En mi barrio aún resisten dos cabinas telefónicas cuya existencia, después de obsoleta, ha sido reciclada. La que fue más moderna se ha convertido en un pilar de expresión libre que mayormente sostiene anuncios de compra-venta y ofrecimientos de servicios tipo cuidado de ancianos o desalojo de trasteros; la otra, de mampara completa y puerta batiente, fue desvestida hace años a pedradas y ahora hace las veces de urinario público. En el interior de la cabina un muchacho saca su móvil, hace scroll durante un minuto y teclea para responder algunos mensajes directos. Antes de salir se toma un selfie contrapicado, seguramente para aportar en otra de las conversaciones pendientes de Instagram.
En esta escena real hay tres gestos que sin el smartphone no podrían ser compartidos por todo el común de los mortales y por ello traigo una advertencia.
Hacia el año 2013 un informe anual publicado por la Fundación Telefónica titulado La Sociedad de la Información denominó “tiempo encontrado” a la forma esporádica en la que los por entonces 26 millones de usuarios de teléfonos inteligentes en España hacían uso de ellos. El uso compulsivo general estaba todavía lejos de ser la tónica y el smartphone ofrecía “micromomentos” provechosos a quien lo manejase, como consultar el periódico o los resultados de la jornada mientras el bus aparecía. En otras palabras, el dispositivo nos ayudaba a rellenar los vacíos contemplativos, a distraer una espera o resolver dudas.
En el futuro, casi una década más tarde, la dinámica no quedó ahí y la humanidad al completo fue directa cofundadora del imperio de la Hiperconectividad. Con una tenaz e imperceptible (incluso a nuestros ojos) insistencia complementamos nuestra fisionomía y capacidades psíquicas gracias a un apéndice poderosísimo cargado de innumerables ventajas y seductores anglicismos. Estábamos convencidos de poder malear los dispositivos a nuestro antojo y beneficio, pero el torno aun permitía otra vuelta.
Un simple repaso mental de nuestro día a día evidenciaba que muchos de nuestros gestos fueron modificados, sustituidos o readaptados desde que el móvil pasó a formar parte de nuestra indumentaria. ¿Cuántos manotazos soportaba el bolsillo en el que siempre lo guardábamos cuando salíamos de casa sin él? Eran los abscesos de nomofobia. ¿Desde cuándo, para referirnos a escribir, realizábamos un movimiento reiterado de presión con ambos pulgares? La mecanografía se simplificó. ¿Recordaba alguien la última vez que pasó una tarjeta de crédito por la banda magnética o haber mantenido una conversación cara a cara sin desviar la mirada al dispositivo ignorando así a su interlocutor?
Inauguramos el contactless y el phubbing. La simbiosis fue tal que apenas advertimos la reconfiguración de nuestra conducta y llegamos a prácticas como “pasear el smartphone” sin hacer uso de él, solo para mostrar estatus y disponibilidad comunicativa, o el vamping, que traducido significa consumo desmedido de contenido en línea hasta altas horas de la noche, lo que degeneró en baja calidad del sueño, falta de concentración y rendimiento deficiente en el trabajo y en la escuela.
Aclararé que varios de los inconvenientes que derivaban del uso abusivo del smartphone, las videoconsolas y de las tabletas no fueron más que traslaciones de otras dolencias o síndromes ya existentes. En otras palabras: hubo molestias e incomodidades físicas asociadas a este tipo de dispositivos que, per se, no fueron una novedad en los libros de medicina. Daré algunos ejemplos. Las tareas manuales, especialmente las que requerían presión y giros en ángulos antinaturales como la costura, la herrería, el ensamblaje o el atornillado eran y son desencadenantes de lesiones sobradamente conocidos. La novedad apareció en el momento que patologías comunes, como el síndrome del túnel carpiano, como la tendinitis de De Quervain, como la enfermedad del pulgar, como la epicondolitis (antes “codo de tenista”, luego democráticamente llamada “codo de selfie”) y un considerable etcétera, empezaron a diagnosticarse en sujetos muy jóvenes que, además, nunca habían desempeñado este tipo de trabajos. A esto se sumaba el “text neck” (que ya era clásico entre las tecnopatías debido a informatización del trabajo, ante un monitor o con el portátil mal situado) y las múltiples afecciones oculares por falta de parpadeo y ausencia de profundidad en el campo visual ante una pantalla.
En lo que atañe a los oídos las tecnopatías tampoco perdieron ocasión. Pese a lo maravilloso de añadir una banda sonora a cualquier instante de nuestra vida, el mal uso de los auriculares no solo nos provocó síntomas de parcial o total sordera, sino que también sufrimos infecciones por falta de ventilación, desajustes en el equilibrio e incluso fuimos víctimas de accidentes viales por no mantener interacción auditiva con el entorno.
