurso racional.
En la infocracia, dirigida desde los nuevos canales de datos, el objetivo en los individuos es similar, la consecución de un placer, pero abandonado el terreno de la performance televisiva y analógica, este se encuentra en el autoadoctrinamiento y el narcisismo ideológico. En este recién estrenado sistema político, el big data y el reinado del algoritmo, ¡oh, algoritmo! ¡Ojo del Futuro, Destino Manifiesto de la Verdad!, proporcionan a los consumidores un relato antropofágico de sus deseos. En busca de información, el sistema los devuelve constantemente a aquello que los reafirma. Como dice Han, el macrodato sustituye la narración por lo numérico. Al ser lo numérico un absoluto sin discurso, nace una coreografía de la unilateralidad. Un onanismo de la noticia distanciada del hecho fáctico y arropada por el sentimentalismo, el oportunismo y la superficialidad.
La información ya no se divulga, se poliniza. Empleada como esperma mental, necesitamos de su alto contenido en actualidad para sentirnos parte de la vida. Estamos educados para creer que, sin avalanchas de datos, se nos escapa la existencia, cuando lo que se nos escapa es la razón, y lo que se nos brinda es una verdad como la de Goebbels; amartillada por constantes mentiras. Esto radica en que la catedral sobre la que reposa el peso de la civilización digital se alimenta del culto a la sobredosis. Cuanto más, mejor, se nos hace creer (cómo siempre ha defendido el capitalismo) y, sin embargo, no hay peor ignorancia que la que se cree sabia. Una brillante forma de economía vital ante la que los consumidores se pliegan vanagloriándose, como fanáticos que sólo han leído el Corán, en los divinos conocimientos sobre los que conocen el titular, pero sobre el que no han razonado ni dos minutos. Y es que, más fácil que domesticar un pueblo inculto, es dominar uno desinformado.
En esta línea, si regresamos a la infocracia de Han, el filósofo ve una evolución respecto a los viejos regímenes. En el antiguo, el espectáculo visibilizaba la dominación. Los sometidos eran conscientes de su sumisión a través de las representaciones populares del poder. En la Era Moderna, existía una mirada cargada directamente contra el ciudadano, lo que lo motivaba a cubrirse bien en la metafórica ducha de la sociedad para que los voyeurs dominantes no se regalasen la vista con sus pudores. Ahora, el régimen de la información nos regala un impoluto habitáculo; pulcro, de exquisita composición luminosa y cristales opacos, donde nos sentimos tan cómodos que lucimos los colgajos sin reservas. Poco importa que, al otro lado de la difusa mampara, el poder nos observe libremente.
Gozamos de ello como si nos hiciesen un final feliz mientras nos roban la cartera y la identidad. ¡Manipulación reglada de nuestros secretos! ¡Violación del autodesconocimiento! Porque al partir en roadtrip por las nuevas autopistas de la comunicación, dejamos una estela de transparencia tras nosotros con la que los algoritmos se ponen las botas de datos que, acto seguido, les permiten asfaltar el camino que habremos de recorrer. La infocracia explota nuestra libertad para optimizar el control, al que rendimos pleitesía con la eucaristía del like.
Otros, como Pierre Levy, han visto en esta nueva vía de comunicación la posibilidad de una “democracia virtual” o “ciberdemocracia”. La potencialidad de alcanzar una democracia directa, en la que los ciudadanos tendrían mayor acceso y decisión sobre instituciones, públicas y privadas, a fin de lograr un escenario óptimo para el intercambio de ideas y propuestas. Y, ¡he aquí un punto vital! Si bien parece que esta nueva forma de divulgación, de control y de adaptación beneficiosa de la verdad, se justificaría en la estructura tecnológica, Han, como otros -incluido servidor-, no focaliza la culpa del crimen en el arma, sino en el móvil. Los macrodatos no han hecho más que alimentar la crisis narrativa existente.
En la guerra de la información se ha producido una quiebra del “pensamiento discursivo” que, para filósofos como Hannah Arendt, se sostiene en la necesaria existencia de un otro presente, capaz de rebatir las ideas. Se ha impuesto, paulatinamente, toda una ergonomía basada en el pensamiento unilateral y autista que impide la acción democrática. El orden comunicativo se ve mutilado de progreso al condenarlo, irremediablemente, al conflicto, esquivando la posibilidad de que haya desviaciones del discurso en un sentido positivo. No es la tecnología la que enferma la comunicación y el orden democrático, sino la desaparición del otro como sujeto de cuestionamiento.
De ahí que las líneas entre verdad y mentira sean cada vez más difusas, hasta el punto de que no se promueve la falsedad, ya que eso justificaría la existencia de una verdad no presentada, sino la construcción de nuevas verdades basadas, no en los hechos, sino en el sentimentalismo y el beneficio mercantil. Una información menos compleja, que despacha rápidamente la inseguridad, y a la que, como el galgo, los habitantes de la infocracia se lanzan sin remedio con el objetivo de satisfacer sus impulsos. Luego nacen las tribus, gregarias radicales y sectarias, que se vanaglorian en ese nihilismo de la verdad en el que todo es mentira, salvo aquello que les conviene.
Pero, como no hay análisis sin síntesis, existe una posibilidad; liviana, sutil e individual, de paliar este torbellino crítico. En primer lugar, no cayendo, como borrachos a la calzada, en el bombardeo algorítmico de propuestas que se nos lanzan cada vez que navegamos por la red. Así es, ese bolso que miraste una vez y ahora no para de salir en todas partes, o esa noticia escabrosa, sin ningún contenido más interesante que la satisfacción de una curiosidad cotilla, son territorios a esquivar. En segundo, y esta sería la más relevante, promoviendo, sobre todo en nosotros mismo, la posibilidad de ser autocríticos, de favorecer los canales de la discusión y, sobre todo, no negando la otredad, sino abriéndose a su enriquecedora existencia incluso con el temible riesgo de hacernos cambiar de opinión. En definitiva, aprender a desmenuzar la caza, no siendo un galgo doméstico, sino uno libre.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.