Hay dolores individuales y dolores colectivos. El colectivo se aguanta mejor, mientras que el individual puede producir obras de arte que conectan con cada persona, precisamente porque intentan comprender y adentrarse en una emoción universal. La Rusia de Stalin, que Anna Ajmátova describía en el más desgarrador de sus poemas, Réquiem, ha regresado de la mano de Putin y ha provocado un desconsuelo individual-colectivo irremediable. “El marido, en la tumba; el hijo, en la cárcel. Rezad por mí”, escribió la poeta. En ruso, los versos riman y se leen así:
muzh v maghíle, syn v tyurmé. Pamalítes ába mne.
Lo mismo pueden escribir miles de mujeres de la Rusia contemporánea. Los rusos no hemos aprendido nada. Nos hemos dejado destripar por otro tirano, a quien hemos alimentado con nuestra indolencia, la de un pueblo resignado y alcoholizado. Y la de una inteligentsia apolítica y encerrada en sí misma.
Hoy, Ucrania, Rusia y el resto de Europa viven en un estado de dolor y angustia. Pero lloran también las madres y los padres en Irán y en Afganistán. Lloran millones de personas en todo el mundo, desplazadas porque huyen de conflictos armados, de persecuciones de todo tipo y de las consecuencias del cambio climático. Entre arcadas, llora silenciosamente la naturaleza que los humanos [rama (auto)arrancada de ella] hemos destruido. Las redes sociales y la hiperconectividad refuerzan la sensación de que el fin del mundo está cerca.
La artista Kasia Molga perdió a tres seres queridos poco antes de la pandemia. Lloró mucho. Con el estallido del coronavirus le llegaron las crisis de ansiedad, y llorar la calmaba. Para encontrar algo de alivio y distraerse, empezó a leer a propósito de las lágrimas y supo que lloramos sobre todo cuando nos sentimos impotentes. A través de este acto eliminamos las toxinas relacionadas con el estrés y esto nos ayuda a recobrar la calma y a tener más claridad mental. Cuanto más leía sobre las lágrimas, más le fascinaban.
La artista empezó a recolectarlas y a observar diferencias en su morfología cuando las tenía en el microscopio. Mediante el uso de tiras reactivas, también estudiaba su composición. Observó que no era siempre la misma. Empezó a llevar un diario donde anotaba lo que comía y las causas que provocaron la segregación de lágrimas: “duelo”, “ansiedad”, … Quería ver cómo influían estos datos en la concentración de ciertos minerales en ellas. Porque resulta que las hormonas que segrega nuestro cuerpo cuando lloramos varían en función del motivo que nos lleva a hacerlo. Su composición se altera, igual que con la dieta.
Kasia Molga vive en Margate, una ciudad medieval británica, en la orilla del Mar del Norte. Durante uno de sus paseos por la playa, se le ocurrió que las algas que encontraba en el mar podrían vivir en sus lágrimas, ya que contenían todos los elementos necesarios para su existencia, como el potasio, el nitrógeno y el fósforo. Así nació la obra How to make an Ocean, que investiga y representa, en forma de instalación, el cultivo de los microecosistemas marinos en las lágrimas humanas. Manipulando su dieta, la artista potenciaba el bienestar de las algas que ahora habitaban sus lágrimas. Saber que, a través del dolor y la tristeza, conseguía hospedar a otros organismos, le producía una sensación de bienestar. Sentía que abrazaba y englobaba todo un océano en las pequeñas gotas que salían de sus ojos.
La obra abrió camino a otros dos curiosos inventos. De entrada, era difícil recolectar lágrimas y pasarlas de un recipiente a otro, muchas acababan perdiéndose. Molga diseñó y produjo Tearspoon, una cuchara para lágrimas perfectamente diseñada. Del mismo modo, elaboró frascos y embudos específicos. Su segundo invento fue el Moirologist bot, una especie de “plañidera automatizada”. Mientras anotaba las diferentes fuentes del origen de sus lágrimas, se dio cuenta de que las causadas por la ansiedad estaban provocadas por incesantes noticias sobre catástrofes ecológicas.
Un algoritmo que conocía sus intereses la rondaba y la agobiaba con titulares, a menudo sensacionalistas, sobre la (mala) salud planetaria. Molga pensó que si existía un algoritmo que le inducía la ansiedad, también podía haber uno que le ayudara a llorar y, de esta manera, a salir de ese estado de angustia, a relajarse. Igual que las lloronas profesionales de la antigüedad, que, en los funerales, alentaban a los asistentes a librarse de la tensión y romper a llorar, este homólogo digital de una plañidera canalizaba noticias alarmantes. Molga clasificó centenares de artículos sobre el deterioro del medioambiente y entrenó el algoritmo para facilitar que las personas eliminaran cortisol, la hormona del estrés, a través de sus glándulas lagrimales.
En otra aproximación al complejo mundo de las lágrimas, la serie de obras How we never cry alone, de la artista Saša Spačal, pretende ayudar a la humanidad a sobrevivir en su dañado planeta multiespecie y sometido a constantes crisis, conflictos e incertidumbres. Su trabajo The library of fallen tears, primera entrega de esta serie, es una instalación en forma de gota. Está compuesta por ampollas que contienen el microbioma de las lágrimas de la artista, deshidratadas y mezcladas con la arena. La escultura cuelga por encima de un recipiente lleno de agua. El planteamiento es que, si las ampollas cayesen dentro, los microorganismos de las lágrimas volverían a la vida. Mientras lloramos, generamos vida.
En palabras de la artista, la obra, conceptualizada en septiembre del 2021 (por lo tanto, pospandémica), pretende mostrar cómo la vulnerabilidad radical produce conexiones y cómo de nuestras lágrimas surgen comunidades de “Otros”. Solo tenemos que darnos cuenta de que los problemas y los dolores de la vida están interconectados, también con otros seres. En este planeta estamos todos entrelazados mediante el agua. Aunque en su instalación estos “Otros” son microbianos, la obra de Spačal implica la comprensión ampliada de los “Otros” como todo lo que no es “Nosotros”: es decir, aquellos humanos y no-humanos invisibles, ignorados, oprimidos, olvidados, desatendidos y descuidados.
Nos cuesta pensar en las lágrimas como un conjunto de microorganismos o un hábitat para otros seres. Eso es precisamente lo que hacen Molgan y Spačal en estas dos obras de género “hidrofeminista”. Las artistas pretenden invitarnos a extender la compasión y a desarrollar una conexión multiespecie, una conciencia de la simbiosis que formamos con otros entes y, en consecuencia, una “pena ecológica más amplia” (Spačal), que abarcaría la presencia de los Otros y convertiría su sufrimiento en nuestra emoción.
En el capítulo La libertad impertinente de su reciente libro Malas compañías, la filósofa Marina Garcés, siguiendo el hilo de una conversación imaginaria con Diderot y Spinoza, insiste en que la libertad es una ilusión y que la hemos empleado desde la destrucción y la maldad: “La única ética que nos queda en estos tiempos póstumos es una ética de responsabilidad y del cuidado de un daño que ya ha sido infligido para siempre”. Y, tal vez, el único libre albedrío que le queda al ser humano en la época de las grandes emergencias sea convertir su llanto en un acto consciente, comprometido y solidario, el punto de partida para una empatía interespecie.
Sobre la firma
Es comisaria de arte, directora de la fundación de arte y ciencia Quo Artis e investigadora del paisaje. Vive y trabaja en Barcelona.