Fui a El Corte Inglés de Nuevos Ministerios en Madrid, que es la madre de todos los cortesingleses, la nave nodriza desde la que dominan España (y parte de Portugal) y me pasé, aburrido, por la sección de discos. Resulta que todavía hay discos y gente que va a la sección de discos, y no solo señores talluditos arrugando el hocico sobre la letra pequeña de los discos de jazz, sino chavalería que, inexplicablemente, recopila CD de grupos de la década de 1990. Hay de todo en el mundo.
Vi un CD de Rosalía, un Motomami, con la rutilante estrella global en casco y cueros en su portada, y me pareció una incongruencia, casi un poema visual que algún artista había dejado allí, a modo de intervención, como un monumento al absurdo. Un CD de Rosalía, que es el producto cibernético por antonomasia, la mujer que sabe surfear las redes a su antojo y exprimir nuestras expectativas por TikTok como si fuéramos embrujados por su duende electrónico. Es más, mi amigo I., que me acompañaba, me dijo que se lo había comprado, pero es que es un tío muy raro.
Hay gente que todavía compra CD, un artilugio que yo pensaba que ya solo se usaba para espantar a las palomas (del mismo modo que el Laserdisc se usa para espantar al cóndor andino). Hay gente que va a las grandes superficies y rebusca entre los CD y luego paga por ellos, pudiendo escuchar todos los CD del mundo en Spotify u otras plataformas similares por menos de 10 euros al mes. Están comprando, además, un formato que ni siquiera tiene el poder de distinción del vinilo, que es grande, vintage y elegante. El CD, en cambio, siempre fue tomado como un mal menor, como una concesión al avance de la fría tecnología por puro pragmatismo, algo que nadie nunca estuvo orgulloso de utilizar.
Me dice un amigo musiquero, que sabe tela de la industria musical, que el juego es que las cosas vayan regresando, y que las compremos muchas veces, de modo que tras la fiebre del vinilo cool, la gente está interesada en menos distinguido CD, que ya había sido reducido a posavasos con ínfulas. “Está creciendo con fuerza”, me dice mi amigo, “el otro día se disculparon al regalarme un vinilo ‘porque el CD estaba agotado’”. En 2021, según estadísticas del periodista Diego A. Manrique en El País, el CD ha crecido en Estados Unidos. No mucho, un 1,1%, pero algo es algo, y puede ser la semilla de una tendencia creciente. Es que llevaba cayendo 20 años.
Recuerdo cuando vi mis primeros CD. Creo que fue en una visita a mi familia estadounidense, en Tampa, Florida (EEUU), en 1992. En España todavía no abundaban, solo los vinilos y casetes, porque antes las cosas tardaban en popularizarse en España como si viniesen cruzando el Atlántico en un galeón del siglo XVI. Recuerdo las grandes superficies comerciales con moqueta, que tampoco abundaban aquí, en las que se amononaban cientos de CD, que venían en unas cajas de cartón alargadas que dificultaban su hurto. Recuerdo a mi tío Togo, residente en Tampa, Florida, mostrándome su colección de CD de música clásica y la calidad del sonido, y recuerdo cómo yo escuchaba aquello y asentía, simulando que apreciaba aquella calidad, aunque en realidad me sonaba igual que lo demás.
Los CD llegaron a España y en mi juventud madrileña me dedicaba ansiarlos, y a veces a sustraerlos de grandes superficies, como dicen que hacen los artistas. Leía las revistas e imaginaba la música según la describían los periodistas, y casi era mejor en mi cabeza que como acababa siendo en la realidad. Tal vez por eso el periodismo musical está en crisis: porque, dada la inmediatez a la hora de acceder a la música, ya no da tiempo de imaginarla y desearla, que era lo que se conseguía con la lectura de las revistas y los fanzines. Comprabas un disco y, aunque no te gustase, lo escuchabas hasta la saciedad, por aquello de amortizar la inversión. Acariciabas la portada, pasabas horas inmerso en las letras que acompañaban en el libreto. El disfrute de la música sucedía en varias etapas, desde la aparición del interés hasta la quemazón del disco, pasando por el proceso de exploración y compra en las tiendas.
Luego vino Spotify, que tiene tantos supuestos beneficios para los oyentes y tan pocos para los artistas (es básicamente un negociete entre la plataforma y las discográficas, de cuyas migajas se nutre el que hace la música), y me quitó las ganas de escuchar música, porque ya no tenía ningún mérito conseguirla, porque se había borrado el espacio del deseo. Cada vez que ponía una canción tenía la sensación de que me estaba perdiendo otra. Resulta que el gusto por la música tenía mucho de extramusical, tenía mucho que ver con lo físico y, como todo, con los flujos de deseo. Spotify me quitó el amor por la música, de igual manera que Netflix me quitó la afición por el audiovisual. Gracias, siglo XXI, ahora tengo más tiempo para mirar las redes.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.