Hace un rato he pasado un mal trago. El comandante puso los motores a toda potencia y la máquina comenzó a avanzar a toda velocidad por la pista. Es un momento de completa indefensión: el avión atrona como un dragón y uno se siente completamente vendido, todo está fuera de su control, cualquier cosa puede pasar, ya no hay vuelta atrás. Nadie se siente completamente cómodo cuando el avión va a despegar, por eso en la cabina se hace un silencio expectante y sepulcral. Los cuerpos aplastados contra los asientos, los ojos cerrados, hay quien se santigua. Si alguien sigue de cháchara alegre, como si no se estuviese obrando un pequeño milagro de la ingeniería, no puedo más que considerarlo un entrometido inconsciente. No suele pasar. Llega un momento en el que me impaciento, porque el avión no acaba de dejar la pista. Cuando por fin se inclina hacia el cielo y las ruedas pierden contacto sobreviene esa inquietante sensación de vacío. No es normal que los seres humanos se desplacen por al aire. Pero hemos despegado.
Estoy en un vuelo entre Madrid y Oslo y ya hemos alcanzado la altitud de crucero. No es que no me guste volar, lo que me da miedo es que algo terrible ocurra, un accidente, o que, simplemente, sea un vuelo horrible por las turbulencias, la explosión de un motor o algún problema con el pasaje, como cuando el cantante Melendi montó un numerito y tuvieron que dar la vuelta. Cuando percibo que alguien está pasando miedo, más que empatizar, le desprecio, porque me veo en su reflejo. Lo curioso es que, en tanto años volando, nunca he tenido una experiencia objetivamente mala: si solo contase mis propias aventuras, no tendría nada que temer. Quizás por eso, a pesar de mis ansiedades, vuelo con bastante frecuencia, afronto heroicamente mis limitaciones y eso permite que mi vida sea más ancha.
Por lo demás, me gusta volar, me gusta ver la superficie de la Tierra desde lo alto, las cordilleras y los meandros, observar la configuración de las nubes, la llegada del crepúsculo aéreo. Me gusta la comida del avión, las bandejitas de pollo con arroz, o la ausencia de wifi que libera mi atención y me permite leer con calma. Me gusta mucho aterrizar, porque es raro que las cosas suban, pero es perfectamente normal que bajen. Es lo que más me gusta: ahí abajo la nueva ciudad espera, recorrida por hormigas humanas y coches de juguete.
Toda la liturgia que precede a un vuelo conduce a la inquietud. Los controles de seguridad en el aeropuerto, el test antiexplosivos, los precios de los desayunos en la zona de embarque, las indicaciones de los auxiliares para actuar en caso de accidente o despresurización, las esperas y preparativos: todo hace pensar que lo que va a suceder es algo extraordinario, y muy peligroso. Cuando me monto en un avión, a pesar de ser “el medio de transporte más seguro del mundo”, pienso que estoy jugándomela a cara o cruz, que existen el 50% de probabilidades, o así, de que no salga de allí con vida. El otro día le conté a Liliana mi certeza de que, en realidad, la mitad de los aviones que despegan se caen, pero los medios controlados por George Soros nos lo ocultan, y ella me miró raro. En cualquier caso: el miedo es irracional y no entiende de estadísticas. ¿Qué me impide formar parte del mínimo porcentaje de accidentes, por mínimo que sea? Alguien tiene que rellenarlo.
Durante el viaje, si me pongo nervioso por alguna razón, si mi mente empieza a imaginar cosas inimaginables, si empiezo a notar los ruidos, por otra parte naturales, del aparato volador, me fijo en la tranquilidad del rostro de los auxiliares cuando sirven cocacolas y vasos de vino tinto, aburridos como cualquier otro currela durante su jornada. Pienso en una amiga que es azafata jubilada y que sigue vivita y coleando: ¡es increíble! O en un primo político mío que es piloto comercial, que vuela todo el rato como forma de vida, y que lleva una existencia completamente normal, con su adorable familia.
Dicen que la exposición al objeto de nuestro miedo ayuda a combatirlo. Es cierto. Cuando paso temporadas sin volar el miedo crece, se resetea, se hace fuerte en su caverna terrestre. Cuando vuelo mucho, en cambio, el miedo se modera y se convierte en una tímida molestia. Hace muchos años hice un viaje de tres semanas por Asia, para un reportaje: tomamos nada menos que 21 vuelos que nos llevaron por varios países del continente. Al final ya todo me importaba una mierda, los despegues, las turbulencias, los conversadores incólumes: era el rey del mambo aéreo.
A veces fantaseo con la posibilidad de perder del todo el miedo a volar, hacer uno de esos cursos carísimos, acabar con él para siempre. Me gustaría montarme en un Boeing 747 con la misma confianza con la que me monto en el Alvia que me lleva de Chamartín a Oviedo. Pero luego me doy cuenta de que este miedo es solo una rama más del miedo universal que me corroe: el miedo a un accidente aéreo, sí, pero también el miedo al paso del tiempo, el miedo a enfermar, el miedo a que le pase algo terrible a mi familia. El miedo a cabalgar este caballo impredecible que llamamos vida. De verdad, qué asco.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.