La fiesta del Primero de Mayo hace tiempo que está de capa caída. En los últimos años hemos presenciado avances heroicos y prodigiosos en muchas cuestiones sociales, como el feminismo o lo LGTB, y no tantos avances, aunque sí creciente preocupación, por otro tema fundamental, quizás el más importante en cuanto compromete la supervivencia de la especie: el medioambiental. Entretanto, la cuestión del trabajo, que no progresa adecuadamente, que produce desigualdad, precariedad y malestar social, parece no tener tanto glamur. Y eso que afecta a toda la sociedad.
Se me ocurre que es porque al dogma económico dominante le resulta más fácil integrar las demandas de igualdad de género, de respeto por las minorías o las orientaciones sexuales, incluso las medioambientales (muchas veces mediante la filfa del greenwashing), que las reivindicaciones del trabajo: la mejora de las condiciones laborales toca directamente la cartera, el corazón mismo del sistema económico: las empresas asumen con mejor ánimo, incluso con entusiasmo en algunos casos, el discurso feminista o ecologista, la sostenibilidad medioambiental, que la seguridad laboral o el aumento de los salarios.
Desde dentro y desde fuera de la izquierda se ha intentado, incluso, provocar un falso dilema entre el trabajo y las demás luchas sociales, como si fueran excluyentes, como si preocupándonos por las identidades o las minorías, por lo identitario, no pudiéramos preocuparnos por lo material. Eso no puede llevar a nada bueno. En mi opinión no debería trazarse una línea roja entre estas problemáticas: no solo no son excluyentes, sino que deberían abordarse de manera transversal y simultánea. Me recuerda a esa falsa y absurda exclusión que también se da entre las Ciencias y las Humanidades.
El sindicalismo tiene problemas propios y ajenos. Por un lado, desde el comienzo del ciclo neoliberal, desde Thatcher y Reagan, se pone en cuestión no solo a los sindicatos sino a la propia idea de sindicalismo como herramienta de organización de los trabajadores y de progreso social. Se ha difundido hasta la saciedad la idea del sindicato como una rémora a la “modernización” y se ha pintado a los sindicalistas como vagos, corruptos y adictos a las parrilladas. Por otro lado, el propio devenir de la sociedad posfordista, con la atomización del trabajo y el fin de la producción industrial, ha colaborado al fin de la conciencia de clase, a la difuminación de la clase obrera. En veinte años el porcentaje de españoles que se consideran clase trabajadora ha caído del 50 al 16%: tenemos Netflix en la tele y ropa de Primark. Y por último, los propios sindicatos se han mostrado torpes a la hora de abordar estos cambios y también han generado notorios casos de mala praxis y corrupción. El resultado: la afiliación, la simpatía y la confianza en las organizaciones sindicales ha caído notablemente, lo que deja campo libre a la explotación.
Una de las más potentes fuerzas motrices de la sociedad, la tecnología, tiene mucho ver con lo que pasa y pasará en el mundo del trabajo. La promesa tecnológica, al menos desde las miradas más utópicas, de liberar a la humanidad del trabajo y dejárselo a las máquinas, parece cada vez más lejana. Las máquinas se ocuparán, en efecto, de cada vez más tareas, sobre todo de las más repetitivas, las menos relacionadas con la creatividad y otras características netamente humanas. Muchos de los trabajos que conocíamos han desaparecido y muchos de los que conocemos ahora mismo desaparecerán en los próximos años.
Pero eso no quiere decir que gane la ciudadanía, liberada de la maldición divina del curro y dedicada a sus labores, aspiraciones y placeres (tal vez mediante la implantación de una Renta Básica Universal), sino que ganarán las empresas, ahorrando en mano de obra, mientras una parte de la población se convertirá en superflua. El fin del trabajo puede ocasionar un terremoto en nuestra subjetividad, al apartar el trabajo de un papel central en nuestra vida y nuestra identidad. Cuando alguien nos pregunta qué somos, solemos responder con nuestra profesión. ¿Qué responderíamos si no tuviéramos profesión? ¿Qué seríamos?
Hay quien recuerda, con cierta razón, que en otras revoluciones industriales el propio desarrollo tecnológico generó nuevos empleos, pero la potencia de la Inteligencia Artificial y otras tecnologías en desarrollo sugieren que los cambios ahora pueden producirse de una manera más despiadada y radical. Se propone una sociedad postrabajo, pero está por ver si esa sociedad postrabajo supone mayor bienestar o mayor precariedad, desempleo y sufrimiento.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.