El centro de la ciudad es pura fantasía. Las masas se apelotonan al anochecer de un sábado creando un fluido viscoso que avanza a duras penas por las calles. Un fluido torpe, de carne y hueso, pero sobre todo de deseo, iluminado por los escaparates e hipnotizado por el fetiche de la mercancía. Los estímulos atacan: ofertas irresistibles, carbohidratos ineludibles, peinados imposibles e increíbles promesas de un futuro mejor a cambio de un puñado de euros. Es difícil no ser absorbido por los tentáculos de esta maquinaria sexy, por sus hermosos cantos de sirena, aunque esté a punto de colapsar, aunque se dirija a los abismos.
En la Plaza Mayor de Madrid, un hermoso conjunto arquitectónico levantado en tiempos de Felipe III, los turistas pasean, descansan, miran la vida pasar. Todavía no ha llegado la pandemia de coronavirus, ese ente microscópico que va a poner el mundo macroscópicamente del revés. Un piso en esta zona es prohibitivo, porque la mayoría se dedican al alquiler turístico y no a albergar a los vecinos de esta ciudad que quiere ser global, a duras penas. “Si te cae un piso aquí”, dice un propietario en la prensa, “te forras”. Un café con leche en una de las terrazas que se despliegan sobre el vetusto empedrado puede costar más de tres euros. El Spiderman Gordo, uno de los actores callejeros que aquí trabajan (va vestido como El Hombre Araña, pero luciendo una prominente y cómica barriga), se hace fotos con los visitantes y lucha contra “los malandrines”, como le gusta decir. Es el personaje más famoso de la plaza, incluso más que el olvidado rey en su estatua ecuestre. Cuando oscurece todo se llena de cálidas lucecitas.
En las calles circundantes, para quien quiera fijarse, se escenifica una sociedad a dos velocidades, dos esferas cada vez más separadas y ajenas. Una joven rider cabalga su precaria bicicleta, probablemente cargada de hamburguesas, esquivando coches mientras mira la pantalla luminosa de su smartphone, que dicta dónde se halla su destino. Una mujer sale por la puerta de atrás de un hotel con las lumbares doloridas: ha pasado haciendo camas demasiado tiempo por demasiado poco dinero. Los subsaharianos tienden su material pirata en el suelo y mantienen un ojo puesto en la posible llegada de la policía municipal. Un grupo de señores lleva mucho tiempo sin nada que hacer en la vida, así que se pasa la tarde tomando una lata de cerveza de medio litro. Y luego otra. Y luego otra. Otro señor, más emprendedor, desciende las escaleras del metro esperando hacer algo de negocio vendiendo una caja de chicles y algunas porras de Kojak. Un artista callejero contiene la respiración para parecer una estatua y así generar rentabilidad, otros, disfrazados de Bob Esponja y Hello Kitty, se pelearon hace unos años, probablemente por los clientes, en una alegre muestra de la competitividad contemporánea.
Ajena al lío circundante, una ceremonia silenciosa sucede cada noche. Decenas de personas llegan a los soportales y montan en las esquinas sus precarios dormitorios con tabiques de cartón. Se envuelven en sacos de dormir y mantas envejecidas. Acarrean maletas, mochilas, bolsas de plástico llenas de cosas. Lo hacen lentamente, con parsimonia, meditabundos, algunos fuman y charlan entre ellos. No sé cuánto tiempo lleva esta gente durmiendo aquí, parece que siempre ha habido personas sin hogar en la Plaza Mayor. Que son una pieza más de este decorado que alberga otras ceremonias mucho más importantes, las del espectáculo, las experiencias y la compraventa. Estos que duermen en la calle, estos que viven en una dimensión paralela, estos que hemos conseguido no ver, estos son los pobres. Nadie los mira. Se acuestan muy temprano.
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Disponemos de diferentes mecanismos para ocultar el malestar, de igual manera que convivimos tranquilamente con la amenaza nuclear. Por ejemplo, expulsar a las personas sin hogar de los centros urbanos. Promover acríticamente la cultura del esfuerzo. Normalizar la desigualdad. Abrazar el brillo engañoso de la meritocracia. Dejar emerger la aporofobia más cruel. Ensalzar la competición social salvaje. Romantizar la pobreza. Soportar desahucios invisibles. Inventar términos cool para disfrazar la precariedad. Aplaudir los procesos de gentrificación y turistificación como parte de la modernización de las ciudades. Aceptar la innovación tecnológica como progreso a cualquier precio. Hacernos presos de la segregación urbana. Despreciar los derechos de los trabajadores y a aquellos que los defienden. Practicar la autoexplotación con la esperanza de un futuro mejor. Mirar para otro lado, literalmente, cuando alguien te pide una ayuda por la calle: usted no es como ellos. Una tupida madeja de procesos sociales, culturales, mentales, que funcionan a diferentes niveles, desde la gran política a la vida cotidiana, destinados a dejar de ver las partes más oscuras de un sistema cada vez más injusto.
