Hartmut Rosa: “No soy un determinista tecnológico; no creo que la tecnología, por sí sola, explique los cambios sociales”

Habla como un académico, piensa como un filósofo y vibra como un fan del heavy metal. Hartmut Rosa, teórico de la aceleración y la resonancia, llega a Madrid para advertir que no solo estamos quedándonos sin petróleo: también nos estamos quedando sin ganas.

Sorprende carearse con Hartmut Rosa (Lörrach, Alemania, 1965). Su aura académica, digna de un sociólogo y filósofo teutón de renombre, no casa con la jovialidad de sus intervenciones. Ni con su alma de heavy metalero, como ha desvelado en su último ensayo Cantan los ángeles, rugen los monstruos. Cuando Rosa escucha, descarga un gesto ceñudo, casi de enfado, como si la posibilidad de desorientar un solo aspecto de la conversación pudiera llevarlo al garrotazo sobre la mesa. Luego, llegado el turno de abrir boca, el teórico de la «aceleración» y la «resonancia» cabalga un entusiasmo inequívoco. Simpático. De carillo rosado y lavados ojos aguamarina.

Con soltura mayúscula en inglés, solo acusada por unos pocos dejes germanos, Rosa despliega su argumentario a la sombra del Goethe-Institut de Madrid. Ha aterrizado en la capital para participar en el Festival de las Ideas, donde sus resignificaciones sociológicas de la «energía» han cautivado a un público mucho más importante de lo prejuzgable. Al menos, vista la naturaleza en ocasiones algo abstracta de sus tesis. Pero algo tendrá Rosa que conecta. Será la habilidad para señalar el núcleo de las incógnitas más populares, o que para dirigir el dedo emplea conceptos que todos conocemos, aunque no lo hubiéramos pensado de esa forma.

Profesor Rosa, en su obra más reciente usted propone el concepto de “energía social”. ¿Qué lo llevó a postular esta noción y cómo se relaciona con su análisis de la aceleración social?

Cuando trabajaba sobre la aceleración social, propuse la idea de «estabilización dinámica»: las sociedades modernas solo se sostienen si crecen, innovan y aceleran constantemente. Pero para eso necesitan energía. No solo energía física como el petróleo, sino también psíquica y social.

Ahí surgió la pregunta: ¿qué tipo de energía nos mueve a actuar, a seguir? Ni la sociología ni la psicología lo explican bien. Por ejemplo, alguien puede estar exhausto, ir a un concierto de heavy metal y salir revitalizado. Esa energía no está “dentro” de nosotros; circula, se comparte. Es algo en lo que participamos. Y eso me motivó a pensar un nuevo concepto: energía social.

Usted propone una noción de «energía social» que no se limita a lo físico ni a lo individual. ¿Encuentra raíces culturales o filosóficas para pensar esa idea desde tradiciones no occidentales? ¿Y podríamos hablar incluso de una crisis energética en un doble sentido, tanto físico como existencial?

Sí, otras culturas ya han trabajado con conceptos parecidos: el ki en China, el prana en India, o el élan vital, del que sí habló el francés Bergson, o las energías vitales en la filosofía africana. Pero las ciencias sociales occidentales dejaron de tomarlos en serio por considerarlos irracionales o demasiado alejados del individualismo moderno. Y, sin embargo, hoy nos enfrentamos a una doble crisis energética: por un lado, una crisis física, donde necesitamos más energía material; y por otro, una crisis psíquica o existencial, en la que sentimos que, aunque todo se acelera, cada vez estamos más agotados.

La energía vital parece drenarse, tanto a nivel individual como colectivo. En ese contexto, experiencias como un concierto de heavy metal pueden tener un efecto profundamente revitalizante. No es una energía individualista, sino compartida: te fundes con algo más grande que tú, participas de una colectividad intensa, y eso te transforma. La energía circula, se contagia, y uno sale de ahí renovado. Pero también hay un desplazamiento.

¿A qué se refiere con ese desplazamiento?

Sí, es un cambio profundo. Antes, nuestras acciones estaban conectadas directamente con lo que sentíamos o percibíamos: veíamos algo, nos afectaba y respondíamos. Actuábamos desde la situación concreta. Pero hoy esa conexión se ha debilitado: sentimos dolor al ver lo que ocurre en Gaza, por ejemplo, pero no podemos hacer nada. Esa desconexión se ha generalizado. En el trabajo, ejecutamos tareas sin implicación emocional; incluso al cocinar, muchas veces no decidimos ni improvisamos, sino que seguimos instrucciones automatizadas, como las de una Thermomix. El resultado ya no expresa nada de quien lo preparó.

