Cuando fui padre, hace unos meses, la especie humana me reveló toda la animalidad que en lo cotidiano trata de ocultar. Normalmente vivo en modo ciborg, rodeado de gagdets tecnológicos, conectado a la Red sin descanso, en una ciudad fabricada de hormigón, acero y cristal, surcada incesantemente por automóviles y sobrevolada por aviones a reacción. Los ritmos y ceremonias de la naturaleza quedan muy lejos: para los urbanitas una vaca es una cosa rojiza que se vende troceada en bandejas de poliestierno expandido y las estaciones las vemos pasar en el árbol solitario frente al balcón y en la escasa superficie de cielo que llegamos a atisbar entre los edificios. A veces, cuando veo a esos animales que viven vidas horrendas, inmovilizados entre los hierros de las macrogranjas, pienso que esa imagen es una buena metáfora de la Humanidad aprisionada por sus creaciones tecnológicas.
Pero hete aquí que uno es padre, y presencia como un nuevo ser vivo crece dentro del vientre de su pareja y no en una cadena de montaje o dentro de una impresora 3D. Y llega un momento en que ese ser sale de ese cuerpo en un proceso ruidoso y lleno de fluidos, porque no basta con abrir un blíster. Y se empieza a alimentar esa nueva criatura, no de alimentos procesados con una puntuación D de NutriScore, sino de la leche de su madre. Y uno observa la escena alucinado y se da cuenta de que, por mucho que se vista en Inditex, su pareja es un animal (mamífero, concretamente), al igual que su hija. Y, siguiendo el razonamiento impepinable, al igual que uno mismo. Resulta que somos más parecidos al ganado porcino que a un iPhone 13.
Cuando yo nací y fui niño, allá por los años 80, dar la teta a los pequeños no era tan habitual, supongo que se veía como una cosa arcaica y aldeana, contraria al progreso. Las mujeres se iban “incorporando al trabajo” (en realidad siempre habían trabajado en los invisibilizados y no remunerados trabajos de reproducción), aparecían leches artificiales y se consideraba el biberón más saludable y seguro que la teta. Pero en los últimos años la lactancia se ha ido normalizando (aunque fuese lo “normal” en la larga historia de la especie), por las ventajas que tiene en cuestiones nutricionales, inmunológicas o por el hermoso vínculo que ayuda a crear entre madre y bebé. Eso sí, dar la teta no es tarea fácil, muchas veces el bebé no consigue acoplarse con éxito, o la madre no produce suficiente leche, o no tiene tiempo o ganas para dar de mamar. Es una tarea bella, pero de gran dureza: requiere ciertas condiciones biológicas además de esfuerzo y dedicación, un tiempo del que no todo el mundo dispone.
Lo que me fascina de asistir a la lactancia de Liliana y Candela es observar ese hecho fundamental de la naturaleza, ese trasvase de la vida que siempre sigue tenaz hacia delante, ese momento que nos retrotrae a nuestra condición animal. Me da la impresión de que el ser humano ha estado siempre huyendo de esa animalidad, negándola, escondiéndola, tratando de superarla, deseando en secreto convertirse en una máquina. No en vano, muchos consideran que el siguiente paso de la evolución abandonará el sustrato biológico, las células y las hebras de ADN, para montarse en el silicio semiconductor: la llegada de la poshumanidad que nos superará para siempre. Hay, incluso, quien busca con tesón animalizar a las máquinas: diseñar el primer artefacto que pueda reproducirse a sí mismo.
No hay tecnología en la lactancia (más allá de ese artilugio llamado sacaleches o alguna app informativa, se recomienda, además, no usar el smartphone mientras se amamanta), la lactancia es irreductible porque es nuclear a la existencia, es simplemente la succión, la blandura, la carne, la leche, nuestra condición más primigenia. Asistiendo asombrado a la lactancia pienso que quizás nos hayamos colocado en un escenario que no es el nuestro.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.