Una mañana cualquiera en Wuhan. Una mujer sube a un taxi. No hay volante ni pedales. Tampoco conductor. Solo un asiento cómodo y una interfaz que la reconoce al instante. El vehículo calcula la ruta y pone rumbo a su destino sin preguntar. Desde la música hasta la temperatura y la iluminación, todo responde a sus preferencias.
Parece una escena futurista, pero no lo es. China ya está desplegando vehículos autónomos. Son una prioridad política. El Estado no solo financia, sino que impulsa el despliegue: facilita licencias, rediseña infraestructuras y entrega a las empresas toneladas de datos generados por sus sistemas de vigilancia. Tráfico en hora punta, peatones imprevisibles. Es decir, condiciones reales y caóticas. Justo lo que necesita un algoritmo para aprender a gestionar cualquier situación. China se ha convertido en el mejor laboratorio del mundo para entrenar vehículos autónomos.
Los resultados son tangibles: Apollo Go, el servicio de Baidu, ya supera el millón de trayectos. BYD ha integrado su sistema «God’s Eye» en más de veinte modelos. El objetivo no es solo moverse. Es lograr que cada desplazamiento genere nuevos datos que alimenten al algoritmo, entrando así en un ciclo de mejora continua.
Durante más de una década, Estados Unidos marcó el ritmo de la innovación. Su mayor exponente, el proyecto Waymo de Google, ha liderado muchos de los avances hasta la fecha. Hoy opera 1.500 robotaxis en cuatro ciudades y acumula tres años de servicio en San Francisco. Sus tentáculos se extienden: ha firmado con Toyota y Nissan para integrar su tecnología en futuros modelos.
Tesla ha seguido otro camino. Ha preferido avanzar a otra velocidad: apuesta por cámaras y algoritmos, más baratos y fáciles de escalar, pero menos precisos que los sensores LiDAR y mapas detallados. Estos últimos son más seguros, aunque también más costosos y lentos de desplegar. En junio, Musk lanzó su robotaxi en Austin, pero con cautela: aún bajo supervisión humana en el asiento del copiloto. No ha alcanzado la autonomía total, aunque Elon Musk asegura que está cerca. Ha prometido más de 1.000 robotaxis en circulación en los próximos meses, comenzando por San Francisco y Los Ángeles.
Zoox, la apuesta de Amazon, ha repensado por completo la idea de vehículo. Nada de adaptar coches existentes: su diseño parte de cero. Los asientos están enfrentados. Ya no hace falta mirar al frente. Actualmente lo prueba en seis ciudades. Aunque un incidente obligó a revisar el software, la idea sigue en pie. Algo que no todos pueden decir. Cruise, la filial de General Motors, se detuvo tras un accidente grave. Las pérdidas superaron los 10.000 millones de dólares. Un golpe durísimo. Aquí, el margen de error no existe. Cada fallo pesa. La confianza cae. Y sin confianza, todo se detiene.
Europa sigue en la partida, pero con otras reglas. Fabricantes como BMW, Mercedes-Benz, Volkswagen o Stellantis apuestan por un enfoque que asiste al conductor, no lo reemplaza. Las marcas europeas tienen una herencia que proteger y prefieren la evolución a la disrupción. Aunque hay excepciones: Daimler colabora con Waymo y Verne, la nueva marca de Rimac, promete robotaxis para 2026.
El ecosistema tecnológico europeo es potente. Bosch lidera el desarrollo de sensores y sistemas de inteligencia artificial. TomTom proporciona mapas de alta precisión a buena parte del sector. Son solo dos ejemplos que muestran que hay innovación, talento y recursos. Pero Europa tiene una debilidad: la fragmentación. Múltiples mercados y regulaciones impiden lo que China y Estados Unidos pueden lograr con más facilidad: escalar sin fricciones y a gran velocidad.
Lo que está en juego es un mercado inmenso. Según IDTechEx, los robotaxis podrían generar 174.000 millones de dólares en 2045. Solo en China, el salto proyectado va de 54 millones en 2025 a más de 47.000 millones en 2035. Y el transporte de personas es solo el principio. En la próxima década, los vehículos autónomos también se usarán para logística, envíos y nuevos usos compartidos aún por definir. Más usos significan más trayectos. Más trayectos, más datos. Y más datos, mayor precisión y seguridad. Es un círculo virtuoso, aunque no todos lograrán completarlo.
Mientras tanto, en Wuhan, el robotaxi ha sufrido un accidente. Y de pronto, las preguntas se multiplican: ¿quién es responsable? ¿Qué decisiones tomó el sistema? ¿Fueron éticas?
La innovación no espera permiso. Es una carrera constante entre lo que podemos hacer y lo que deberíamos hacer. Cada salto técnico aumenta también las posibilidades de tropezar. Los avances llegan rápido y los marcos regulatorios, siempre un paso atrás, tratan de alcanzar una realidad en movimiento. Y una pregunta queda en el aire: ¿hasta dónde queremos llegar con la automatización?
No habrá una única respuesta. Lo que en un lugar se vea como progreso, en otro puede parecer un riesgo intolerable. Los valores éticos, las tradiciones y la confianza serán determinantes. No solo estamos moldeando nuevas tecnologías, sino definiendo distintas versiones del futuro.
En esta carrera, probablemente no gane el más rápido, sino quien mejor se adapte al terreno que pisa. China, de forma silenciosa, ha tomado la delantera. Pero nada está decidido.
Lo que está claro es que la próxima gran batalla tecnológica podría decidirse en el interior de un coche que no necesita conductor.
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