Todo negocio alcanza su cenit si se tiene esfuerzo, constancia y visión. No, no es una frase de Steve Jobs, me acaba de salir de sopetón, pero seguro que le he ahorrado un par de sesiones de coaching con ella. Esto no quiere decir que con dichas premisas se vaya a catapultar, ipso facto, al planeta de la realización haga lo que haga, pero es un buen comienzo.
Hace no mucho, en una galaxia muy cercana, los tiktokers eran los parvulitos de las redes. La escasa duración del contenido, el aura infantil que destilaba el formato, así como sus orígenes chinos no les brindaban, precisamente, respeto. Ah, pero, avatares del destino, las fichas del tablero fueron cediendo a favor de estos precoces del contenido instantáneo. La pérdida de confianza en lo que ahora es Meta, identificada ya con el puretismo, así como el desarrollo de un márquetin efervescente entorno a retos virales y un formato audiovisual estratégicamente adictivo, han hecho de TikTok una pastillita de absorción espiritual muy bien untada en caviar. Algo así como lanzarse al Nesquik pasando del Cola Cao.
Antes el caché se medía en pasta. Hoy se mide en seguidores. Cosas que, aunque no lo parezca, no siempre va de la mano. Lo que sigue inmutable es el vicio por la fama. Hay en el hombre moderno un je ne sais quoi por captar la atención que, seguramente, tenga que ver con la muerte de Dios y todo eso. Si él no está en el trono, tranquilos, que ya lo ocupo yo. Y ahora la cosa va de “a Dios muerto, tiktoker puesto”.
No cabe otra explicación si tenemos en cuenta la nueva jugada de Mediaset lanzando el macrocasting digital Quiero ser famoso, liderado por los tiktokers Marina Rivers, Pablo G. Show, Xuso Jones, Judith Arias y Ale Agulló. Desde la web se informa recurrentemente de que entre los cinco suman 33 millones de seguidores… afortunadamente no dice nada de las neuronas.
La idea, de un innovador que asusta, es hacer participar a todo quisqui de TikTok para que demuestren “un flow innato, un desparpajo singular, un swag único o un rollazo que lo flipas”. Siguiendo con Dios, ojalá nos pille confesados… Un programa de talentos organizado por gente que crea obras que duran menos que un polvete de eyaculación precoz… ¡Oye, más bizarro que una performance de Marina Abramović! Dígase, eso sí, que juez y juzgado aspiran a los mismos logros. No es como si un vegano tuviera que votar en un concurso de comer costillares de cerdo. Al menos, hay coherencia en el formato.
Ya ha llovido desde que los grandes grupos mediáticos comenzaron a interesarse por los streamers. Las empresas de comunicación huelen el negocio como tiburones a la sangre (cosa poco criticable) y los tiktokers son ahora uno con mucho bum (esto ya sí es más peliagudo). Y claro, las chicas y los chicos que habitan la cotidianidad tras la cámara delantera y trasera de su móvil (sin Gran Hermano mediante que les imponga hacerlo) pues no van a decir que no. Se les queda corto el medio y los medios los quieren. Como mofetas sexydeseables no flaquean a la hora de tufar el prime time televisivo si se les pide (¿cuántos lo haríamos?). Así que, habiendo entrado ya en la cabeza de los jóvenes se lanzan ahora a hacerlo en la de las abuelas. Sin el menor atisbo de rubor, polinizan su nihilismo expositivo como una decisión vital de lo más ventajosa.
Muchos son personajes con la misma gracia que un pelo enquistado en el perineo. Otros, pasean mejor los capotes del interés. Pienso en Alan El Ruedas, que participa en la iniciativa de Playz TikTalking (si la propuesta de Mediaset es como un Sálvame/Tú sí que vales, la de RTVE es un… bueno, un Playz, qué narices, de TikTok). Este creador de contenidos no va precisamente cojo de sentido del humor. Más bien al contrario, podría ganarles la carrera a quienes infantilizan a los tetrapléjicos hablando por ellos, sobre todo si la carrera es cuesta abajo… Dicho esto, por lo general, el cómputo no anda muy sofisticado.
