Hace un tiempo, durante un periodo glacial de mi vida, empecé a dejar de tener fantasías sexuales para tener extrañas fantasías de confort. Es decir, dejé de fantasear con que una persona de uniforme me hiciera proposiciones indecentes en un momento random de la vida cotidiana para pasar a fantasear con bibliotecas vetustas y mullidos sillones de oreja, con vetustos lobbys de Paradores Nacionales en capitales de provincia, con cortinones y dorados, con moquetas y jacuzzis, sobre todo con cabañas en la montaña donde yo comparecía en ropa interior sobre una alfombra de tigre delante de una crepitante chimenea. Afuera siempre nevaba, pero mi vida iba bien.
Como siempre trato, con desigual fortuna, de cumplir mis fantasías, di con una aplicación tecnológica que podía elevar instantáneamente y sin coste alguno mi grado de confort: la chimenea virtual que puedes poner en la tele si tienes Netflix. De pronto, en los peores días del invierno podía contar con un fuego amigo que admirar en la penumbra de mi salón, en el centro de Madrid, como si estuviera en aquella imaginada cabaña alpina. Como soy miope, me quitaba las gafas para que la experiencia fuera más realista. Prefería, eso sí, no quedarme en paños menores, que la calefacción está muy cara y la chimenea de Netflix calienta el alma, pero no el cuerpo.
La hoguera de la tele, que se llama Chimenea en tu hogar, y que tiene una secuela con el subtítulo Los chisporroteos de la madera del abedul (suena verdaderamente increíble), es un perfecto simulacro posmoderno de una chimenea, muy procedente en estos tiempos en los que todo es falso, y en los que lo falso tiene muchas veces más verdad que lo verdadero. En la nueva caverna de Platón seguro que se crean las sombras del mundo real con una chimenea por suscripción mensual. HBO ha seguido el juego y ha lanzado chimeneas temáticas: Tu chimenea en Hogwarts, para los fans de Harry Potter, o Tu chimenea en Poniente, para los de Juego de tronos.
En la nueva caverna de Platón seguro que se crean las sombras del mundo real con una chimenea por suscripción mensual.
La genial idea (sencilla como todas las ideas geniales) la tuvo el cineasta aficionado George Ford, residente en el estado de Washington (Estados Unidos), un visionario que se dedicaba a hacer videos sobre entrenamiento de mascotas (por ejemplo, cómo enseñar a hablar a los loros), hasta que las chimeneas se cruzaron en su camino. Ahora se considera a sí mismo “el Fellini del fuego, el Coppola de la combustión, el Orson Welles de la madera”, como se describe con sorna en su perfil de Twitter. Para lograr su gran obra tuvo que investigar hondamente cómo conseguir el fuego perfecto: según Ford tiene que ser brillante y alegre, tener crujido, emitir poco humo, “simplemente tiene que ser perfecto”, como declaró al canal californiano CBC.
Gracias a este señor, el rostro más humano del capitalismo de plataformas, no es que podamos imaginar que somos clase media aspiracional, es que podemos imaginar que somos clase media alta, o incluso alta a secas, porque si bien la chimenea viene acompañando desde tiempos inmemoriales a las clases populares, que se arremolinaban alrededor para calentar sus tristes manos trabajadoras, ahora se ha gentrificado y quien tiene una, tiene un tesoro.
El otro día el compañero y tocayo Sergio del Molino escribía en El País una dura afrenta contra los fans de la hoguera audiovisual: “No se me ocurre situación más escalofriante que ser invitado a una casa y que el anfitrión te reciba con la chimenea de Netflix en la tele. Si te anima a calentarte las manos en la pantalla, empieza a marcar el 112 en el móvil y no pierdas de vista la salida, por si has de salir corriendo”. Ya le dije que pensaba responder a esta acusación perversa y tratar de elevar este debate sobre la conveniencia de la hoguera fake al mismo nivel que otros debates de interés nacional, como el de la cebolla en la tortilla (yo soy sincebollista radical, por cierto).
No estamos locos, sabemos lo que queremos: una vida más confortable, aunque tan solo sea a través de un triste simulacro en esa pantalla que ocupa el lugar que debería ocupa la chimenea. ¿Acaso no funciona la vida siempre así, y sueña el rey que es rey, y sueña el rico su riqueza, y sueño yo que el fuego es fuego cuando solamente es píxel?
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.