Seamos sinceros: volver de las vacaciones de verano para tener que verle el jeto a tus jefes, cuando hace solo unos días te estabas merendando un roncola en tanga en la playa, es, cuanto menos, deprimente. El verano acaba y, con él, las actividades propias de la temporada. Festivales de música, campings cutres, fugaces encuentros amorosos, fiestas de pueblo, playas de arena fina en las que enalbardarte cual croqueta de boletus… Summer loving happened so fast. El paraíso perdido, vaya. En estos momentos de desolación absoluta, la única terapia posible consiste en sentarse en el escritorio de la oficina, o en el sofá de tu piso cochambroso de alquiler desproporcionadamente caro, y rememorar las aventuras estivales (en su defecto, también se las puedes explicar a un colega en la terraza del bar de siempre, si para estas alturas te queda algún chavo que gastar). Yo opto por compartirlas con ustedes.
Una de esas andanzas estivas me llevó a pisar Mérida en pleno agosto para disfrutar de Las Troyanas de Eurípides (dirección de Carlota Ferrer) en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Un clásico entre los clásicos veraniegos. Si bien la capital extremeña es impracticable durante las horas de más calor, el frescor del atardecer y la noche me permitieron pasear la ciudad y empaparme del sentir dramático que impregna toda Mérida durante los días del festival (inciso breve destinado a mandatarios varios: invirtamos en teatro fuera de los núcleos principales de población; España cuenta con un único Centro Dramático Nacional, sito en Madrid, más allá de los escasos recursos autonómicos con los que cuenta la periferia, mientras que Francia cuenta con 38 CDNs, con capacidad para financiar producciones propias, repartidos por todo su territorio). Tras un par de vueltas al casco histórico y otro par de cervecitas bien frías, tocaba pisar territorio romano y buscar mi asiento asignado entre los cientos de personas que abarrotaban las gradas. Se abre el telón y aparecen varios intérpretes en escena. Puede parecer un chiste y así fue.
El teatro, imponente. La noche, mágica. El texto, espléndido. La obra, un fiasco.
Considero que este no es el espacio para cuestionar las decisiones tomadas por dirección o producción, ni soy yo crítico teatral, pero sí quiero profundizar en una cuestión trágica que me llamó la atención durante toda la función y que me lleva atormentando estos últimos años: el uso errático y obsesivo de la tecnología en el teatro. Actores microfonados cuyos aparatos fallan más que el Rodalies de Cataluña; proyecciones cutres que parecen el fondo de pantalla predeterminado de Windows más que la propuesta escénica de un proyecto cultural profesional; teléfonos constantemente en escena; el uso de redes sociales o imágenes y vídeos en directo, como si el teatro fuese TikTok… La tecnología ha invadido los escenarios de todo el mundo y la fagocitación de la pureza del arte es más que evidente, sobre todo en un festival de teatro clásico, en el que se representan textos más antiguos que Jesucristo y Mahoma juntos. ¿Es realmente necesario introducir tanta tecnología en las artes y la cultura? ¿No estaremos promoviendo la muerte del teatro con tanto micro y tanta pantalla?
SI EURÍPIDES LEVANTARA LA CABEZA…
El teatro, nacido a partir de una serie de ritos y danzas que cumplían una función antropológica de comunicación y trasmisión de experiencias compartidas, surgido de forma prácticamente simultánea en todos los confines del mundo; un arte que ha sobrevivido a imperios, dictadores y guerras, hoy parece claudicar ante un enemigo silencioso: el micrófono. En el Teatro Romano de Mérida, donde se representaban hace siglos obras a puro pulmón, asistí a la muerte prematura de unos actores a pilas, convertidos en fantasmas de sí mismos por un aparatito tecnológico. ¿Dónde quedó el oficio de llenar un espacio con el cuerpo, la voz y el sudor? Sin cables, sin amplificadores: solo acción, compromiso y riesgo. ¿Cómo es que un festival tan purista puede adornarse con tanto elemento innecesario cuando la esencia del hecho escénico está claramente perdida? Lo siento, pero si un actor no puede hacerse oír en un teatro al aire libre sin tecnología, el problema no es el espacio, sino su desconexión con el oficio.
La cuestión no radica solo en un aspecto técnico; es conceptual. Servidor, además de periodista, es actor (o intento de). Una fotocopia que me repartieron en clase, y que he atesorado todo este tiempo enterrada bajo kilos y kilos de apuntes, expone un argumento demoledor contra el uso de micrófonos en el teatro (me gustaría decir que el texto es de Peter Brook o de David Mamet, pero os estaría mintiendo pues está sin firmar y, hasta donde yo sé, podría ser de la tía Enriqueta de Chimo Bayo): “El arte del teatro es acción. Es el estudio del compromiso. La palabra es un acto. Decir la palabra de manera tal que sea sentida y entendida por todos los presentes en la sala es un compromiso: no hay arte mayor que ver a un ser humano encima de un escenario, hablando ante un millar de sus iguales, diciéndoles: “Estas palabras que estoy pronunciando son la verdad. No son una aproximación; son la verdad de Dios, y las defiendo con mi vida”, que es lo que hace un actor en un escenario. Sin este compromiso, la actuación se convierte en prostitución y la escritura se convierte en publicidad”.