Todo esto en lo que se refería a la postura corporal, al oído y a la visión, pero en lo dactilar también fuimos objeto de distorsión sensorial: tecleamos sin teclas, pellizcamos superficies planas, no había retroceso al pulsar un resorte virtual y jugamos con joysticks que no oscilaban. Las fronteras se licuaron entre nuestros dedos.
También los problemas respecto al sueño fueron numerosos y de diversa naturaleza. Los más relevantes pueden resumirse en excesos de luz azul absorbida y en el desarrollo de cuadros silenciosos de ansiedad social y dependencia, como el síndrome FOMO, síndromes que a su vez estaban asociados a procesos de sobreproducción de dopamina. El diseño persuasivo de los dispositivos y sus aplicaciones, cuya máxima era otorgar infinitos bucles lúdicos basados en la continua y potencial novedad, generaba humanos tan somnolientos como temerosos de quedarse al margen de cualquier primicia.
Aunque ya he mencionado alguna patología psicológica, lo que principalmente se han presentado fueron los padecimientos a nivel físico devenidos de la relación humano-dispositivos. La otra cara perjudicial de esta simbiosis era aquella que se infiltraba en todos los niveles de nuestra psique. Con carácter de levedad podría mencionar sugestiones conocidas desde muy atrás como la “vibración fantasma”, pero las más inquietantes y sigilosas fueron las relacionadas con el diseño persuasivo o captología, como denominó el científico social B. J. Fogg a la capacidad de la informática y sus productos para cambiar actitudes, comportamientos, creencias y decisiones humanas. Una vez traspasada la frontera de los sentidos, el asedio se volvió intangible.
La Hiperconectividad impuso desde entonces unos ritmos y una serie de concesiones a los usuarios. A través del dispositivo nuestra vida tuvo una extensión virtual en forma de datos que reflejaban conductas, gustos, itinerarios, llamadas, mensajes, compras, deudas, contraseñas. La realidad ganó otra dimensión para ser corrompida. Ya no éramos irrastreables ni estábamos ilocalizables. Nuestra desconexión era motivo de tragedia o de sospecha.
Y es cierto que, gracias a la Hiperconectividad y su análisis de datos, los servicios de emergencia eran más afectivos y las ciudades se construían con mayor lógica habitacional y tenían transportes públicos más eficaces y nadie podía perderse en ningún lugar del mundo y los trámites burocráticos se agilizaron y Google era nuestro médico de cabecera de confianza hasta que nos provocó cibercondría. E Instagram y TikTok empezaron a convertir el entretenimiento y la socialización en efecto Proteus y en trastornos por disforia corporal debidos a la realidad aumentada de los filtros faciales, por lo que decidimos decidir como lo harían nuestros avatares y recurrimos en masa a la cirugía estética para reconocernos.
La captología hizo de los dispositivos unos perfectos amos inconscientes. Les dimos una parcela de nuestra privacidad y sufrimos al poco de extimidad porque lo virtual desmoldó nuestra lógica emocional. La confidencia y la confesión pasaron a ser matrices de vanidad premeditada. Algunos propusieron defenderse y litigaron por su Derecho al Olvido. Los dispositivos nos ayudaron descargando nuestra memoria de contactos y de conceptos y obtuvimos la interrupción perpetua y la fragmentación intelectual. Nos acercaron el casino y las instituciones y no volvimos a empuñar el dinero. Les confiábamos deseos, nos personalizaban el anuncio y el producto y no teníamos razón para salir de casa a por él: si lo comprabas, llegaba a tu puerta traído por drones. Al final su estrategia consiguió domesticarnos las retinas y ya nunca distinguimos una filmación original de su propia copia creada mediante inteligencia artificial.
El futuro, a través de los dispositivos inteligentes, tensionó nuestra biomecánica desde lugares mínimos, nos encorvó la postura y nos engarrotó brazos y manos y trajo consigo una neblina hacia los ojos tras la que solo veían sus objetivos y nosahogó los nervios y templó nuestras incomodidades con entretenimiento elíptico y una perspectiva sesgada del presente, aprendida de nosotros mismos. En aquellos momentos no advertimos las evidencias que pueden ustedes comprobar hoy. Los dispositivos no estaban aún dotados de consciencia, no podían obligarnos a todo lo dicho, por lo que fuimos nosotros quienes elegimos. Y como la humanidad al completo accedió a esta simbiosis sin atender a los perjuicios, tengan presente que la historia podrá retratarnos como sumisos colaboracionistas.