La Hermosa Contradicción de la Bienal
Pontevedra no es Venecia con sus arsenales convertidos en templos del mercado del arte, ni Kassel con su peso institucional germánico. Es, quizás, algo más radical, una ciudad a escala humana donde el arte puede suceder sin la mediación del espectáculo, donde una bienal puede ser laboratorio en lugar de escaparate. Bajo esta promesa, Pontevedra recuperó su Bienal en 2025 tras quince años de silencio. Lo que fue una de las citas artísticas más relevantes de España se había ido diluyendo en las pequeñeces de la política provincial, hasta que de forma heroica fue rescatada por Antón Castro, Agar Ledo y Antón Sobral, comisarios con hambre de impacto, respaldados por instituciones, principalmente la Diputación de Pontevedra, que de nuevo entendieron el poder transformador del Arte y el poso con que la cultura construye ciudades.
La 32ª edición se articuló como respuesta a las guerras que desgarran el presente. Su título, «Volver a Ser Humanos», emerge de las reflexiones del filósofo Rob Riemen: «La verdadera cultura humanista es aquella que nos enseña a vivir en armonía con nosotros mismos, con los demás y con el mundo… El arte de ser humanos es una llamada a servir a la vida, poner fin al odio y al miedo.»
La Bienal abrazó esta visión como antídoto a la barbarie contemporánea. En un momento donde las guerras se multiplican y la deshumanización del otro legitima, como siempre, la violencia, la llamada a recuperar nuestra humanidad común resuena con fuerza moral innegable. Es difícil argumentar contra la armonía, contra el fin del odio y el miedo.
El Diagrama de la Violencia
Mi experiencia de la Bienal se me aparece ahora, tras su clausura, como el diálogo entre dos piezas separadas en dos sedes pero que conversan sobre la misma herida. Una es la fuente, la otra el recipiente. Una es el teorema, la otra su demostración en carne viva. Ambas, la razón sobre por qué nos resulta tan difícil ese ‘volver a ser humanos’ que propone la Bienal.
Francesc Torres coloca un revólver Colt .45 sobre «Camino de Servidumbre» de Friedrich Hayek, rodeado de imágenes de la conquista del oeste americano. El mismo revólver que «civilizó» el oeste ahora descansa sobre el manual económico de nuestra época. El arma no amenaza el libro; parece emerger de él, como su consecuencia natural.
El colonialismo y el neoliberalismo comparten la misma lógica: transformar territorios y personas en recursos disponibles. Los colonos no veían pueblos indígenas sino tierra vacía esperando ser productiva. Los nativos no eran considerados plenamente humanos, sino obstáculos para el progreso. Hayek hereda y perfecciona esta lógica: no ve personas sino funciones económicas. Lo que Torres hace visible es ese sistema de castas. En la cima, el Homo Economicus, ese ser mítico perfectamente racional que toma decisiones óptimas, el emprendedor-inversor que es plenamente humano. Debajo, las humanidades degradadas: humano-recurso (en RRHH), humano-usuario (en las plataformas), humano-consumidor (en el mercado), humano-cliente (en los servicios). Cada etiqueta marca una reducción, una forma de ser menos humano, o de dejar de serlo por completo.
Esta producción de grados de humanidad no es un fallo del sistema liberal. Es su motor. Para que el Homo Economicus pueda existir, necesita un ecosistema de humanidades parciales que gestionar, optimizar, monetizar. El revólver garantiza que cada uno permanezca en su categoría. La violencia no corrompe el humanismo liberal; lo hace posible: libertad + razón = violencia.

Francesc Torres, «Aleluya del anarco-capitalismo para adolescentes» (Fragmento de Instalación),
En otra sala, Raida Adon, artista palestina exiliada en París, dibuja a su familia atrapada en Gaza. Sus dibujos tienen esa cualidad infantil deliberada que hace el horror aún más insoportable. Familias esperando en playas que no eligieron. Maletas que contienen mundos a punto de ser borrados. Un autorretrato con vestido rojo en el último instante antes de que el ser le sea arrebatado.
Adon no ilustra el exilio físico, sino algo más profundo. Muestra lo que sucede cuando tu humanidad misma es revocada. Los palestinos en sus dibujos no están simplemente desplazados de Gaza; están siendo expulsados de la categoría «humano». Existen en ese limbo que el sistema produce pero no puede nombrar, demasiado visibles para ser ignorados, pero tratados como si no existieran plenamente. Sus muertes no cuentan como tragedias sino como estadísticas. Sus figuras flotan en un espacio imposible donde uno puede estar muerto y vivo a la vez, humano y no-humano simultáneamente, dependiendo de quién mire y desde qué lado del muro.

Raida Adon, Gaza
Torres expone la máquina. Adon muestra sus productos. Entre ambas obras emerge una sospecha: la deshumanización no es la corrupción del humanismo sino su sombra inevitable.
Porque lo que revelan es que el acto mismo de decidir quién cuenta como plenamente humano genera la violencia que dice combatir. Torres no nos enseña cómo el neoliberalismo traicionó los ideales humanistas, nos muestra cómo los realizó perfectamente. Adon no documenta cómo los palestinos fueron despojados de su humanidad, captura el momento exacto en que el sistema ejecuta su función básica, trazar la línea entre vidas que importan y vidas descartables.
La violencia no es el fallo del sistema. Es el sistema funcionando como fue diseñado.
¿Volver?
