Cuando Wallapop nació como una app para vender artículos de segunda mano en Barcelona, pocos imaginaban que una década después estaría en el punto de mira de uno de los mayores conglomerados tecnológicos de Asia. Esta semana, su posible venta al grupo surcoreano Naver, conocido como el Google coreano, ha reactivado un viejo fantasma en el ecosistema europeo: la fuga silenciosa de startups con potencial antes de alcanzar una madurez plena.
La operación ha suscitado malestar. La cifra de venta, unos 600 millones de euros, rebaja significativamente valoraciones recientes: en 2024, cuando entró el ICO, fue valorada en 806 millones. Pero lo que realmente inquieta es un patrón recurrente. Europa lanza buenas ideas, las impulsa en sus primeras etapas y, cuando llega el momento de escalar para competir globalmente, son adquiridas por inversores extranjeros.
Wallapop, una vez más, ilustra esta dinámica. Su trayectoria muestra un crecimiento sostenido. Ha ampliado su alcance más allá de España, ha contado con apoyo institucional y su evolución indicaba que podía alcanzar el estatus de unicornio por sí sola. Sin embargo, ahora sus socios minoritarios se encuentran con una oferta que sienten llega antes de tiempo y a un precio cuestionable.
Este fenómeno se repite en otras capitales del emprendimiento europeo. Para frenar esta pérdida sistemática de talento tecnológico, han surgido iniciativas como la European Champions Alliance (ECA), que buscan evitar que el viejo continente pierda el control de su innovación. Fomentan la colaboración entre empresas y startups europeas para que puedan crecer sin necesidad de venderse a gigantes tecnológicos extranjeros. Su objetivo es crear un mercado digital más fuerte, reducir dependencias estratégicas y asegurar que el valor generado por la innovación europea se quede en casa.
Y ahí está el problema. Como advertía recientemente el informe Letta sobre la integración financiera europea, en el continente no faltan fondos para la fase inicial de una startup. Lo difícil viene después. Cuando hay que escalar, abrir mercados o competir con gigantes, el capital se seca. En ese punto, muchas compañías optan por vender. Se conoce como la “brecha del escalado europeo”. A diferencia de otras regiones, las scale-ups europeas recaudan mucho menos capital y dependen en gran medida de inversores extranjeros, lo que aumenta el riesgo de pérdida de control y traslado fuera de Europa.
Las cifras son contundentes. Según estimaciones del Banco Europeo de Inversiones de 2024, alrededor del 75 % de las startups europeas de alta tecnología en fases avanzadas acaban siendo adquiridas por firmas extranjeras. Es un patrón estructural, y no una excepción.
Para entender esta última operación de Wallapop, es clave mirar al comprador. Naver es un gigante tecnológico en Corea del Sur, con negocios en buscadores, comercio electrónico, inteligencia artificial y servicios financieros. Su interés en la española sigue una lógica clara: hacerse con activos que pueden crecer en mercados donde aún no tiene mucho peso.
Una de las claves de esta operación no está en el qué, sino en el cómo. Naver, que ya posee un 21 % de Wallapop, usa esa posición para acceder a toda la información, conocer el plan estratégico y lanzar una oferta para tomar el control total. Esta estrategia de “compra desde dentro”, que combina capital suficiente y visión global, le da ventaja frente a inversores locales con menos recursos. Sin embargo, todavía existe una alternativa: una posible salida a bolsa que permitiría mantener mayor independencia. En este contexto, la decisión de vender refleja en parte la falta de opciones internas sólidas para acompañar el crecimiento de la empresa. No se trata de rechazar las adquisiciones internacionales, sino de preguntarse por qué, una y otra vez, parece que no hay otra opción. Esa es quizá la verdadera debilidad del modelo europeo: incubar talento sin poder escalarlo.
Más allá de la pérdida de control, estas operaciones suelen conllevar efectos menos visibles: parte de la innovación y del equipo puede trasladarse al extranjero; la empresa se vende antes de alcanzar su madurez, frenando la posibilidad de crear un campeón nacional; los activos clave, como patentes o tecnología, pasan a manos foráneas; y la falta de scale-ups consolidadas reduce los referentes locales para nuevas generaciones.
En el caso que nos ocupa, todavía no está todo decidido. La posición de los accionistas institucionales y la presión de los pequeños inversores podrían abrir la puerta a una alternativa, como una salida a bolsa para la compañía.
Pero incluso antes de conocer el desenlace, la lección que podemos extraer es clara: tanto la fragmentación financiera como el creciente peso de actores extracomunitarios están redefiniendo el tablero. Si Europa aspira a una verdadera soberanía en el ámbito tecnológico, es urgente construir un mercado de capitales más profundo, capaz de acompañar a las startups no solo en su arranque, sino también durante su madurez.
Como señalaba recientemente el CEO de SAP, la clave para alcanzar la soberanía tecnológica no está en más infraestructura de data center, sino en la creación de empresas capaces de aprovecharla integrando IA en sus negocios.
Si Europa no cambia la dinámica actual, seguirá siendo testigo de cómo sus mejores ideas crecen… para acabar en manos extranjeras. ¿Debería Europa aspirar a algo más que a incubar startups para que otros las compren?