Tal vez la gran decepción respecto a lo científico-tecnológico llegó con las grandes guerras del s. XX, cuando se comprobó cómo lo mejor de la inteligencia humana, aquella forma de pensar (el método científico) concebida para hacer nuestra vida mejor y desentrañar los secretos de la naturaleza, acababa siendo utilizada para fabricar tanques, gas mostaza, bombas nucleares o para planear una perfecta y racional logística de la muerte en los campos de concentración nazis. La idea moderna, nacida de la Ilustración, de que la razón nos llevaba necesariamente al progreso y al bienestar se quebraba en las trincheras de Verdún, en las ruinas radioactivas de Hiroshima y Nagasaki, en las duchas de Auschwitz y Dachau. Para Adorno y Horkheimer, la razón ilustrada, más que en una liberación, se había convertido en una manera de dominar a la naturaleza y al prójimo.
En esas seguimos: si en los primeros compases de la guerra de Ucrania el presidente ruso Vladimir Putin agitó el fantasma de la guerra nuclear, pasados unos días ha sobrevolado el conflicto la sombra nauseabunda de las armas químicas y biológicas, otro terrible ejemplo de cómo el potencial científico-tecnológico se usa con suma astucia para conseguir el mayor de los horrores. Rusia y Estados Unidos se han acusado mutuamente de planear ataques con este tipo de armamento en el territorio ucranio. Los estadounidenses han negado rotundamente la primera acusación de Putin, tildándola de teoría de la conspiración, y han argumentado que quizás sea un pretexto para su utilización por parte de los rusos.
Las armas químicas y biológicas son sustancias tóxicas que se usan para eliminar o dañar al enemigo en el campo de batalla. Una de las primeras y más célebres armas químicas es el gas mostaza, utilizado profusamente en la Primera Guerra Mundial, junto con el cloro o el fosgeno, y por España en la guerra del Rif, contra los marroquíes, en 1924. El gas mostaza huele a ajo y genera una nube amarilla verdosa, provoca ampollas, irritación y quemaduras graves en la piel, hace toser sangre, y causaba gran terror entre los soldados de principios del XX, por la agonía a largo plazo que provocaba. Las fantasmagóricas máscaras de gas, que se asemejan al grito de Edvard Munch, son uno de los iconos más tremendos de la carnicería de la primera gran guerra. Contra el gas mostaza las máscaras no eran tan útiles.
Uno de los científicos más siniestros de la historia fue el químico alemán Fritz Haber, que recibió en 1918 el premio Nobel por la síntesis del amoniaco, pero que también es considerado el “padre de la guerra química”, por aportaciones tan dañinas como el gas mostaza y otros gases letales. “En las guerras futuras, ningún militar podrá desconocer la invención del gas venenoso. Es una forma superior de matar”, declaró. Su mujer y su hijo se quitaron la vida, se cree que por la vergüenza. En la Segunda Guerra Mundial el armamento químico no fue tan popular: el Protocolo de Ginebra, en 1925, había prohibido usar en la guerra este tipo de armamento, aunque el Zyklon B fue de uso común en las cámaras de gas de Hitler.
En la guerra de Vietnam, algunos años después, los estadounidenses utilizaron grandes cantidades del defoliante químico agente naranja para rociar zonas rurales vietnamitas y descubrir así los escondrijos y rutas del Vietcong, además de contaminar los cultivos. En un primer contacto, el agente naranja provocaba acné y dañaba ciertos órganos, como el hígado, la presencia de este veneno en el ciclo alimentario hizo que tres generaciones después siguieran naciendo niños con graves malformaciones congénitas, cánceres o enfermedades nerviosas. Otra sustancia utilizada en aquella guerra fue el célebre napalm, una especie de gasolina gelatinosa, utilizada para asolar la selva y los pueblos del enemigo. Más recientemente las armas químicas han sido utilizadas en guerras como las de Irak o Siria, en esta última por el régimen de Al-Assad. El gas nervioso sarín, que provoca asfixia al interferir el funcionamiento de los músculos de la respiración, fue utilizado en el atentado en el metro de Tokio en 1995 perpetrado por la secta apocalíptica Verdad suprema. Son solo algunos ejemplos.
Las armas biológicas consisten en virus o bacterias que son esparcidas de alguna manera entre el enemigo. Por ejemplo, el carbunco o ántrax que se dispersa en forma de esporas y causa infecciones en el pulmón. Otras enfermedades especialmente devastadoras que se pueden utilizar como arma biológica son la viruela, el cólera o el ébola. Su uso puede resultarnos horrendo a la par que familiar, cuando luchamos por salir definitivamente de una pandemia que ha puesto el riesgo de contagio en el centro de nuestras preocupaciones. En 1972 un centenar de países firmaron la Convención sobre Armas Biológicas para evitar su proliferación y utilización. Si otro tipo de armas se concibe para dañar grandes estructuras como ciudades, edificios, equipamientos científicos o militares y otras infraestructuras, o para desmembrar, aplastar o quemar el cuerpo humano, las armas químicas y biológicas son más sutiles e insidiosas: atacan por la vía molecular, ahí abajo, donde todo es más pequeño, a los últimos procesos bioquímicos que permiten la vida.
La OTAN ha anunciado que si Rusia acaba por utilizar este tipo de armamento, tendría que reconsiderar su posición en el conflicto, lo que podría, otra vez, generar una escalada con un final imprevisible, pero probablemente nada halagüeño. La Conferencia Mundial sobre la Ciencia, que se celebró en Budapest en 1999, ahondó en el necesario compromiso para generar una ciencia en favor de la paz y, desde entonces, bajo el auspicio de las Naciones Unidas el día 10 de noviembre es el Día Mundial de la Ciencia para la Paz y Desarrollo. “La comunidad científica, que desde hace largo tiempo comparte una tradición que trasciende las naciones, las religiones y las etnias, tiene el deber de promover la ‘solidaridad intelectual y moral de la humanidad’, base de una cultura de paz”, dice la Declaración sobre la ciencia y el uso del saber científico, que también señala que los científicos deben enfocarse al desarme, incluido el desarme nuclear. Se pregunta uno, a riesgo de ser ingenuo, por qué algunos científicos e ingenieros prestan sus habilidades y conocimientos a desarrollar cualquier tipo de arma, pero, sobre todo, estas.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.