Me fascina la idea de que seamos solo un eslabón para dar paso a la verdadera protagonista: la tecnología.
El ser humano tiende a la soberbia, a sentirse el rey de la creación, a sentarse cómodamente en la cima del mundo, y no es para menos. Dentro del ámbito del planeta Tierra hemos partido bastante la pana, y, que sepamos, somos la única parte del Universo capaz de observarlo, de hacerse preguntas, de tener conciencia de sí misma. Todo con la inestimable ayuda del cerebro, un órgano grisáceo y blando, de un kilo y medio, que, siendo bastante feo, es el objeto más complejo y fascinante de los que se conocen en el Cosmos (solo rivalizando, tal vez, con el cachopo).
Así que es común que nuestra especie caiga con frecuencia en la desmesura (hybris) que tanto aparece en las tragedias griegas, y que siempre acaba tan mal. Llenamos la atmósfera de CO2, el cielo nocturno de contaminación lumínica, el océano de porquería de plástico, el cuerpo de grasas saturadas que trae un rider y el Twitter de odio putrefacto. Nuestras ideas son buenas, y nuestro talento incontestable, pero siempre la acabamos cagando a base de gula, de avaricia, de ansiedad, de querer ir más allá de lo debido y obtener mucho más de lo posible. Aunque hablemos mucho de sostenibilidad, tendemos naturalmente hacia lo insostenible.
Con la tecnología sucede algo parecido. De ser una forma de buscar soluciones para hacer nuestra vida mejor, ahora más que nunca parece una amenaza en el horizonte. La idea filosófica del Determinismo Tecnológico viene a decir que la tecnología es lo que determina la evolución de la sociedad y que, además, su desarrollo es ya autónomo y no controlado por los humanos, que vamos rebufo, jadeando, tratando de alcanzarla y mantener un mínimo de compostura. Ante la tecnología, otrora fiel compañera, ahora nos cuadramos y metemos tripa.
Los más agoreros anuncian la llegada de una Singularidad Tecnológica, en torno a mediados de este siglo, cuando la Inteligencia Artificial supere a la humana y se genere una poshumanidad que todavía no sabemos cómo será, o si será hostil a los humanos de toda la vida. Me fascina e inquieta la idea de que la orgullosa especie humana no sea el fin de la evolución del Universo, su punto culmen, como muchas veces pensamos (incluso involuntariamente) y en realidad solo seamos un paso intermedio, un eslabón de la cadena, para dar paso a la verdadera protagonista de toda esta historia: la tecnología.
Que todo lo que ha ocurrido desde el Big Bang a esta parte, la formación del Sol y la Vía Láctea, la aparición de la vida en la Tierra, y del pensamiento racional, desde el Neolítico y la Revolución Industrial hasta llegar a Instagram y el Benidorm Fest, que todo eso tuviera solo el sentido de que los humanos creásemos unas máquinas lo suficientemente potentes para superarnos y vivir en un espacio digital ajeno a este vulgar mundo de átomos, una consciencia cósmica y eterna que bla, bla bla. La verdad, menudo chasco.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.