Hace no tanto Sálvame era considerado telebasura, un programa zafio que alimentaba las bajas pasiones de las clases populares con información trash sobre personajes que eran famosos solo por su fama, sin que tuvieran ningún mérito ni hubieran aportado nada a la sociedad más allá sus chismes. Algo de verdad había. Cotilleo barato para drogar a las masas iletradas a través del baile del chuminero.
En los últimos tiempos, quién lo iba a decir, esa percepción comenzó a cambiar. Las clases populares siguieron siguiéndolo como siempre lo siguieron, pero algo empezaba a pasar por los estratos medios y superiores. De pronto, era moderno ver Sálvame, aunque fuera en clave irónica, igual que lo era ver Supervivientes, First dates o La isla de las tentaciones. Numerosos hipsters (la primera tribu urbana desideologizada y prosistema) comenzaron a comentar este tipo de contenidos en redes sociales, salvándolos, valga la redundancia, del descrédito anterior, convirtiendo cierta alegre frivolidad en un valor en alza.
Después de la pandemia comenzaron los felices años 20: ¿qué era aquello de criticar las cosas en vez de disfrutarlas? Era el momento de morder el anzuelo con gusto; pero con consciencia de ello, eso sí, no como las amas de casa, porque era esa consciencia lo que separaba al nuevo público del pueblo llano.
A esto se vino a sumar la actitud combativa de Jorge Javier Vázquez como adalid de la izquierda rosa, abanderando un programa “de rojos y maricones”, arremetiendo contra la ultraderecha ultramontana y recibiendo las simpatías de Pedro Sánchez. Quién sabe, quizás Sálvame era la inopinada manera de lograr la hegemonía gramsciana y torcer la sociología española hacia la izquierda en tiempos de ola reaccionaria. La izquierda se había olvidado de la gente, porque la gente veía Sálvame y no entendía a Judith Butler.
El cese de Sálvame ha sido visto precisamente como un intento de derechizar la cadena, sobre todo con la sustitución del programa díscolo por Ana Rosa Quintana y sus simpatías derechistas y ultraderechistas. Tener a un líder de opinión pontificando sobre política ante millones de personas durante varias horas al día acaba dejando huella inevitablemente sobre la opinión pública. Ahora Pedro Sánchez anda diciendo eso de los medios, como antes lo dijo Pablo Iglesias, como siempre lo ha dicho Noam Chomsky. Sin embargo, este argumento siempre se mira con recelo.
Hemos asistido también a la muerte del gafapastismo, es decir, a la valoración social de la cultura y la intelectualidad. En la década de los 2000, cuando yo era joven, un sector no desdeñable de la juventud buscaba la distinción bourdieana a través de capital cultural: leyendo a Faulkner o escuchando a esos grupos “que nadie conocía” y que salían en la Rockdelux.
Hoy la propia noción de música indie o alternativa no tiene demasiado sentido y se mezcla con el mainstream en productos como Operación Triunfo, el festival de Eurovisión o las listas de Spotify de cada ciudadano. Los jóvenes no quieren molar viendo a cineastas que empiezan por K, como Kitano, Kaurismaki o Kiarostami. No solo eso: el antintelectualismo es una parte fundamental de la nueva extrema derecha, que desprecia la ciencia, la academia y el conocimiento en general, y valora la tradición, la épica y la emoción.
Desde una perspectiva gafapasta, Sálvame es basura, claro está. Puede que pecáramos de esnobismo, pero luego se cayó en una especie de esnobismo inverso: todo lo que era del gusto de las clases populares era reivindicable, de manera irónica o no irónica, y eso incluía Sálvame, Eurovisión, Camela, lo que fuera. Por supuesto, es una falacia ad populum: no se puede afirmar nada sobre un producto cultural por el mero hecho de que sea cultura elitista o cultura popular. Habrá óperas malas y habrá realitys buenos, pero su bondad y calidad no se puede inferir del público al que se dirigen.
Se han reivindicado por doquier los grandes avances que ha realizado Sálvame en la televisión. Se veían las costuras del programa, las cámaras, los pasillos y los camerinos. Los colaboradores merendaban en el plató. Estiraban el tiempo como un chicle y manipulaban la atención como maestros. Hay que reconocer los méritos, aunque, visto fríamente, tampoco parecen unos descubrimientos que vayan a cambiar el curso de la historia. No nos volvamos locos: estamos hablando de comer yogures ante las cámaras y corretear por el backstage. Se ha dicho también que eran unos maestros en rellenar cinco horas de televisión. Y eso tampoco se les puede negar, porque eran un relleno inimitable.
Muchas de las bajezas morales y de los contenidos irrelevantes de Sálvame se han disculpado con la palabra mágica: “entretenimiento”. Es un término que se utiliza para justificar cualquier cosa en el sector audiovisual, porque lo que entra dentro del entretenimiento, igual que la comida basura ve disculpada su calidad o su sanidad en pos del placer inmediato que produce. Pero es falso que el entretenimiento tiene que ser basura. Mozart también es entretenimiento, casi toda la cultura es entretenimiento: si tu entretenimiento es malo es porque no respetas demasiado a los que tienes que entretener. Se ha dicho que criticar a Sálvame es clasista: yo digo lo contrario. Sálvame fue clasista al pensar que no se le puede ofrecer nada mejor a las clases populares.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.