La guerra es una soberana mierda, un método de resolución de conflictos burdo y primitivo, que parece más propio de otras épocas, pero que sigue devastando regiones del mundo, incluso las fronteras de Europa. Contada desde la geopolítica o desde el punto de vista de los líderes, a través de flechas y mapas, un conflicto bélico puede resultar un evento aséptico y cerebral, como una partida al Risk. Gana su carácter demencial cuando es visto a pie de calle y trinchera, allí donde se derrama la sangre y se quiebran los cuerpos, cuando se conocen las historias de esos miles o millones que, como civiles o como soldados, se vieron involucrados en la matanza, en un puesto o en otro, en un bando o en otro, víctimas o verdugos, casi siempre de forma absurda o en defensa de intereses ajenos.
La serie La II Guerra Mundial: desde el frente (Netflix) utiliza imágenes reales y coloreadas, recopiladas en decenas de los archivos más importantes, y editadas para lograr el efecto más dramático y espectacular, para poner el foco en uno de los mayores desastres bélicos de la Historia. No es habitual ver un producto de esta ambición que ponga la guerra tan cerca de la piel y el suelo: aquí no importan tanto las políticas de Hitler, Churchill, Roosevelt o Stalin como la peripecia minúscula de los soldados que se vieron envueltos en la guerra aquí y allá, de los civiles y víctimas que la sufrieron.
Precisamente se le ha criticado a la serie su espectacularidad: hay una extraña belleza, por ejemplo, en las imágenes de la Guerra del Pacífico, entre Japón y Estados Unidos, el azul del cielo y el mar, el gris de los destructores y los portaviones, el contraste con el brillante naranja de las explosiones, que puede conferir a la observación de las batallas hasta un efecto relajante. Otro escenario, más brutal estéticamente, es el dominado por los tonos parduscos y tristes de la guerra en el corazón de Europa o por la aridez de la campaña de Rommel en el norte de África. El color hace que la Segunda Guerra Mundial no parezca un evento en blanco y negro de otro mundo: muchos niños pensábamos que el mundo de ayer era físicamente una escala de grises, que nuestros abuelos guerreaban sin ni siquiera poder ver los colores de las cosas. El color hace estas imágenes más cercanas.
Entre las voces en off se encuentran las de miembros de todos los ejércitos, como ese soldado judío estadounidense que libera un campo de concentración nazi y acaba casándose con una de las liberadas, que halla en condiciones deplorables después de años de sufrimiento. Como esos soldados rusos que entran en Berlín, o los británicos que huyen de la playa de Dunkerque, o el kamikaze japonés que sobrevive a su misión y es capturado. Las víctimas de las hambrunas y los exterminios, o ese joven alemán que sobrevive a los bombardeos de Hamburgo. Podrían ser usted y yo.
Esos bombardeos aliados de 131 ciudades alemanas, como Hamburgo y Dresde, recuerda el célebre libro de W.G. Sebald Sobre la historia natural de la destrucción que narra cómo los civiles de esas ciudades fueron cocidos o carbonizados en sus propias casas y calles, donde se alcanzaron las temperaturas que se dan en la superficie del sol. 600.000 civiles muertos y más de siete millones de hogares destruidos. Los hechos permanecieron envueltos en silencio, no causaron la indignación acorde por ser las víctimas alemanas y consideradas, por tanto, culpables de alguna manera del ascenso de Hitler. ¿Quién puede atribuirse el papel de víctima?
Narra Sebald la alegría con la que los jóvenes tripulantes británicos de los bombardeos se acercaban a la tarea, conectando en directo con la radio, como si fueran a correr una aventura más que a cometer una masacre. En la serie de Netflix uno de ellos, ya anciano, recuerda, esta vez con pesar, cómo le encomendaron la misión de bombardear y aniquilar una zona de refugiados donde había 60.000 civiles. Y tuvo que hacerlo, porque no le quedaba otra opción que la obediencia. La misma banalidad del mal que Hannah Arendt observó en la figura del funcionario de campos de concentración Adolf Eichmann.
También hubo alegría en los tripulantes del Enola Gay, que arrojó la primera bomba atómica sobre Hiroshima, y me recordó a otra alegría bélica: la de los reclutas y voluntarios que montaban en los trenes camino de las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Pensaban que se encaminaban a una hazaña corta y heroica, imbuida del feroz nacionalismo belicista de la época, pero se dirigían al matadero lento y horrendo de las trincheras en el corazón de Europa, donde agonizarían millones de la forma más indigna. Y sin saber muy bien por qué.
En estas dos grandes guerras la tecnología de la muerte llegó a su máximo esplendor: los tanques, los aviones, los submarinos, los portaviones, las horrendas armas químicas como el gas mostaza, la propia bomba atómica o el método científico y racional para exterminar a millones de personas de la manera más eficiente en los campos nazis. El éxito del pensamiento era la debacle de la humanidad. Por eso teóricos como Adorno y Horkheimer consideraron que se había llegado al fracaso de la Ilustración y la modernidad. En efecto, la tripleta razón-progreso-bienestar se había desviado para conducir a la destrucción y al sufrimiento. La ciencia había errado el camino, forzada por la eterna agresividad humana y el afán de dominación. La poesía sería imposible después de Auschwitz.
Ahora las guerras están cerca, en Ucrania o en Gaza donde el Estado que congregó al pueblo que fue exterminado a mitad del XX provoca su propia matanza, en un territorio cercado, bloqueado, devastado, donde no hay ningún respeto por la vida de los civiles y se construye una montaña de miles de niños asesinados mientras otros miles de ciudadanos palestinos agonizan y mueren enterrados vivos bajo los escombros. El mundo, como durante los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, prefiere mirar para otro lado: también antes de aquella guerra se produjeron manifestaciones internacionales e insistentes llamadas al boicot en defensa de los judíos perseguidos por Hitler, como ahora se hace en defensa de los civiles palestinos. No se hizo caso.
Después de las grandes guerras se desarrollaron estrategias para no repetir el horror: la creación de las Naciones Unidas, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, del concepto de genocidio como crimen internacional o de los tribunales internacionales. También de lo que ahora es la Unión Europea. Y hasta del Estado de Israel, que, de forma miope, tratando de restaurar a unas víctimas condenaba a otras. Ahora, las posturas pacifistas vuelven a ser vistas como un ejercicio de ingenuidad ante la terca violencia de los humanos y una realidad geopolítica que se dice inevitable. Las generaciones que sufrieron las guerras del XX han desaparecido y las nuevas generaciones corren el riesgo de olvidar la soberana mierda que es la guerra, por mucho que nos lo hayan repetido. Conviene recordarlo, aunque sea viendo documentales coloreados en Netflix.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.