Una cara de silicona parpadea mientras habla, ladea la cabeza y exhibe movimientos oculares con naturalidad. A la vista, su piel parece auténtica, pestañea, esboza una media sonrisa. Todo con un tono comedido, sin aspavientos faciales. El embrujo se mantiene hasta que la rigidez robótica se filtra en un gesto y ahí recordamos que no estamos ante una persona. Pero no ha sido ni fácil ni inmediato.
Existen muchos proyectos destinados a trasladar las expresiones humanas a un rostro artificial. La compañía china Ex-Robots, una de las más avanzadas en este campo, ha analizado la variación del rostro humano al formar expresiones. A partir de ahí, ha descompuesto una cara típica en un número de zonas, que al moverse dibujan micro-expresiones. Sus ingenieros han incorporado múltiples motores al rostro de los robots en base a este estudio, con el fin de dotar de libertad de movimiento a muchas partes de esta cara artificial. Así pueden imitar con mayor fidelidad una expresión humana mediante el microtrabajo de cada una de estas zonas.
El objetivo de estos robots humanoides —cada uno cuesta unos 280.000 dólares— es comunicar emociones a través de su expresión facial. Tanto en la academia como en empresas privadas se desarrollan este tipo de rostros artificiales que buscan parecerse lo máximo posible a una cara humana. Hay todo un movimiento dentro de la robótica dedicado a ello. En un paper publicado en la revista HardwareX, ‘Facially expressive humanoid robotic face’, los autores explicaban cómo habían creado una cabeza humanoide que imitaba expresiones, movimientos y dicción a través de 25 músculos artificiales, entre ellos 12 de carácter facial.
Todos estos desarrollos recuerdan a la vieja aspiración humana de construir criaturas iguales, equiparables a sí misma. Un anhelo de grandilocuencia creadora que ya registran los antiguos mitos. La historia de Pigmalión, el escultor rey de Chipre, muestra cómo el esfuerzo denodado por dar forma a la mujer estéticamente perfecta lleva a la mejor de sus esculturas a cobrar vida por gracia divina. George Bernard Shaw lo tradujo a una historia más prosaica pero enjundiosa. Su ‘Pigmalión’ de teatro, reinterpretado en el cine con ‘My Fair Lady’, en una actuación memorable de Audrey Hepburn, habla de moldear a una persona para convertirla en una nueva, más del gusto del creador, un igual a este.
La intención de fondo también aparece, ya antes, en una de las novelas románticas de terror más influyentes. Mary Shelly canaliza el impulso creador de su doctor Frankenstein en un monstruo que se convierte en un desafío. Un concepto que también abraza la película ‘Pobres criaturas’, de Yorgos Lanthinos. Esta ambición creadora está presente incluso en los universos infantiles, como el de Pinocho, originalmente del escritor italiano Carlo Collodi, quien inyectó dosis de crueldad al relato impensables hoy para los niños.
En la ciencia ficción, esta voluntad persevera. Entre los muchos prodigios que plasma Isaac Asimov en su literatura están los robots de factura humanoide. Puestos a imaginar, por qué no utilizar una morfología humana para las máquinas del futuro. Aunque pese a las novedades que el escritor ruso-estadounidense introdujo en el imaginario colectivo sobre el futuro, no fue el primero en esbozar máquinas bípedas. Uno de los que se le adelantó fue el checo Karel Čapek, con cuya obra de teatro R.U.R. (Robots Universales Rossum), nació la palabra ‘robot’ a comienzos de los años 20. En el escenario aparecían actores interpretando a androides de hojalata.
Imaginamos robots a semejanza de las personas quizá por pura inercia, por copiar lo humano. O porque pensamos que serán más útiles si se nos parecen. ¿Quién duda que un androide bípedo, con brazos, cabeza, cara y expresividad se desenvolverá estupendamente en este mundo? Pero en realidad, los robots no necesitan la complejidad de movimientos de una persona para resultar útiles. Ni tampoco un rostro humano para ser aceptados.
Incluso en la robótica a veces se ha patinado al tratar de imitar demasiado a los humanos. Los primeros robots camareros se diseñaron con una figura asimilable a la humana capaz de portar una bandeja en lo que parecían dos brazos. Más tarde, se han desarrollado modelos más sencillos, meros tótems rodantes con capacidad para varias bandejas. En un hospital, por ejemplo, a un robot le basta, para tareas asistenciales, con un solo brazo robótico y una pantalla para que el personal interactúe con él.
No hay aún utilidad real para diseños humanoides, como los modelos super avanzados de Boston Dynamics. Al pensar en un robot que haga tareas domésticas no se busca un humanoide fregando platos o pasando la mopa. Ya tenemos un autómata que cubre la limpieza del hogar (en parte). Es el robot de uso personal que más se ha vendido hasta la fecha: la Roomba (junto con similares platillos rastreros).
Está claro que la parte de la robótica que interactúa con las personas quiere generar un entorno cómodo. Y para eso se necesita que los robots susciten cierta familiaridad, que despierten empatía. Aunque esto también tiene un límite, claro.
Es en el marco de la ciencia ficción donde se plantea por primera vez la idea de robots casi indistinguibles de las personas. La premisa se lleva al extremo en Blade Runner. Tan parecidos son los replicantes a los humanos que hay que identificarlos mediante un test de empatía: un carrusel de preguntas personales en busca de respuestas fallidas. El concepto proviene de la novela de Phillip K. Dick, en la que se basó Ridley Scott para su película. Solo el título del libro es revelador: ‘¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?’. La pregunta, que sobrevuela la trama es una forma de plantearse que los robots son tan parecidos a las personas que incluso podrían albergar los mismos deseos. Todo lleva a un cuestionamiento inquietante.
Y este es el adjetivo empleado para denominar una hipótesis ampliamente difundida en el campo de la robótica: el valle inquietante. El investigador japonés Masahiro Mori advirtió en 1970 un rechazo en la respuesta emocional de las personas ante los robots. Cuanto más se parecen las máquinas a un humano más fácilmente son aceptadas por las personas. Pero hay un punto de ruptura. Cuando el robot se parece demasiado a una persona se genera un rechazo súbito.
Es un fenómeno común aún no explicado. Y normalmente los ingenieros lo tienen en cuenta cuando desarrollan las máquinas. También aquellos que tratan de calcar la expresividad humana en caras artificiales. Desde Ex-Robots afirman que sus creaciones se podrán aplicar en salud mental, como apoyo para aplacar desórdenes psicológicos. Y añaden que a lo mejor cada persona tiene un robot humanoide para sí en el futuro. Pero, sea el valle inquietante o algún sentimiento primario, la primera vez que ves a esas caras de silicona parpadear y hacer muecas pone los pelos de punta.