Lo mismo pasa con los niños: antes construían libremente con Lego; ahora ensamblan piezas siguiendo un manual. Ya no se trata de crear, sino de ejecutar correctamente. A eso lo llamo actuar en constelaciones, no en situaciones. Las constelaciones son estructuras fijas que dictan lo que se puede y no se puede hacer, limitando la agencia.

Y esto también se refleja en la política. En Europa, por ejemplo, todo está condicionado por leyes, tratados y normas. Los líderes no pueden actuar fuera de esos márgenes. Pero figuras como Trump —aunque yo rechace su visión del mundo— proyectan la imagen de que actúan libremente, que no siguen guiones. Esa apariencia de actuar “según la situación” y no “según el sistema” es percibida como auténtica, y eso es lo que mucha gente encuentra energizante.

El concepto de “energía social” que usted propone puede prestarse a malentendidos, dado que la palabra “energía” suele estar asociada a lo físico, lo químico o incluso lo esotérico. ¿Cómo plantea usted esta noción desde una perspectiva sociológica? ¿Se trataría de una forma materialista de energía?

Ese es precisamente uno de los desafíos que he querido abordar. Como señala Tristan Garcia, cuando hablamos de “energía”, solemos pensar en términos físicos —como la energía nuclear— o en términos metafísicos o espirituales —como la energía del yoga o las prácticas esotéricas. Pero no contamos con un concepto claro de energía en el ámbito de las ciencias sociales. Lo mismo me ocurrió con la noción de “resonancia”: intenté sacarla tanto del campo de lo místico como del puramente físico, para pensarla desde lo social.

En este sentido, creo que necesitamos un concepto de energía social que no sea ni meramente material ni místico. Una categoría que nos permita comprender fenómenos como los movimientos sociales, ciertas experiencias colectivas o incluso momentos personales que nos revitalizan. No quiero que esta noción siga siendo una categoría metafísica o difusa.

Ahora bien, si esto implica una concepción materialista de la energía social, es una cuestión aún abierta. Algunos colegas marxistas argumentan que, para Marx, la energía está ligada a la fuerza de trabajo. Pero para mí eso no es suficiente. Cuando alguien escucha heavy metal y se siente revitalizado, no estamos hablando de fuerza de trabajo en sentido clásico. Lo mismo ocurre con Freud y su idea de energía psíquica: ¿es material o es algo distinto? Esa pregunta sigue sin resolverse del todo.

Por eso propongo entender la energía no como algo que poseemos, sino como algo en lo que participamos. Y ahí surge una cuestión fundamental: ¿en qué estamos participando exactamente cuando sentimos que algo nos da energía? ¿Tiene esa experiencia una realidad ontológica propia? Esa, para mí, es la gran pregunta.

¿Qué papel juega la tecnología en los cambios culturales y sociales actuales, especialmente en fenómenos como las redes sociales y la manera en que se construye o distorsiona la comunicación?

No soy un determinista tecnológico; no creo que la tecnología, por sí sola, explique los cambios sociales. Siempre hay una interacción entre tecnología, economía y cultura. Pero sí vemos fenómenos muy particulares que no se daban antes, y las redes sociales son un buen ejemplo. Lo que ocurre en los llamados shitstorms me parece especialmente revelador: alguien dice algo dentro de un contexto emocional específico, y luego esa frase es sacada completamente de ese entorno y circula descontextualizada. Eso genera una especie de “resonancia” artificial.

Ahí es donde introduzco una distinción importante: para mí, el eco es simplemente la amplificación de actitudes e identidades ya existentes —un reforzamiento que no transforma—, mientras que la resonancia implica una transformación de la identidad al entrar en contacto con algo diferente. En los shitstorms, no hay transformación, solo repetición e intensificación: son cámaras de eco. Y eso tiene mucho que ver con cómo las tecnologías actuales separan las palabras de las situaciones reales en las que fueron dichas. Es una disociación que afecta profundamente nuestra vida cultural y social.

¿Cree que mantener la conversación entre personas que no piensan igual sigue siendo algo fundamental hoy en día?

Sí, absolutamente. Habermas hablaba del poder del argumento racional como base para la convivencia democrática, y eso sigue siendo importante. Pero yo creo que hay algo aún más profundo: la resonancia. A veces, simplemente mirar a los ojos a alguien y sentir que compartimos algo humano puede ser más poderoso que cualquier argumento lógico. Esa conexión previa, casi corporal o emocional, es lo que permite que una conversación real ocurra. Por eso la música, por ejemplo, tiene un papel tan central: porque genera esa resonancia directa, sin necesidad de palabras.

