Conozco gente que escruta con ojo de halcón el ticket de la compra justo después de salir del supermercado, hasta pulverizarse la vista. Conozco gente que, al sentarse en un restaurante, mantiene minuciosamente al camarero en el radar, no vaya a atender primero a alguien que ha llegado después. Conozco gente que al ser acomodada en el teatro siempre sospecha que le han dado la peor butaca, que revisa exhaustivamente la habitación del hotel en busca de desperfectos, que no envía a los amigos íntimos fotos de sus hijos sonrientes por si acaban en una red de pornografía infantil, que siempre piensa que le han dado perca por mero, speed por coca, gato por liebre. Yo desconfío de los desconfiados, porque si ellos desconfían del resto, es que tampoco son de fiar. Seguro que a la mínima te la juegan y se te cuelan.
Escribió Leibniz que hay tres lacras para la relación entre los seres humanos: la competitividad, la vanagloria y la desconfianza. Esta última es uno de los problemas de nuestro tiempo, porque la confianza es el pegamento de las sociedades, un pegamento que se va disolviendo, según dicen las encuestas (por ejemplo, el Barómetro de Confianza de Edelman). Para vivir juntos es necesario confiar. Confiar en que el dinero tiene valor (esa es la base del sistema financiero), confiar en las instituciones (es la base de la democracia), confiar en el prójimo (es la base de la convivencia más cercana). Tenemos que confiar en que el piloto del avión no va pedo, en que el vecino no va a provocar un incendio o una explosión de gas butano. Tenemos que confiar en las empresas de alimentación y farmacéuticas, en los reguladores y legisladores, en las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y en la justicia, por eso hace falta que todos ellos tengan comportamientos ejemplares, y que quien les vigila les vigile bien vigilados, para no dilapidar uno de nuestros bienes más preciados.
Hay gente que piensa sistemáticamente que el taxista le da rodeos o que el médico le miente para aumentar los beneficios de la industria farmaceútica. Esto puede ser así, claro, pero personalmente prefiero mantener cierta confianza ciega antropológica. No porque piense que en los seres humanos abunde la bondad, sino porque me resulta una vida más fácil. Estadísticamente es más probable que no te engañen a que te engañen, así que prefiero vivir tranquilo y confiado y que me engañen tres veces de cada cien (a ojímetro) que vivir en continuo estado de alerta, como en el estado de naturaleza hobbesiano, y que no me engañen nunca. Desconfiar con motivo es razonable, ser un desconfiado en extremo te hace vivir en la jungla sin vivir en la jungla. Al final acabas pensando que la Tierra es plana y que el mundo es Twitter.
De hecho, me han engañado mucho y muy clamorosamente: una timadora se hizo pasar por mi vecina en apuros y le solté 20 euros para un taxi al hospital. No era mi vecina. El otro día unos malhechores se hicieron pasar por mi banco y me robaron 500 euros por la estafa del bizum. Hace no tanto le fié un dinero a un profesional y desapareció sin ejecutar la reparación contratada. Decía estar en problemas y necesitar un adelanto. A veces, cuando hago cola en sitios, me despisto y se me cuela gente: peor para ellos.
Ser confiado, como se ve, me sale caro. Pero son unos principios, como una militancia, que me hace vivir mejor conmigo mismo y construyen una sociedad mejor. Créanme, soy un tipo de fiar.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.