Mucho tiempo tuve taquicardias de noche. A veces, apenas había apagado la luz, se cerraban mi ojos tan rápido que ni tenía tiempo de decirme “ya me duermo”, y media hora después me despertaba el silencio oscuro de la habitación invadido de los latidos de mi corazón desbocado. Tener un corazón siempre me había inquietado: prefería no pensar que llevamos en el pecho un motor que nunca para de latir, todo el rato, sin descanso, en todos los momentos importantes de la vida, también en los banales, desde que te levantas hasta que te acuestas, cuando lloras, cuando miras Netflix, cuanto te lavas los dientes. Tu músculo cardiaco, la metáfora más manida y más perfecta, el centro de tu cuerpo, tu máquina de baile.
Prefería no pensar en que tenemos este cuerpo, lleno de órganos autónomos que no podemos ver directamente, que nunca hemos tocado, que conocemos por los modelos anatómicos del cole, que siguen directrices de partes ignoradas del cerebro, que van por libre, que pueden fallar en cualquier momento. Vamos montados en un muñeco que viaja manejado por otros, somos una consciencia presidencial que ha delegado el control en algún gerente extraño. Pilotamos un autómata cuyos engranajes pueden enfermar, que envejecen, que no nos hacen caso. Y tu corazón siempre latiendo, como una máquina tenaz ajena a tu control consciente. Tu corazón siempre latiendo hasta que tu corazón se para y tú te mueres. De la muerte hablaremos más tarde.
Mucho tiempo tuve taquicardias de noche, así que fui al médico y me hicieron análisis de sangre, electrocardiogramas, pruebas de esfuerzo en cintas de correr y, sobre todo, una ecografía cardiaca. La ecógrafa cardiaca moraba en las profundidades del centro de salud de Pontones: allí bajé y, después de pasar por el mostrador y obtener mi ticket, me uní a la masa ciudadana que esperaba, muy temprano, mirando a la pantalla donde iban apareciendo combinaciones sin sentido de letras y de números.
En la sala de espera del centro de salud siempre me pregunto cuántas de esas personas recibirán, en solo unos instantes, un diagnóstico que les cambie la vida, que les acabe la vida, cuántas serán informadas (algunas ni siquiera lo imaginan) de que se requiere una operación a corazón abierto o que un tumor silencioso ha venido creciendo por la superficie del hígado. Tal vez, pienso, yo seré uno de esos, yo siempre me lo espero, yo no soy propenso a la sorpresa diagnóstica, yo siempre fantaseo con los peores resultados.
La ecógrafa cardiaca me tumbó en la camilla, untó un gel frío por mi pecho, y empezó a pasar la máquina. Yo notaba que se me aceleraba el pulso, como siempre que me auscultan, que me toman el pulso, que me miran el corazón tan olvidado. L a ecógrafa cardiaca miraba la pantalla por encima de las gafas y no decía nada. Yo le hacía comentarios amistosos: vaya trabajo más curioso, estar aquí, en este sótano, mirando corazones de la gente. Lo que para mí era un hecho insólito para la ecógrafa cardiaca era gris rutina, así que seguía absorta en mis latidos.
Giró la pantalla hacia mí y por primera vez pude ver a mi corazón, como quien ve al bebé que viene. Nunca me había visto por dentro; tal vez, pensé, toda la anatomía que me habían contado era mentira, y lo que ahora me enseñaba la ecógrafa no era mi corazón sino un vídeo realizado previamente para hacerme creer que tenía corazón, igual que me hacían creer que tenía intestinos y riñones. Cosa de lejanas élites globalistas y globales, que siempre están urdiendo sus mentiras. Pero esa cosa que se hinchaba y deshinchaba era el núcleo irradiador de mi existencia, el metrónomo que me daba la vida una vez cada segundo, aproximadamente. Tenía mismo aspecto que los testículos de un toro. Por favor, no pares nunca.
La ecógrafa me dijo que mi corazón estaba bien, que todo era perfecto, tal y como me habían dicho en los análisis, en el electrocardiograma, en la prueba de esfuerzo, cuando bajé agotado y sudoroso de la cinta de correr. Gracias, amigos. Mucho más tarde le escribí un poema a la ecógrafa y lo puse en las redes sociales, no recuerdo si en un libro. Nunca volví a verla y nunca volví a ver mi corazón: lo siento todavía, dando brincos, aquí en el pecho.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.