“Decir de forma frívola que el cambio climático mata no es propio de alguien que se digne a ser presidente del Gobierno de España”, dijo el otro día Enrique López, el consejero de Presidencia, Justicia e Interior de la Comunidad de Madrid, en referencia a los incendios en España. Lo dijo con ese patetismo del que cree que está cantando las verdades del barquero (el entrecejo apretado) pero, en realidad, está cayendo en el descrédito. No es el único miembro de la derecha española que le quita hierro al problema del calentamiento global, incluso cuando dicho calentamiento se hace evidente: las olas de calor que se registran son cada vez más frecuentes, más duraderas y más intensas, y tienden más a coincidir en diferentes puntos de la geografía. Y, sí, influyen en el aumento de los incendios.
Varios cargos del equipo de Isabel Díaz Ayuso se han pronunciado de manera parecida en los últimos tiempos, incluso han querido quitar el término “crisis climática” del currículo escolar. Eso en la derecha mediopensionista, en la extrema derecha de Vox se habla con mucho más desparpajo de la “dictadura climática”, de los “chiringuitos climáticos” y, en fin, de todo aquello que, en la línea del trumpismo más descerebrado, pueda desacreditar la, en efecto, “emergencia climática”. Lo más tremendo es el cuñadismo ilustrado de aquel que se seca las gotas de sudor con el pañuelo, si es que no está disfrutando del aire acondicionado su despacho en una administración, y espeta: “¡Es normal que haga calor en verano!”.
El otro día vi un vídeo de mi admirado Carl Sagan compareciendo ante una comisión del Congreso de los Estados Unidos en 1985. Con su voz grave y su excelente manera de explicar los fenómenos naturales, Sagan narraba a sus señorías, en fecha ya tan lejana, cómo el efecto invernadero podía modificar la atmósfera de la Tierra y convertirla en algo parecido a la de otros planetas que eran su objeto de estudio, como el infernal Venus.
Desde esa fecha, como mínimo, viene alertando la comunidad científica, avalada por profusos datos, claro está, y de forma prácticamente unánime sobre la gravedad del asunto. Véase el libro Perdiendo la Tierra (Capitán Swing), de Nathaniel Rich, una crónica de cómo en los años 80 se perdió una gran oportunidad para atajar el problema. Hete aquí que estamos en 2022, con el asunto desatado, olas de calor frecuentes y largas, incendios por doquier, altas cifras de muertes por calor (e-xac-ta-men-te como se había predicho, véase El planeta inhóspito (Debate), de David Wallace-Wells) y, al igual que en la película No mires hacia arriba, hay quien todavía prefiere el negacionismo y las chanzas, antes que la acción urgente. Porque ahora, por motivos electoralistas y para paliar una larga tradición de ecologismo progresista, resulta que la preocupación por el calentamiento global es de izquierdas, cuando debería considerarse un riesgo existencial para la civilización.
Crecí en un mundo donde había unos consensos impepinables que, como tales, se enseñaban desde la escuela infantil. Entre ellos se encontraban el deber de cuidar el medioambiente y el respeto por la ciencia, que es nuestra mejor fuente de conocimiento (aunque este conocimiento sea incompleto, provisional y revisable) y la forma más eficaz de hacer las cosas (ya sean estas cosas curar el cáncer o destruir el planeta). Ahora parece que estos y otros consensos saltan por los aires y ya es difícil manejarse por el mundo, y más aún manejar los destinos humanos, porque ya no existe ni un sustrato común sobre el que entenderse. Qué hacer cuando volvemos a posiciones medievales que hacen prevalecer la creencia sobre la evidencia (ese matiz es precisamente lo que posibilitó el mundo moderno), ya sea en el negacionismo climático de la derecha, el terraplanismo o los antivacunas.
No tomarse en serio el calentamiento global es inadmisible, sobre todo si uno es un político. Es ser un “mal antepasado” para las generaciones venideras, como diría el filósofo Roman Krnacik: debemos dejar de “colonizar el futuro” para extraer rendimiento sin preocuparnos por las personas que lo habitan. Sería conveniente, además, dejar de hablar del futuro del “planeta” o la amenaza “al medioambiente”. En realidad, al planeta, a la naturaleza, al medio ambiente, le importa bien poco el calentamiento global: como sistema resiliente, como siempre ha hecho, se adaptará a la nueva situación, y la vida seguirá avanzando ciegamente hacia el futuro, con su tenacidad habitual. Lo que está en juego no es el planeta, ni la naturaleza, sino la especie humana y la civilización, que sí es vulnerable a una subida de las temperaturas de la magnitud de la que se nos presenta ya mismo.
No es indigno que un presidente hable de las muertes que genera el Cambio Climático. Son indignos que se oponen cerrilmente al conocimiento científico en momentos de emergencia civilizatoria. Y los palmeros que les aplauden las gracias.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.