El héroe Héctor, hijo de Príamo, hermano de Paris, dejó la batalla y se recogió dentro de los muros de la Troya asediada, donde se reunió con su esposa Andrómaca y su hijo Astianacte.
Andrómaca, desesperada, le rogó que permaneciera en un lugar seguro dentro la muralla, a salvo, defendiendo la ciudad. Pero Héctor se negó: consideraba esa opción indigna de un guerrero: regresaría al campo de batalla. Se quitó el brillante y aparatoso yelmo de bronce con el penacho de crines, que tanto asustaba al niño, y lo depositó en tierra. Cogió a su bebé en brazos. Le besó y le elevó hacia el cielo, le ofreció a los dioses, y, en un gesto inédito, pronunció unas palabras en las que le deseaba que tuviese un porvenir propicio en el que fuera poderoso y honorable. Es lo que le pedía a Zeus.
– Que de él digan: “Es aún mucho más valeroso que su padre”.
Son palabras revolucionarias. Convierten a aquel niño en el hijo del héroe, sobre el que se deposita la esperanza de un tiempo mejor. Ya no hay entre padre e hijo envidias o celos homicidas, como se habían dado anteriormente en la historia. Héctor, guerrero y padre, intuía que iba a morir, y la escena es una forma dramatizada del adiós. Todo el palacio lloraba la muerte de Héctor mientras Héctor aún vivía, en esa conmovedora escena del Canto VI de La Iliada. Luego Aquiles daría muerte al héroe y arrastraría su cadáver, atado a su carro, de forma indigna, por la llanura de Troya.
En esta escena, que el psicoanalista italiano Luigi Zoja describe como el gesto de Héctor en un libro homónimo, el troyano hace algo fuera de lo común en la cultura de la época: ver a su hijo no como un rival en el futuro, sino como alguien a quien desear un buen porvenir. Quitándose el yelmo para no asustar al hijo y elevándolo hacia el cielo, Héctor deja de ser guerrero y se convierte en padre. Ese gesto, el de levantar al hijo hacia el cielo, se identificó culturalmente con la aceptación de la paternidad, y así se reconocía a los hijos en Roma. Porque entonces la paternidad se aceptaba. Si bien la maternidad era un hecho biológico irrefutable; la paternidad era una construcción social y cultural. El padre tenía que decidir ser padre, tenía que saber que lo era, tenía que aceptar el cargo.
A Zoja le preocupa la falta de especificidad de la figura del padre en la actualidad. El devenir histórico le ha retirado de la educación de los hijos, ahora en manos del Estado, de la transmisión de un oficio, ahora ejercido en empresas al mando de otros, incluso de un correlato divino, el Dios Padre en el cielo. El padre ha dejado de ejercer sus funciones psicológicas tradicionales (“enseñar el sentido moral y social, la raíz de lo que es correcto e incorrecto”) y también las materiales, delegadas en la madre o en alguna institución. Muchos de ellos se han centrado en financiar a la familia sin estar en la familia. Se ha dado el paso del cabeza de familia al coparent, es decir, el padre que comparte las tareas de la madre, pero que no parece tener ninguna específica. A pesar de todo, esa corresponsabilidad nunca es demasiado elevada. Antes el padre iniciaba en el caballo o la bicicleta, ahora no es capaz ni de enseñar a jugar a los videojuegos. El mundo moderno ha engullido al padre, señala Zoja.
Cabe, pues, preguntarse qué es ser padre. A pesar de todos los aprendizajes y aventuras en esos dos años acompañando a Candela, yo todavía no lo tengo claro. Zoja, con su visión pesimista y conservadora sobre la deriva de la paternidad, critica la retirada del padre en las sociedades actuales: el padre se retira de las familias y abundan los padres ausentes. La autoridad paterna se ha diluido y democratizado, el autor está especialmente preocupado por algunas consecuencias de esa falta de autoridad: la proliferación de bandas callejeras, los grupos terroristas o el surgimiento de líderes políticos autoritarios.
El gesto de Héctor me lleva a pensar en cómo nos relacionamos los hombres con los valores tradicionalmente asociados a la feminidad. Y con el feminismo. Hay hombres a los que el feminismo no apela en absoluto, algunas veces porque sienten que les ataca y les culpabiliza de grandes opresiones, otras porque amenaza con quitarles sus privilegios en tanto que hombres. Muchos jóvenes caen en las garras de la extrema derecha por no saber gestionar esta situación. Otros hombres, más proclives, prefieren apoyar, pero a una distancia razonable. Es una idea extendida en los ambientes progresistas que las mujeres deben protagonizar el movimiento feminista, y es cierto, pero la idea puede llevar a cierta desconexión condescendiente.
Que el feminismo deba ser protagonizado por las mujeres no quiere decir que no apele en absoluto a los hombres. De hecho, los hombres somos el principal apoyo del patriarcado, de modo que estamos en el corazón de las reivindicaciones que plantea el feminismo: de un modo u otro tenemos que participar en el cambio. La teórica bell hooks tituló uno de sus libros El feminismo es para todo el mundo: sostiene que esas ideas deben extenderse no solo a mujeres de cualquier clase o etnia (había detectado el predominio de mujeres blancas de clase media), sino también a personas de cualquier género.
Ideas semejantes sostienen los expertos en nuevas masculinidades, como Ritxar Bacete. Las nuevas masculinidades, que podrían conceptualizarse, grosso modo, como unas masculinidades de corte feminista, consideran que los señores también podemos compartir los valores tradicionalmente asociados a lo femenino, remar a favor la igualdad de género y ocuparnos de las tareas de cuidado.
Las nuevas masculinidades también afectan de manera radical a la paternidad. Se habla de las nuevas paternidades, aquellas en las que el padre se quita efectivamente el yelmo de bronce de Héctor, conecta emocionalmente con sus hijos y se ocupa de los cuidados. Esto no resuelve el problema planteado por Zoja sobre la falta de especificidad de lo paterno y sobre el retroceso de la autoridad de la figura del padre, pero aquí eso no parece tener demasiada importancia.
Pienso en hombres profundamente apelados por el feminismo, un feminismo que busque equilibrar los valores tradicionalmente masculinos, que rigen la sociedad capitalista y patriarcal, con los tradicionalmente femeninos, tal vez hasta que esa distinción deje de tener sentido. Esta forma de ver el feminismo puede apelar a todo el mundo, como decía bell hooks.
Una sociedad donde los valores tradicionalmente femeninos sean tan fundamentales como los tradicionalmente masculinos, sería una sociedad más empática con la crianza y cuidadosa de las nuevas generaciones, una sociedad que eliminase muchas de las trabas a las que nos enfrentamos los progenitores, tanto materiales, como sociales o psicológicas. Desde las fuentes y las sombras en la calle hasta la conciliación de la vida familiar con el trabajo, pasando por todas las tribulaciones sobre cuál es nuestro papel como madre y como padre en la crianza y en la sociedad.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.