No está claro si Silicon Valley (EEUU) es un lugar físico, una legendaria tierra prometida o una ideología. Uno de los conceptos que asociamos a ese lugar, al sur de la ciudad de San Francisco, donde se asientan las grandes empresas tecnológicas que agarran al globo terráqueo como un pulpo, es el de Revolución. Pero la revolución de Silicon Valley no busca acabar con las monarquías absolutas del Antiguo Régimen ni emancipar a la clase trabajadora, sino generar un impacto sin precedentes en sectores como el de “las partituras, el alquiler de esmóquines, las compras online, la planificación de bodas, las operaciones bancarias, la barberías, las líneas de crédito, el servicio de tintorería o el método del calendario”, todo muy mundano, todo muy microhistórico, como explica con sorna Anna Wiener en Valle inquietante (Libros del Asteroide). Sin embargo, con su infiltración irreversible en las vidas cotidianas de toda la ciudadanía, en todos esos mínimos gestos y detalles del día a día, también está cambiando el mundo. Es prácticamente imposible vivir sin todas esas pequeñas cosas que nos proveen desde El Dorado tecnológico.
Es reseñable: el movimiento hacia el futuro que propone Silicon Valley y sus tecnogurús no está dirigido por ninguna idea moral, por ninguna utopía social, sino que más bien trata de dejar libres las fuerzas de la empresa y la tecnología, fuera de todo control, con la esperanza de que nos lleven a un nuevo estadio de la Humanidad, un lugar mejor, al menos para los accionistas de las grandes empresas del ramo. Es una forma de determinismo tecnológico, es decir, la creencia de que el desarrollo de la tecnología es el motor del progreso y que, además, no hay forma de evitar ese desarrollo, como si fuera un Destino inapelable. La tecnología es ya la que marca nuestro camino, y nosotros, pobres humanos a base de carbono, solo podemos sentarnos a esperar a que llegue el lugar al que la tecnología nos lleva. Es más, quizás algún día la tecnología nos deje en la cuneta y nos supere en forma de una posthumanidad cíborg o de una todopoderosa inteligencia artificial.
Es un producto que se vende bien al exterior: cada país, cada región, quiere tener su Silicon Valley, igual que cada ciudad quiere tener su SoHo. El pensador francés Eric Sadin ha llamado a Silicon Valley “la cura de rejuvenecimiento del capitalismo” (véase La silicolonización del mundo, publicado por Caja Negra, donde explica, entre otras cosas, cómo la tecnología se ha sometido con exclusividad a lo económico). Lo que en aquella esquina del mundo se promulga también ha recibido el nombre de Ideología Californiana (término acuñado por Richard Barbrook y Andy Cameron), una mezcla de contracultura y capitalismo que se ve encarnada en algunos de los protagonistas, como Steve Jobs y su raigambre y ramalazo hippie. Los sociólogos Boltanski y Chiapello han descrito en El nuevo espíritu del capitalismo (Akal) cómo los valores de la década de 1960, de las revueltas de 1968, se han integrado en el sistema: hoy la creatividad, el individualismo, la rebeldía, que se lanzaron a la conciencia planetaria en aquella época, se utilizan para hacer anuncios de coches y son valores fundamentales en la cultura de Silicon Valley.
La cosa ha derivado en un paraíso de tecnoutopismo (la creencia de que todos los problemas del mundo se resolverán tecnológicamente y que la tecnología cambiará para siempre la naturaleza del ser humano) y de política libertaria (o libertariana), no en el sentido de los anarquistas como Buenaventura Durruti, sino en el del anarcocapitalismo que quiere, básicamente, deshacerse del Estado para no pagar impuestos. Curiosamente, aunque Silicon Valley esté unido en el imaginario popular a la iniciativa privada y al emprendimiento, su existencia está fuertemente imbricada a la financiación pública, como ha señalado la economista Mariana Mazzucato. “El Estado ha intervenido en prácticamente todos los aspectos relacionados con Silicon Valley”, ha explicado alguna vez.
Uno de los fenómenos más característicos del valle, y que describe y metaforiza la totalidad del capitalismo contemporáneo, es su enorme capacidad para atraer riqueza unida a su enorme incapacidad para redistribuirla. En Silicon Valley y la cercana San Francisco los precios de la vida son altísimos, fruto de violentos procesos de gentrificación, particularmente el de la vivienda, de modo que se ensaya allí una sociedad a dos velocidades que probablemente se acabará instaurando en muchos otros lugares (ya se empieza a ver en el centro de las grandes ciudades españolas). Al tiempo que crecen las enormes fortunas que emergen del bit y del chip, crece también una gran masa de personas sin hogar y sin futuro, desechos del sistema, población superflua, que forman verdaderos campamentos apocalípticos por las calles, como si volviese la caza-recolección. A nadie parece importarle allí donde el último objetivo es la competición y una improbable llegada del éxito. Tengo que ir algún día, aunque ya lo he explorado en el videojuego Watch Dogs.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.