El primer amor es siempre el más difícil de olvidar. Es el más intenso y puro. No porque el resto no lo sean, sino porque cuando se vive algo por primera vez, no se vuelve a vivir de la misma forma. Un bicho pequeño y estéril a la desaparición anida en nuestra alma al experimentar el origen de las cosas. En la memoria, su supervivencia regurgita un poso de pena, de vacío, al que tiernamente llamamos nostalgia.
La nostalgia está a la última. 45 años después de su muerte, una película sobre Elvis es el éxito del verano compitiendo con la no menos nostálgica secuela de Top Gun. El rey del rock, cual Cid Campeador, supera los 1.000 millones de reproducciones en Spotify, sus vídeos en YouTube acumulan más de 50 millones de visualizaciones y sus distintos perfiles de Instagram suman más de 70 millones de seguidores. Los aparatos culturales reviven el pasado como si las caderas del presente hubiesen perdido sus curvas. O, tal vez, se hayan hecho demasiado pronunciadas. Incómodas. El frenesí de los biopics no acaba con Elvis, Aretha Franklin, Marilyn Monroe, hay hasta uno de los Sex Pistols, nada menos que estrenado en Disney + (¿pero, qué cojones?), aunque, al menos, dirigido por Danny Boyle.
Vuelve la música del pasado como demuestra el furor que Stranger Things, de ambientación nostálgica ochentera, ha desatado por Kate Bush y Metallica; y la supuesta nueva música recupera viejos ritmos: C. Tangana, Fuel Fandango, Califato 3/4 y un largo etcétera. Y, por supuesto, las obras que traen a la cotidianidad urbana la parsimonia suave del campo y la esencialidad desvestida de lo rural. Estos guiños a la tierra y la piedra están encarnados en España, entre otros, por Feria, de Ana Iris Simón, y la más reciente Alcarrás, de Carla, ¡mira tú!, también Simón, que volveré a mencionar más adelante. Todos estos ejemplos dan buena fe de esta ‘modernidad nostálgica’ y se alzan como provocaciones a la manifiesta autoridad del progreso como único sinónimo de lo correcto.
Una de las razones que se barajan es la decepción de los logros en un momento en que, según las ficticias predicciones del pasado, ya deberíamos tener colonias en la Luna, coches voladores, esperanto callejero o sociedades de una indiscreta distopía. Nada de eso. Somos la decepción de la mirada emocional que se vertía sobre este futuro décadas atrás. En el pasado, la inteligencia artificial (IA) nos traería robots conscientes con los que establecer peligrosos debates ontológicos sobre el alma de los seres, o un leitmotiv para que la raza humana, en su conjunto, se uniera al encontrar un enemigo común. Pero, en vez de eso, nos encontramos con una IA que nos permite conocer cómo serían los personajes de El Señor de los Anillos, decepcionando así al personal con que Orlando Bloom es demasiado guapo para ser Legolas, sistemas de predicción de gustos o coches autónomos que, no sólo de volar poco, sino que hasta se dan piñazos mortales en carretera. Una desilusión que cautiva e invoca algo poco común en los modelos de globalización capitalista, una mirada cariñosa al pasado, la desaceleración y las viejas estructuras sociales.
Santiago Alba Rico dio caña a este último tema en un reciente artículo de Público hablando, precisamente, de Alcarrás. Pronto llegaron los halagos y reproches, que para mí están perfectamente equilibrados en la pieza de Víctor Lenore para Vozpópuli. Una de sus claves: la nostalgia se ha politizado. Frente a la muerte de las ideologías, mirar al pasado con una sonrisa, o la mueca ante el váter de un after, ha escalado a las cimas del debate. Y no es de extrañar. Hay quien siente que está viviendo el mejor de los momentos y quien piensa que las cosas se han torcido.
En el caso de los nostálgicos, puede que todo se enraíce en la morriña de un tiempo menos cargado de remordimientos, donde la sencillez de lo complicado se entronaba frente a la actual complicación de lo sencillo. Un contexto de excentricidad presente en el que las grandes empresas como Amazon enarbolan su compromiso con la integración, la diversidad y la justicia social, para luego enterarnos de que reciben multas millonarias regulares por no respetar los derechos de sus trabajadores. Un entorno donde tenemos más géneros y orientaciones sexuales que elementos de la tabla periódica, toreando su condición de minoría con la elevada presencia que tienen en el debate público, mientras los mierdecillas arrogantes del colegio siguen reventando la autoestima de los críos si pesan más de la cuenta, como ha ocurrido siempre.
