Una de las mejores maneras de aprender sobre literatura, incluso mejor que leer, es zascandilear por librerías y bibliotecas. Basta con sopesar los volúmenes, leer las solapas, los resúmenes, los currículums de los autores, aprender a diferenciar las editoriales por sus portadas, sus temáticas y colecciones, atar cabos, seguir la línea de puntos, para hacerse una idea del gran mapa de las letras. Un librero con experiencia puede atesorar un vasto conocimiento sobre libros, incluso en el caso de nunca hubiera leído uno (como esos herreros que en casa usan cuchara de palo o esas narcotraficantes que nunca han probado la mercancía). Así que yo, para culturizarme, curioseo mucho por estos lugares. Y me culturizo.
El otro día el azar quiso que cogiera entre mis manos sucesivamente tres novelas que tienen un punto en común. Una era Lugar seguro (Seix Barral), de Isaac Rosa, cuyo protagonista se dedica a vender búnkeres a personas temerosas de una catástrofe mundial. Otra era Cauterio (Anagrama), de Lucía Lijtmaer, que discurre por una Barcelona que es inundada por las aguas. Y la otra era El libro de todos los amores (Seix Barral), de Agustín Fernández Mallo, cuya acción sucede durante un gran apagón. Como se ve, o como se recoge en sus solapas (solo he leído una), las tres novelas tienen como escenario una distopía. Lo que me llamó la atención es que la distopía no es el tema central, las novelas no tratan sobre la catástrofe civilizatoria, sino que suceden dentro de ella. El Fin del Mundo es solo el decorado.
Los productos culturales en general, y la literatura en particular, son una buena forma de captar el espíritu de los tiempos en los que se producen. En este caso, lo que percibo es que los riesgos existenciales, hoy en día numerosos y múltiples, ya nos son tan familiares que convivimos con ellos como si tal cosa. El cambio climático, la amenaza tecnológica, la guerra nuclear, la crisis económica, la escasez de agua, el reto migratorio, son solo un rumor de fondo que solo en algunos momentos puntuales de lucidez nos asusta, pero que enseguida preferimos obviar para continuar la partida a la PlayStation o la tarea laboral.
Que convivamos con ellos con tanta familiaridad puede resultar problemático: lo que deja de ser noticioso o sorprendente, deja de importar, y no se solventa. A los que tratan de evidenciar esta decadencia de la civilización humana muchas veces se les acusa de agoreros o aguafiestas, como a los que predicen burbujas inmobiliarias o debacles financieras y que luego, cuando se producen, se forran dando conferencias y vendiendo libros. Ya lo habían dicho ellos.
Por lo demás, esta familiaridad no es nada extraña. Así vivimos casi todos nuestra relación con la inevitable muerte, que es el riego existencial individual por antonomasia. Un cigarrito más no nos va a matar. Ya haremos deporte la semana que viene. Este dolor en el pecho seguro que se me pasa pronto, prefiero no ir al médico. Van pasando los cumpleaños cada vez a mayor velocidad, pero prefiero no ponerme a contar el tiempo que me queda según el promedio de esperanza de vida. ¿Se puede vivir de otra manera? Hay quien dice que vivir con la conciencia constante de nuestra propia finitud produce una vida de mayor calidad y un final más sereno. Pero qué difícil es vivir así. La sociedad piensa lo mismo.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.