La infraestructura es el destino: la tecnología define la geopolítica del futuro

La infraestructura tecnológica, una vez considerada una commodity aburrida, o peor aún irrelevante, ha conseguido convertirse en un imán de inversiones. El nuevo mantra: la infraestructura es destino.

A principios de los 2000, la infraestructura tecnológica se había estandarizado y homogeneizado. En un artículo publicado por el MIT, un influyente Nicholas Carr sentenciaba: la tecnología no importa. Y, durante dos décadas, bajo este mantra ha ido haciéndose invisible. Las empresas han ido desmantelando progresivamente sus centros de datos y llevándolos a cloud. Fuera hardware, que se encargue otro.

El problema es que ese “otro” han sido un puñado de proveedores tecnológicos. Todos americanos. Ahora que la infraestructura ha vuelto con una fuerza inusitada, Europa despierta a una realidad incomoda: sus servidores, sus chips, sus centros de datos… casi todo se ha evaporado.

Al otro lado del Atlántico, en la tierra de los hiperescalares, la historia ha sido distinta. En el verano de 2024, Sam Altman llevó a Washington un documento bajo el brazo con el grandilocuente título “La infraestructura es destino”. En él se detallaban las inversiones necesarias para liderar el desarrollo de la IA. A simple vista, se apreciaba un cambio de escala sustancial: el tamaño de los centros de datos planificados no se medía en megavatios como hasta ahora, sino en gigavatios.

A los pocos días de su toma de posesión, Donald Trump anunciaba en el Despacho Oval el proyecto Stargate: 500.000 millones de dólares destinados a construir la infraestructura de IA más grande del mundo. El plan de Altman había tomado forma en un compromiso televisado. OpenAI, SoftBank y Oracle anunciaban la construcción de centros de datos de 5 gigavatios. La euforia bursátil se desataba.

Ya en el verano, la administración Trump presentaba un plan de acción bajo el lema «Winning The AI Race«, en una clara alusión a China. Europa aquí quedaba descartada.

Este plan incentiva inversiones privadas en toda la cadena de valor. De hecho, se puede decir que articula una ambiciosa política industrial. El objetivo no es otro que sentar los cimientos que sostendrán la era de la IA. Y eso incluye facilitar la apertura de minas, atraer la fabricación de chips o impulsar fuentes de energía fósiles.

Las cifras hablan por sí solas. BHP, el grupo minero más grande del mundo, estima que la cantidad de cobre utilizado en los centros de datos se va a multiplicar por seis en 2050. Bajo el nuevo impulso, estados como Arizona podrán reactivar la extracción para satisfacer localmente la demanda.

Solo OpenAI ha comprometido 1,4 billones (trillones americanos) de dólares en centros de datos; Anthropic, Microsoft, Google, AWS, Meta o CoreWeave tienen sus propios proyectos. Aunque todo el mundo sabe que solo una parte de la inversión anunciada se llevará a cabo.

En algunos casos, el cuello de botella será la energía (Satya Nadella duda de que vaya a haber energía suficiente) o la fabricación de chips; en otros, simplemente, que la demanda resulte menor de la prevista. Toda esta inversión depende de que la trayectoria actual de los gigantes tecnológicos se mantenga. Es decir, que los modelos sigan mejorando y que las empresas encuentren la forma de sacarles partido. Sin embargo, ¿puede alguien asegurar que la demanda crecerá tan fuerte?

Trump cree que sí. Recientemente ha firmado una orden ejecutiva para lanzar la Misión Génesis, una plataforma federal de IA destinada a unificar los datos científicos del Gobierno y las supercomputadoras del Departamento de Energía para acelerar descubrimientos en áreas como semiconductores, energía o nuevos materiales. La Casa Blanca la presenta como un nuevo Proyecto Manhattan.

Mientras tanto, Europa observa este ímpetu con inquietud. Tiene que resolver su dependencia tecnológica y recuperar soberanía. Esto no significa hacerlo todo por sí misma, pero sí poder elegir con quién. Desarrollar alianzas. Explotar sus ventajas. Encontrar su propio camino.

A su favor cuenta con ejemplos de cómo hacerlo: proyectos concretos como SINES, un hub digital y energético en el sur de Portugal. Un campus de 1,2 GW de capacidad de cómputo, energía 100% renovable, refrigeración por agua de mar y enfriamiento líquido para GPUs de alta densidad, conectado directamente a cables submarinos. Un modelo integral. Algo replicable.

Y tiene un as en la manga menos visible: los cuatro grandes del sector industrial (Siemens, ABB, Legrand y Schneider Electric) proporcionan los sistemas de automatización, las redes eléctricas y las tecnologías de refrigeración que mantienen en marcha los centros de datos de IA. Son las únicas empresas europeas con una escala comparable a los gigantes de Silicon Valley en infraestructura física. Su fortísima subida bursátil este año (Legrand llegó a superar a Nvidia en determinados tramos) es prueba de su papel estratégico. Sin ellos, los sueños americanos de gigavatios no se materializan.

Y sí, Europa también está regulando para recuperar parte del control. De momento parece estar funcionando: recientemente, Amazon lanzó sus factorías de IA para llevar su tecnología a los centros de datos de clientes europeos que buscan ser más resilientes y que no quieren que su infraestructura la operen empresas extranjeras. La soberanía tecnológica ya no es algo deseable, es una prioridad estratégica.

Pero seamos claros: Europa no tiene un plan Stargate, no tiene un Sam Altman con acceso directo a la Casa Blanca, y no tiene décadas de ventaja acumulada en cloud. Lo que tiene es la urgencia de quien se ha quedado atrás y, quizá, la ventaja de quien puede aprender de los errores ajenos. Porque si la apuesta americana resulta ser una sobrecapacidad especulativa, Europa podría recuperar parte del terreno perdido. La infraestructura tecnológica, Nicholas Carr, sí que importa. Ahora es destino.