“Cuando determinados hechos resultan especialmente enojosos, y afectan a la propia seguridad y la autoestima personal, hay quienes no pueden remediar la inclinación a girar la cabeza y mirar para otro lado, incluso hay quienes intentan cerrar las puertas de su entorno, de su casa, como ocurría cuando amenazaban las epidemias medievales y se pensaba que de esta manera se hacían más inmunes a los contagios. Incluso para aquellos que no son expertos y no están acostumbrados a estadísticas e informes, basta con abrir bien los ojos y mirar alrededor para entender lo que está ocurriendo”, escribe el sociólogo José Félix Tezanos en su libro La sociedad dividida.
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La desigualdad y la pobreza están fuertemente enraizadas en los espacios urbanos, en los modos en los que se conforman las ciudades que concentrarán a la mayor parte de la población mundial en los próximos años. Mediante los procesos llamados de segregación urbana, las personas de rentas más altas se concentran en determinados barrios, los barrios ricos, y las personas de rentas más bajas lo hacen en otros: entre ambos lugares hay grandes diferencias de urbanismo, infraestructura, servicios públicos, transportes, espacios verdes y los pobres, claro está, salen peor parados. Tanto es así que se detecta una diferencia en la esperanza de vida de varios años entre las personas que viven en los barrios ricos y las que viven en los barrios pobres.
Curiosamente, los más pobres, los pobres extremos que no tienen ni hogar, pueden acabar recalando en pleno centro de las urbes, esos lugares donde mucha gente quiere vivir, pero no puede pagarlo. Allí es más fácil sobrevivir, hay más tránsito, más vigilancia, más formas de conseguir limosna o comida, todo es accesible andando. El centro de las ciudades no es acogedor para el pobre, pero es más acogedor que otras zonas más alejadas de la ciudad. Ahí, en medio del bullicio, de la economía desbocada contra sus propios límites, podrían ser Diógenes el Cínico, que vivía cubierto de harapos, metido en un barril. Cuando fue a verle Alejandro Magno, con el fin de cumplir los deseos del viejo, le dijo: “Apártate, que me quitas el sol”. Ahora no hay un orgullo semejante al del anciano filósofo.
Quién sabe qué historias rodean a las personas que viven entre cartones, en la Plaza Mayor de Madrid, en uno de los lugares centrales de la capital de España, embarcados en una fiesta que no les admite. Qué herencias, qué inercias, qué genéticas, qué reveses, qué vueltas del destino, qué malas decisiones o qué desgracias azarosas. Un pie sucio asoma por la esquina de una de las cajas. Entre las mantas amarillentas se intuye una cabeza cubierta de pelo grasiento. Los ojos de un hombre tumbado al borde del callejón que da a la calle Mayor miran a los viandantes como si viera el lento suceder de las olas. Los ojos de los viandantes le evitan. “Si los pobres aparecen de algún modo [en la Historia, en la literatura, en el discurso público], suele ser como los personajes de alguna anécdota edificante o de algún episodio trágico, como alguien a quien admirar o por quien sentir pena, pero no como una fuente de conocimiento, no como personas a las que se deba consultar lo que piensan, lo que desean o lo que hacen”, escriben Banerjee y Duflo en Repensar la pobreza. Yo me fui a hablar con los pobres.
“Estábamos en la Plaza Mayor, pero la policía viene y nos echa”, me dice una cabeza que, como Diógenes, asoma de unas cajas de cartón, a las puertas del Teatro Real de Madrid, donde se representan sofisticados espectáculos operísticos y delante de cuya fachada se congregan varias personas sin hogar para montar su precario campamento y pasar la noche. Lo que me cuenta este hombre, de acento centroeuropeo, es que la policía municipal ha expulsado a las personas sin hogar que solían pernoctar en la icónica plaza. En la Plaza Mayor ya no duerme nadie. Algunas asociaciones como Solidarios para el Desarrollo o Acción en Red han denunciado el hostigamiento a estas personas sin hogar por parte de la policía municipal, como si el Ayuntamiento quisiera limpiar algunas zonas del centro de la ciudad de pobreza, barrer bajo la alfombra, hacer como si nada. Eso mismo me dicen las personas que viven a la intemperie en las calles y plazas aledañas. En realidad, no han tenido que irse tan lejos.
Otras informaciones, que me ofrece el propio Ayuntamiento, dicen que han sido trasladados a albergues y otros centros, que todo era por su bien, y por la salud pública. Pero nada está claro, nadie sabe decir qué ha pasado, qué es lo que pasa con las personas que desde siempre duermen en la Plaza Mayor de Madrid. Este proceso es una perfecta muestra de la invisibilización que, en la sociedad, y no solo en esta plaza, se aplica al problema de la pobreza, la precariedad, la desigualdad, en definitiva, el malestar social. Mejor empujar a las personas sin hogar a lugares menos turísticos, a albergues en barrios lejanos, colocar a las prostitutas en otros recintos o periferias, allí donde no molesten ni interrumpan el justo discurrir de las cosas. Qué importa. Al fin y al cabo, son pobres.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.