Es el mercado, amigos (frase que huele, pero no por ello es menos cierta). Los números siempre mandan en la plutocracia y los códigos deontológicos son exotismos a la altura de ver a King Kong con ligueros. Hay rebeldes a la imbecilidad. Eso es impepinable. Pero no suelen camelar las cifras astronómicas de atención que pilotan estos tiktokers. Normal, cabe imaginar. Son como los libros que te prometen convertirte en millonario. Los únicos que se hacen de oro son quienes los escriben. Porque, indirectamente, los tiktokers venden una imagen potencialmente accesible a todo hijo de vecino. Aquí vivimos. Allá donde las masas admiran a los imbéciles convirtiéndolos en héroes adinerados.
Parece albergarse la esperanza de creer que, si semejantes pollos descerebrados han hecho de su vida un artefacto de tan fácil confección mental, todos podemos si nos ponemos. ¿Os imagináis un país en el que el 60% de la población fuese tiktoker? La vida de más de la mitad de la población orbitaría en la competencia por acaparar la atención de las masas encomendadas al mismo negocio. Consumir la idiocia para producir la idiocia. A mí esto se me antoja como un regocijo apocalíptico más cañero que el de David Foster Wallace.
Pero, ojo, la idea de creer que todos podemos ser tiktokers es completamente falsa. Hace falta dedicación, mucha dedicación a uno mismo. Las ganas de verse constantemente, grabarse, lucirse, pensarse y, además, lograr con ello que todos a quienes también les gusta grabarse, lucirse y pensarse constantemente te coman como una chuche audiovisual. Lo cual no es para cualquiera.
Pienso que, a veces, parece que ya no somos humanos. Sólo ombligos que aúllan. Tenemos el exhibicionismo atrapado en la cabeza. Esta es una afirmación intergeneracional, pero los jóvenes (como si eso ya quisiera decir algo concreto… digamos… ¡los más jóvenes!) son las víctimas masoquistas peor paradas en este asunto. Lo aclara con mucha lucidez Diego Hidalgo en el artículo Anestesiados por TikTok. ¿Prohibir las redes sociales a menores? . Deja claro que la gelatina sináptica de los cráneos jóvenes está demasiado líquida como para saber frenar las estrategias de adicción perfeccionadas por los alquimistas de las redes.
Usando en su beneficio la ingeniería social, las debilidades coyunturales del aceleracionismo existencial, la predisposición humana a la adicción y un sinfín de puñaladas más en el hígado para sacarle toda la sangre a sus víctimas, quienes manejan los hilos de esta tecnología saben de las terribles consecuencias de sus actos. El aislacionismo, los problemas alimenticios, la pérdida brutal de capacidad de atención hasta la depresión severa son sólo algunas de las torceduras que provoca el sendero de las redes sociales en los jóvenes. Sobre todo, para quienes se han criado con ellas desde temprana edad.
Ver a personas que no consuman TikTok defendiendo la plataforma es más raro que alguien diciendo que lo pasa teta pagando a Hacienda. Sin embargo, y a pesar de las críticas a su frivolidad, a la manipulación orquestada de la atención que se promueve, a las dudas lanzadas por los propios creadores de contenido e incluso a los temas sociales que se abordan, como la gordofobia o el individualismo, directamente ligados su uso, la plataforma cada vez tiene más fuerza.
Hay intereses detrás, no cabe duda. Una narcotización generalizada muy ventajosa para los productores del consumismo, que ven con mejores ojos los ceros de sus cuentas corrientes que el bienestar mental de la población. Y si hay alguien crea que esto es una conspiranoia, no hay más que ver cómo llamaban locos a quienes acusaban al Gobierno estadounidense de incitar al consumo de crac en los años ochenta en los barrios negros a fin de avivar su decadencia. Un hecho que, con el tiempo, se ha confirmado. Si un Gobierno fue capaz de hacer algo semejante, ¿imagináis de lo que es capaz una empresa en la guerra híbrida por el poder global?
TikTok, como todo en este tiempo efímero, perecerá. 5, 6, 7 años… es difícil de prever, pero, más pronto que tarde, la gente perderá el interés al nacimiento de otro nuevo caramelo con el que saciar sus ansias de abstracción. Lo que no cambiará será quienes caigan en sus redes hasta la desidia existencial, ni quienes pongan los cuartos para hacer caja. Hasta ese momento, veremos a tiktokers en la radio, la tele y el periódico, deseosos los grupos mediáticos de atraer a sus filas las millonadas de visualizaciones que mueven. Y a quien no le guste, tendrá que coger un libro. Cosa, dicho sea, que no le vendría mal tanto a los que producen su contenido, como a los que la consumen a diario.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.