La psicóloga Averil Leimon en un artículo para The Telegraph, aseguró que comunicarse a través de frases famosas del cine era una forma inteligente y hábil de crear vínculos sin exponer tu intimidad. Supongo que lo más fácil es imaginar a alguien despidiéndose de sus amigos con “qué la fuerza te acompañe”, o quizás aclarándole a un recién conocido en un garito a las 4 de la madrugada que “este es el inicio de una bonita amistad”. También podría encomendarse a los caprichos del azar, aceptando que “la vida es como una caja de bombones” o alzar los puños con mirada desafiante diciendo: “Vamos, alégrame el día…”.
Por suerte o por desgracia, “los tiempos cambian”, como se oía decir en El Padrino 2, y la biblioteca peliculera ha dado paso a otra estantería de consulta. Una que fluye, se asienta y hunde sus raíces sobre todo en la chanza, y que poco tiene que ver con grandes guiones o frases tatuadas en el corazón de una historia épica. Me refiero a gente que en un control de alcoholemia, antes de soplar, soltará: “¡Pim pam, toma Lacasitos!” o que al entrar en una sala repleta de gente bien-comida, de tripa satisfecha, no se privará de decir: “panza, panza, panza, mileurista, mileurista, mileurista… es como, fuck, yo no puedo durar mucho aquí”.
Porque si el cine se inmiscuyó en nuestras casas con la televisión, y se ha convertido en un infinito buffet libre de carne recalentada o caviar gracias a las plataformas, internet y sus curiosos protagonistas han logrado filtrarse en el vacío de nuestros átomos hasta convertirnos en cómplices de su inmortalidad. O, como mínimo, de esa infección efímera que afecta a los seres digitales.
Lejos de mí ponerme generalista. Claro que cada país, cada idioma, tiene sus idiosincrasias. Deduzco que un tiktoker de Alabama infundirá mayor influencia en la cultura gringa que una señora Sevillana, llamada María Luisa, berreando cual melonero “¡Sa caído la parmera! ¡Sá caído la parmera, señores!”. Una cita que se ha apropiado de cualquier traspiés a una gota del desastre.
Hace dos días, al otro lado de mi calle, un maromo ebrio, casi en modo stand by de la vida, sobrevolando la realidad, se tambaleaba como si la tierra sufriera un terremoto de magnitud volcánica. El barrio entero se enteró de sus infortunios, porque sus malabarismos tuvieron de fondo a un joven comentarista en un balcón que repetía el esquema de la “parmera”. Cuando el pimplado calló al suelo como un roble apolillado, un “¡Sá caído la parmera, señores!” se apropió del bulevar. Las risas no jugaron al unísono. Algunos estaban en la onda del lenguaje y otros eran analfabetos de la neo-cultura viral.
Algo destacable, sin embargo, fue que aunque no se trató de una carcajada sin discrepancias, si hubo chanceros que, podría asegurar, son de los que cuando les hablas de Twitter o TikTok te dicen “vaya nombres más raros les ponéis últimamente a las mascotas…”. Y, aun así, habían sido instruidos en la cultura viral. Todo porque esta neo-cultura se filtra a la televisión; ese Gran Hermano canoso que por mucho que le digan trasnochado (su caída ha sido meteórica desde hace 10 años) todavía embruja al 79% de la población española una vez al día. Un claro ejemplo, el video de la “parmera”. Aun naciendo de la matriz digital, el reportaje doméstico acabó siendo cabecera de los más diversos noticieros, en cadenas públicas y privadas.
Hasta ahora, la cultura viral había ido en una dirección opuesta. Muchas veces el video provenía de algún programa de televisión, y luego extendía sus ventosas de cefalópodo digital en los mares de internet. Hitos que se han hecho parte del imaginario. Porque, aun sin haber visto el programa en directo, si alguien se tropieza pillando un esférico, gritas: “¡Sa matao, Paco!”, y si se alguien se ríe, el perjudicado responde: “no te rías, ¡que te meto con el mechero!”. De haber algún cercano que esté un poco pirado, que sea un locoparroquiano de los malos hábitos, aun le dice que es seguidor de Ramón el Vanidoso, para quien la droga era: “la verdadera salud”. Y si algún primito tuyo fuma, es sólo: “pá hacerse el chulo”.
Ahora, de topar con alguien ido de madre total; encallado en un completo delirio etílico, creo que todavía se puede hablar de un guardián de las estrellas. Un raza en si misma, inspirada en un hombre de Palma de Mallorcaque predicó un mensaje de navidad para un televisión hace una década, en el que nos aclaró que: “No hay vida más que en este puto planeta. La única vida que existe es en las estrellas. Son mis hermanas. He convocado a nada más que dos estrellas, y todos los ovnis de esas dos estrellas están detrás de la luna esperando mi orden para destruir la tierra. La biblia me la paso por los cojones. Al Papa me lo paso por los cojones. Y al rey de España no, porque es mi padre”. Una felicitación del solsticio de invierno que quedará para los restos…
Y aunque todavía haya contenido que nos atropella en las distintas redes extraído de los grandes medios televisivos, redefiniendo nuestra referencias, como dar un guantazo a lo Will Smith o preguntar a quién te enfoque raro: “¿Qué mirás bobo?”, en plan Leo Messi, la viralidad se está emancipando para nacer y morir en la red. La cara quinqui de Rosalía con Bizcochito, el mamarracho del primo pijo de España anunciando que han pillado a Lolalolita fumando, la pareja de venezolanas (otra vez pijas, curioso) rajando de cómo en España tenemos una actitud muy relajada con la poca higiene y el mal olor… Todo productos virales que fueron hechos para la red y en la red han conquistado su fama. La lista es infinita y engorda cada día.
Lo inmutable es la esencia de la neo-cultura viral. Un lenguaje popular bisoño vinculado a estos llamativos tentempiés audiovisuales, habitualmente diseñados para provocar risa. Y, como con toda cultura, de ella nace una nueva forma de clasismo. Pues al igual que en un círculo de literatos asumir tu desconocimiento de Proust es como decir en una cocina profesional que no sabes cortar en juliana, hay ciertos ambientes donde uno no debe cometer el sacrilegio de no entender a alguien que inicie un saludo, por las buenas, con: “Lo primero de todo, ¿cómo están los máquinas?”. Porque no entender eso es no estar en la onda, participar de una risa forzada, no ser, en definitiva, parte del mundo contemporáneo. El mismísimo alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, parafraseaba a David Bisbal cuando el que tenía a su derecha aún se le estaba poniendo «cara de presidente del gobierno».
Por el momento, la neo-cultura viral no alcanza una condición imprescindible. Ni tan siquiera elogiable. Me cuesta imaginar a alguien citando las marcianadas de internet con la misma envergadura intelectual con que se cita a los autores clásicos. Pero, tiempo al tiempo… Al fin y al cabo, si hacemos tan parte de nuestra vida estas referencias, ¿cuánto tardarán en ser parte de la cultura general? ¿Cuánto falta -quizás ya sea un hecho- para que las tesis de Leimon sobre crear vínculos sin exponer tu intimidad no vayan sólo de la mano de los hitos del cine o la literatura, sino que se arraiguen en la viralidad audiovisual? Sea como fuere, hoy en día uno ya puede hacerse parte de un grupo de desconocidos, y ganarse su confianza, pilotando las referencias de la neo-cultura viral de internet. Así que, de haber quien aspire a una socialización dilatada y ágil, tiene trae por delante. Eso, o buscar compañías menos dependientes de las tonterías de internet. Aunque esa tarea sea, de un tiempo a esta parte, cada vez más imposible.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.