Cuando empezó Internet se daba una actividad conocida como “navegar”. Navegar por internet consistía en pasarse la tarde de una web a otra (entonces había webs con contenidos interesantes), curioseando, cotilleando, aprendiendo de un nuevo mundo que se abría ante nosotros, como un nuevo continente a explorar. Qué raro y excitante era todo.
Estar en internet era una actividad que se hacía de forma delimitada dentro de nuestra vida cotidiana, como leer un libro o ver un partido de fútbol, algo con principio y final. Ahora no, nadie navega la web de aquella manera ociosa y curiosa, más bien se cae en la hipnosis constante de las redes sociales, y nadie le dedica solo un rato por la tarde, sino la mayor parte del tiempo trabajando, haciendo trámites, viendo películas, comprando, vendiendo, o comunicándose con amigos y familiares.
Ahora internet forma parte de todo y todo forma parte de Internet, ahora vivimos en Internet e Internet vive a través de nosotros: si Internet es el hilo, nosotros somos los abalorios que forman el collar. Estamos atravesados y poseídos por internet. Quizás Internet sea el nuevo sujeto de la Historia Universal, y nosotros solo quienes lo hacen posible, las manifestaciones individuales, sin importancia, de una realidad inmanente y superior. Como el Espíritu Santo.
Esto tiene ciertas consecuencias problemáticas. Una de ellas es la llamada “brecha digital”. Hay personas que, por motivos de edad (como recientemente han puesto sobre la mesa colectivos de personas mayores) o condición socioeconómica o educativa, no tienen acceso a la Red. Y como la Red es la vida, tienen muy complicado el vivir plenamente, desde llevar con normalidad los estudios hasta las gestiones bancarias. El mundo virtual y el mundo real cada vez son más la misma cosa, de hecho, lo que ocurre en internet es tan “real” como lo que ocurre fuera, si es que queda algún “afuera”.
Otra problemática notoria sobre la que preferimos no pensar es qué pasaría si la Red se cae. Suele decirse que no se deben poner todos los huevos en el mismo cesto, y la civilización los ha puesto en el cesto de lo online. Quien sí ha pensado sobre ello es la periodista Esther Paniagua, que ha dedicado su ensayo Error 404. ¿Preparados para un mundo sin internet?’(Debate) a reflexionar sobre los peligros de un hipotético, aunque muy posible, fallo general de la Red. Ya se han registrado algunos casos parciales, como en octubre de 2021, cuando Facebook, Instagram y WhatsApp, aplicaciones pertenecientes a la misma empresa, dejaron de funcionar durante varias horas, complicando la vida de miles de millones de personas y generando grandes pérdidas económicas y caídas en la Bolsa. La fortuna personal de Mark Zuckerberg, propietario del conglomerado empresarial, se redujo en 6.000 millones de dólares, según la revista Fortune.
La caída generalizada de la Red, de la que advierte Paniagua, es un nuevo apocalipsis plausible que añadir a la larga lista de amenazas existenciales con las que ya convivimos con cotidianeidad. “Es cuestión de tiempo que la red caiga”, escribe la autora. En un mundo global e hiperconectado, el apagón de la red de redes, por un fallo grave o por un ataque informático lo suficientemente potente, podría generar un caos generalizado. Una hora, un día, una semana sin internet podrían ser catastróficos y probablemente tendríamos la sensación de que todo colapsa, de una vuelta a una era primitiva y pretecnológica. ¿Desabastecimiento? ¿Saqueos? ¿Pánico generalizado? Escenarios, en cualquier caso, de película distópica.
Probablemente sobreviviríamos, pero pagando un precio difícil de calcular. Ese nuevo órgano de nuestro cuerpo, el smartphone, dejaría de funcionar, como a veces dejar de funcionar un riñón, con graves consecuencias. Somos completamente dependientes de la red y, además, la red está cada vez más en manos de un puñado de operadores privados que delimitan, en función de sus intereses, cómo discurre nuestro día a día y las condiciones en que se desarrollará nuestro futuro. Nuestra vida está en esas manos y eso nos hace cada vez más vulnerables. Mientras aumenta la fiebre por conectar y digitalizar todo lo que sea posible, hasta los colchones y los cepillos de dientes, tal vez sería sensato comenzar la senda de una prudente desdigitalización.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.