A esa inexactitud, en la que parece que los mandos de la vida están conducidos por una bandada de gansos borrachos, se puede añadir la perspectiva de los futuros potenciales. Antes, la incertidumbre era pasajera. Ahora, cualquiera diría que los dramas han venido para quedarse. Se instalan en viruelas, mosquitos tigre, guerras, encarecimiento de la vida y escasez de mercancías… Amoldan sus traseros en los cojines de nuestro pesimismo, empujándonos a creer que, fuera de lo individual, lo colectivo está herido y se desangra. Cómo destacaba, hace un par de años, Giorgio Agambe: “No hace falta decir que los gobiernos están preparando un mundo aún más inhumano, aún más injusto; pero, en cualquier caso, de alguna manera se presagiaba que el mundo anterior no podría continuar”. Esa nueva conciencia de la finitud de una civilización que se extingue, conquista los megáfonos de la actualidad y nos retrae a una percepción edulcorada de lo que fue. Un recuerdo manipulado donde el dolor estaba profundamente cargado de esperanza, y el desastre era la maquinación de un brutal romanticismo que encontraba gloria incluso en una sobredosis de barbitúricos y vodka barato.
No parece que exista, eso sí, una resurgir desesperado de alquimias de la nostalgia como las que invocaba Marcel Proust. Para él, refrescarse en el pasado para huir del presente era un error. No se debía huir hacia lo que fue, o pudo ser, sino aprender de ello para lo que es, o lo que será. Pero sólo por falta de corazón y ganas de joder, hay que admitir que se aprende poco y se huye demasiado. Auscultamos algo reconfortante en la visión limitada de lo que se nos enseña, o de lo que sobrevive en la memoria, sin que la verdad fuese tan cojonuda o tan terrible. Y, por mucho que el mismo Agambe dijese: “No esperamos un nuevo dios, ni un nuevo hombre, sino que buscamos aquí y ahora, entre las ruinas que nos rodean, una forma de vida humilde y más sencilla”, diríase que se encuentra mayor refugio en la exaltación como justificación de la posición presente. Maximizar que lo anterior era una maravilla, un capricho que debe revivirse en un perpetuo vintage, resulta tan periférico como decir que era una mierda indigerible, opresiva y cruel… Aunque, hay que admitir, que resulta una vía tentadora. Es un bastón emocional fantástico saberse parte de algo por medio de despreciar a su contrario.
¿Qué se le va a hacer? Unas veces la cosa se ve con buenos ojos y otras parece que todo sigue igual, pero peor. Que la obsolescencia acabará con la injusticia, o dejará cada vez más sangrantes cadáveres inadaptados por el camino. Bien visto, cosas correlativas. Desear la una, es llevar cosida la otra, o eso parece…
Héctor García Barnés publicó este abril Futurofobia, una lúcida fotografía de ese pesimismo tan rentable en el que se recrea, inevitablemente, la nostalgia. Pero también el regocijo que ha visto en la victimización el sendero privilegiado para comercializar ritos vudú y homeopatías mentales que prometen solucionar cualquier problema. Principalmente, los que no existen o se magnifican. Todo ello enriquecido por lo que dice Barnés: “El pesimismo es prestigioso; el optimismo, de pobres”, a lo que yo añadiría ‘mentales’. Lo que está claro es que hay un pesimismo nostálgico, pero también hay un optimismo nostálgico. Una rara avis que todavía confía en rescatar en el presente las mieles del ayer para endulzar la leche agría del ahora. El dulzor de un placer que aún no estaba infectado en su decrepitud por el exceso, y se resistía a hacerse parte tan fácilmente de la hipocresía y la contradicción.
“Ay, pena, penita pena”, que rezaba con voz de diosa herida Lola Flores. El pesar hace suyo el hoy, convirtiéndose en un regalo a la melancolía. Esa, que para Baudelaire era el más puro y bello de los sentimientos. La nostalgia es el ejercicio de ese estado de ánimo. Una experiencia legítima que puede convertir el látigo en rosa, el tedio en emoción y que, frente al advenimiento de la desilusión que ya asoma, formará cada vez más parte de la cotidianidad. Sólo cabe estar atentos, con los nervios templados, a si una optimista nostalgia se hace cada vez más palpable, o si el pesimismo de lo que fue acaba con el sabroso bocado de los recuerdos.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.