El otro día escribí aquí sobre cómo el paso a través de los portones del nuevo año incendiaba mi cronofobia habitual, el miedo al paso del tiempo y, en último término, el miedo a que ese tiempo que somos, que soy, se acabe.
Durante una porción de mi vida, afortunadamente corta, me dio por pensar que todo estaba sucediendo al mismo tiempo, mi nacimiento, mi muerte, todos los eventos de la historia del universo; y que el tiempo era una ilusión de mi conciencia que iba pasando ordenadamente de un momento a otro, igual que un abalorio del collar pasa a través del hilo.
Eso me supuso muchos quebraderos de cabeza: de pronto me invadía la ansiedad porque en cada momento mis seres queridos estaban agonizando o mi novia se estaba acostando con sus exparejas, porque todo estaba sucediendo a la vez. Luego se me pasó la neura y adopté una postura más convencional, pensando que las cosas ocurrían una detrás de otra, pero eso también me producía malestar porque las cosas que quedaban atrás se convertían en irrecuperables, y quién demonios sabía qué iba a pasar a continuación.
Es curiosa la dimensión temporal: mientras que en el espacio es posible el movimiento hacia delante y hacia atrás, a izquierda y a derecha, arriba y abajo (a no ser que estés atado), en el tiempo, al menos según lo percibimos, solo puedes ir hacia delante, en un solo sentido y a la única velocidad que marca la dictadura de los relojes. Como si en esa dimensión solo pudieras viajar en un tren imaginario pilotado por un ser cabezota y eterno.
Después de mi texto, algunos lectores escribieron sobre el tema en redes sociales, y casi todos los que lo hicieron señalaban el interés por un punto en concreto de la columna: el hecho de que el tiempo parezca transcurrir más lentamente cuando uno es joven que cuando uno es mayor. Ese tiempo estático de la niñez, que nunca acaba de pasar, y ese tiempo cada vez más hiperfluido de la adultez, de la madurez, de la senectud, que se para en seco, o parece pararse, cuando uno muere.
Algunos dieron explicaciones basadas en el hecho de que para un niño un día o un mes es un porcentaje aún relevante de su vida, que es aún muy corta, mientras que cuando acumulas varias décadas, un solo día, una sola hora es una porción de tiempo más insignificante. Otros, yo también, señalamos que todo es novedad para los que son nuevos en el mundo, lo que hace que el tiempo suceda más lento, de igual manera que parece que tardas más en llegar que en regresar de un lugar, porque a la vuelta ya conoces el camino.
De niño solía tener la impresión de que yo era intrínsecamente un niño, y que siempre lo iba a ser, por mucho que me dieran la murga con qué quería ser de mayor. OK, quería ser pintor callejero o ministro de Hacienda (caso real), pero lo decía como quien se refiere a una fábula o una fantasía. Yo nunca iba a crecer. Los niños eran niños y los viejos eran viejos.
Curiosamente, al darle vueltas al asunto, recordé que esa percepción me duró mucho más tiempo. Cuando tenía 20 años me refería a los de 30 como ‘puretas’ y, en mi insolencia juvenil, miraba con desprecio sus ropas, sus garitos, sus trabajos, su forma de agarrar el whiskola y hablar de cosas serias que a mí me parecían aburridísimas. Ahora la cosa es diferente: paso ligeramente de los 40, sin embargo, el otro día me dolió cuando un amigo se refirió despectivamente a los cincuentones. Sabía que, tarde o temprano, con suerte, yo lo acabaría siendo. Es decir: a los 20 años seguía pensando que siempre sería joven, que nunca cumpliría 30. A los 40 me doy perfecta cuenta de que el tiempo indefectiblemente pasará y seré un vilipendiado cincuentón.
Es un cambio fundamental en la mentalidad que, por otra parte, permite cierta empatía intergeneracional. Quizás por eso es más fácil mezclar a una persona que no es joven con gente de cualquier edad, con jóvenes, con viejos, con medianos. Pero a los jóvenes, por lo general, solo les gusta ir con los de su quinta o alrededores. No se sienten parte del flujo temporal, sino agraciados con una determinada edad que en ese preciso momento es muy favorable. Por eso creo que uno nunca sabe del todo lo que es ser joven hasta que deja de serlo: lo que mejor caracteriza a la juventud es la ignorancia sobre el paso del tiempo y, por tanto, sobre la naturaleza de la propia juventud. Algo así viene a decir Jaime Gil de Biedma en su famoso poema sobre el asunto. “Pero ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma: / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra”.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.