Más allá del dramatismo y/o pedantería que pueda destilar la cita, lo cierto es que los micrófonos borran el compromiso actoral del mapa. El intérprete ya no se ve obligado a poner su cuerpo y su alma al servicio de la acción, pues lleva un aparatito pegado a la oreja que le permite gemir sottovoce y que se pongan cachondos los espectadores de la última fila. Un actor con micrófono deja de ser un intérprete para convertirse en un locutor desencarnado, totalmente alienado de lo que sucede en escena. La voz va por libre, desprovista de matices, y el cuerpo pierde presencia, totalmente desconectado de la emoción que se presupone a un intérprete en el escenario. Así, el teatro se aproxima peligrosamente a la frialdad de un podcast coreografiado y los primeros que salen perdiendo son los propios intérpretes.
Ojo, puedo llegar a entender los micros de ambiente o el apoyo sonoro concreto a una escena por decisión del director o directora. Los griegos usaban sus máscaras con fines acústicos, para acompañar la técnica de proyectar la voz; los actores isabelinos han dominado siempre el arte de llegar a la última fila del Globe Theatre sin más ayuda que una acústica estructural. Hoy, en cambio, hasta en obras clásicas, el micrófono y la petaca se han vuelto apéndices obligatorios, privando al público de escuchar la voz humana en su estado puro. Por ese motivo, el uso sistemático de micrófonos es una rendición y no deberíamos dejar que esa intromisión del teatro se salga con la suya, como ya pedía Harold Schonberg en este artículo del New York Times del año 1981.
LA TECNOLOGÍA COMO OTRO PERSONAJE
Por otro lado, es ingenuo (y algo pureta) demonizar la tecnología en escena porque sí. Cuando se usa con inteligencia, y no como una moda pasajera, la tecnología puede ser un intérprete más, un elemento adicional de creación escénica. Las performances o las instalaciones son disciplinas que demuestran que la tecnología no tiene por qué ser un parche, sino una extensión del lenguaje teatral.
En una entrevista a este medio, Helena Mateos-Serna, diseñadora escénica que cursó el Posgrado en Escena y Tecnología Digital del Institut del Teatre, un espacio de experimentación e investigación del valor expresivo de las herramientas digitales desde la perspectiva de las artes en vivo, comentaba: “Hay que contar con la tecnología como si fuese otro personaje y analizar cómo interactúan los otros personajes con ella. Al final la tecnología es otra herramienta para explicar una historia, como puede ser la escenografía, el vestuario o la luz. Son elementos que comunican cómo se oyen y cómo se ven las cosas. Pero tienen que ser elementos que formen parte del diseño inicial de la obra, no un añadido final. Hay que preguntarse si podríamos explicar la misma historia sin la tecnología. Si es prescindible, no es necesaria”.
Casos como el de Robert Lepage y su compañía Ex Machina, que desde los 90 integran videomapping, estructuras móviles y realidad aumentada en montajes como The Seven Streams of the River Ota, donde la tecnología sirve para profundizar en la narrativa; o el teatro inmersivo de compañías como 1927, que usan animación en vivo proyectada sobre actores para crear mundos oníricos donde lo analógico y lo digital se funden; o Marcos Morau y La Veronal; Cabosanroque; El Agitador Vórtex, de Cristina Blanco; o más recientemente Raül Refree y Marc Vilanova en el Centre de les Arts Lliures de la Fundació Joan Brossa de Barcelona, son todos ellos ejemplos de que el teatro, el arte y la tecnología pueden llevarse bien y no tienen por qué comportarse como dos padres divorciados.
PÍNTAME ESTA, CHATGPT: ARTE DIGITAL, NFT Y ESPECULACIÓN
La pregunta clave es si la tecnología suma o resta y, para el caso, el ejemplo del arte digital y los NFT es revelador. Mientras algunos proyectos artísticos demuestran que lo digital puede ser una herramienta de expansión creativa, el auge y caída de los NFT ha dejado al descubierto el lado más oscuro de tanta tontería: la especulación disfrazada de arte.
En este artículo publicado en El País, Ianko López exploraba la naturaleza de los NFT y el porqué de su auge y caída. Los NFT, siglas de Non-Fungible Token (cupón no fungible en castellano, es decir, no intercambiable por otro de su misma categoría), son “obras de arte digital que cuentan con un identificador único, un sistema para certificar la propiedad sobre el activo mediante la tecnología blockchain”. Nada verdaderamente tangible. La movida es que los NFT pasaron de ser una utopía creativa a un mercado donde el 95% de las obras valen cero euros a día de hoy. “Los NFTs no son una tipología de arte (como puedan serlo el arte conceptual, el arte povera o el informalismo), ni una disciplina (como la pintura o el videoarte), ni tampoco una herramienta creativa (como lo son un pincel o un ordenador)”. El uso de la tecnología en este caso contribuyó a desvirtuar el arte en lugar de enriquecerlo, pues lo que prima no es el valor artístico de una pieza, sino su precio de subasta (que podía pasar de millones a cero en un mes).
CONCLUSIÓN: LO TUYO (NO) ES PURO TEATRO
Evidentemente, no creo que debamos preocuparnos por el fin del teatro debido a la tecnología o la especulación, pero igual sí cuestionarnos si esta se usa para maquillar una trama deficiente (aunque la mona se vista de seda, mona se queda) o para realzar el acto teatral. Considero que, a la hora de emplear la tecnología en el teatro, deberíamos quedarnos con la siguiente reflexión: si es prescindible, chau. Aporta o aparta. Con ánimo de rematar la coherencia discursiva de mi alegato, a modo de conclusión me gustaría rescatar unas palabras de mi manuscrito favorito sin autor ni título: “Neil Simon dijo que las risas grabadas acabaron con la comedia en la televisión, porque los escritores dejaron de sentir la necesidad de ser divertidos. La amplificación electrónica está matando y matará por completo el teatro de Broadway porque actores y escritores dejarán de sentir la necesidad de alzar su voz”. Pues eso.