¿Qué piensa usted sobre la teoría del “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington? ¿Y cómo se relaciona eso con el papel del capitalismo en la configuración cultural actual?

Creo que Huntington se equivoca. Cuando observo a líderes como Modi, Netanyahu, Erdogan, Putin, Trump o Meloni, no veo un enfrentamiento entre civilizaciones, sino patrones muy similares: autoritarismo, polarización, populismo, uso del odio como herramienta política. Esto no ocurre solo en Occidente o en Oriente, sino en muchas partes del mundo. Por eso, más que un choque entre culturas, estamos viviendo una crisis global de carácter estructural.

En cuanto al capitalismo, coincido con la lectura de Max Weber: está profundamente ligado al espíritu protestante. La ética del trabajo duro y la compulsión al consumo son dos caras de la misma lógica. Erich Fromm también lo explicó bien con su distinción entre “tener” y “ser”. En ese marco entra el concepto de energía social que he venido desarrollando: esa energía que nos mueve, que no es solo material ni psíquica, sino una condición relacional que determina cómo estamos en el mundo. Y hoy, esa energía está atrapada en estructuras que nos empujan a producir y consumir sin pausa, incluso a costa de nuestro equilibrio psíquico y social.

¿A pesar del panorama actual, cree usted que todavía hay lugar para la esperanza?

A veces me siento bastante pesimista. Por ejemplo, con la guerra en Ucrania tuve la sensación de que se rompió una esperanza cultural que veníamos sosteniendo. Siempre ha habido guerras, sí, pero durante un tiempo pensamos que podíamos avanzar, mejorar las instituciones, civilizar la política. Hoy, en cambio, el discurso dominante es: “tenemos que prepararnos para la guerra”. Y eso representa un cambio cultural profundo.

Sin embargo, tengo dos razones para mantener la esperanza. La primera es que la capacidad de resiliencia —o mejor dicho, de resonancia— no se pierde. Está en nosotros desde que somos bebés. Incluso en contextos de violencia y destrucción, las relaciones humanas pueden adquirir una intensidad mayor, volverse más filosóficas, más poéticas.

La segunda razón es que nunca hemos sido capaces de prever el futuro. Nadie anticipó realmente el paso del Medioevo a la Modernidad. La historia avanza a nuestras espaldas. Así que, por más oscuro que parezca el presente, algo nuevo puede surgir en cualquier momento, de formas inesperadas y desde lugares imprevisibles.

¿Cómo ve el papel de las nuevas generaciones frente a esta lógica adictiva del mundo digital?

Lo interesante es que muchos jóvenes están empezando a pedir protección colectiva frente a esa dinámica. He visto encuestas donde adolescentes y estudiantes piden regular el uso de internet: subir la edad mínima para tener un smartphone, limitar el tiempo de uso… Lo piden ellos mismos, y eso me da esperanza. Porque están experimentando en carne propia los efectos del consumo digital.

Aquí la educación puede jugar un papel fundamental. No se trata simplemente de prohibir, sino de habilitar experiencias distintas. Por ejemplo: jugar al fútbol en la calle y jugar dos horas a Brawl Stars con mi nieto son actividades muy diferentes. Después del juego digital, te sientes drenado; después del fútbol, aunque más cansado físicamente, estás emocionalmente más vital.

Percibir esa diferencia puede ser ya una forma de protección. Aunque parezca una solución individual, si se apoya desde las instituciones —escuelas, políticas públicas, espacios comunitarios— puede tener un impacto colectivo.

Vivimos rodeados de tecnología que capta nuestra atención constantemente. ¿Cómo podemos ayudar a los jóvenes —y a nosotros mismos— a salir de esa lógica adictiva del scroll constante, que parece no dejar nada?

Es una pregunta urgente, porque realmente lo vivimos como una adicción. Muchos pasamos horas en redes como Twitter o Instagram sin obtener nada sustancial. Ni siquiera sentimos realmente mientras lo hacemos. Es como una forma de desconexión emocional. Yo también caigo en eso: cuando estoy de mal humor, frustrado o tengo que enfrentar tareas que detesto —como corregir trabajos o rellenar formularios—, me encuentro viendo videos sin parar. Es una gratificación instantánea que no exige esfuerzo, pero que tampoco deja nada.

Sin embargo, he notado que cuando estoy haciendo algo que me interesa de verdad —como esta conversación—, no siento esa necesidad. Por eso creo que la clave está en observarnos más a nosotros mismos, darnos cuenta de cómo y por qué usamos estas tecnologías. Y en ese gesto de atención personal, incluso tan sencillo como reconocer lo que nos hace bien y lo que nos drena, encuentro un motivo para la esperanza.

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.