La Bienal reclama, llena de razón, la necesidad de «Volver a Ser Humanos». Y sin embargo, tras ver el revólver de Torres y los dibujos de Adon, el título empieza a resonar extraño.
«Volver a Ser Humanos». ¿Volver? Cada vez que pronunciamos ‘volver’ nos perdemos en su promesa de retorno, como si existiera un momento dorado donde fuimos plenamente humanos antes de extraviarnos. ¿Cuándo fue ese momento? ¿Antes de qué guerra, de qué violencia, de qué caída?
«Volver a Ser Humanos». ¿Humanos? Más enigmático aún es el mismo término «humano». ¿De qué hablamos cuando decimos humano? ¿Del homo sapiens biológico? ¿Del sujeto de derechos que inventó la Ilustración? ¿Del ser compasivo que invoca Riemen? Cada definición abre puertas y cierra otras. Donde apunta el revólver de Torres, en las playas de Adon, cada ‘humano’ que declaramos crea inevitablemente su sombra: lo no-humano, lo infrahumano, lo desechable. Sin bárbaros no hay civilización, sin salvajes no hay civilizados, sin otros no hay nosotros.
«Volver a Ser Humanos». ¿Ser? ¿Y si el problema no estuviera en cómo definimos lo humano, sino en el acto mismo de definir? ¿Si esa necesidad de declarar ‘nosotros SOMOS humanos’ fuera la herida primordial de la cual sangran todas las guerras?
El Matadero Cartesiano
«Volver a SER Humanos». Y es que entre el diagnóstico de Torres y los síntomas de Adon yace el proyecto entero del humanismo occidental. La manzana que Eva ofreció a Adán fue el verbo SER. El castigo no fue el trabajo ni el dolor, sino la obligación de SER. Condenados desde entonces a conjugar identidades sólidas, a trazar fronteras, a declarar «yo SOY» contra todo lo que no-es.
El racionalismo cartesiano perfecciona esta caída. Si el humanismo renacentista declaró al Hombre medida de todas las cosas, Descartes simplemente especificó qué tipo de medición cuenta, esa que se basa en la razón matemática, la duda metódica, la abstracción geométrica. Pienso, luego SOY. Pero ese ‘pensar’ ya venía marcado como privilegio de clase. No cualquier actividad mental sino la duda metódica del burgués con tiempo libre, la abstracción del europeo letrado, el logos del hombre que nunca tuvo que justificar su humanidad. Tú no piensas (eres mujer, esclavo, indígena, animal, naturaleza, trabajador), luego NO ERES.
Esta división cartesiana entre res cogitans (sustancia pensante) y res extensa (mundo-máquina) no es ruptura con el humanismo sino su radicalización. Es el acto fundacional de la modernidad y la condición de posibilidad del capitalismo. Solo cuando la naturaleza se ve como cosa muerta puede ser explotada sin límite. Solo cuando ciertos humanos son declarados más cercanos a las cosas que a las mentes pueden ser esclavizados, colonizados, extraídos.
El capitalismo necesita esta ontología binaria: sujetos que poseen y objetos poseíbles, humanos que explotan y naturaleza explotable, mentes que calculan y cuerpos que trabajan. Hayek hereda directamente este esquema. Los emprendedores racionales funcionan como res cogitans del mercado mientras la masa trabajadora, convertida en recursos humanos, opera como res extensa. Los palestinos de Adon existen en esa zona gris donde lo humano se difumina hacia lo desechable, donde el ser consciente es degradado a mera vida.
Aquí está la paradoja: cada intento de superar la violencia usa la misma herramienta que la genera. Para incluir a todos como humanos, primero hay que definir qué es ser humano, y esa definición siempre excluye. Es como intentar deshacer un nudo tirando más fuerte de la cuerda. El humanismo, el mercado, incluso la llamada a «volver a ser humanos», todos refuerzan el problema que pretenden resolver.
No hay un humanismo anterior a esta violencia. La violencia ES el humanismo operando correctamente, separando los sujetos de los objetos, los que SON de los que apenas están. Cada retorno mediante el SER profundiza la herida que pretende sanar.
Porque el SER mismo es el acto fundacional de la violencia. En el momento que declaro «yo SOY», trazo una frontera. Adentro yo. Afuera todo lo demás. No importa lo amplio e inclusivo que intentes hacer el círculo del SER, el círculo mismo es el problema. La frontera misma es la violencia. El SER es la tecnología que permite a Hayek dividir el mundo entre ganadores que SON y perdedores que dejan de ser. Es lo que permite declarar que los palestinos NO SON un pueblo real. Es la máquina cartesiana funcionando: yo pienso, luego SOY; tú no piensas como yo, luego NO ERES.
El Siendo Como Grieta
Pero hay algo que escapa a esta máquina de dividir. Lo vemos en el acto mismo de Adon dibujando desde París a su familia en Gaza. Hay algo que el revólver de Torres no puede matar: el entrelazamiento que persiste incluso cuando ha sido violentamente cortado.
Los aviones de combate en los dibujos de Adon son la evolución tecnológica del Colt .45 de Torres, instrumentos perfeccionados para cortar conexiones, para separar definitivamente lo que está unido. Y sin embargo, el acto de dibujar desde el exilio prueba que el corte fracasa.
Por más que el SER intente separarnos en categorías discretas (los que están dentro/los que están fuera, los vivos/los muertos, los humanos/los desechables), seguimos enredados. Adon no puede SER palestina (no hay estado que la reconozca) ni puede SER francesa (el exilio no es patria), pero está SIENDO-CON su familia a través del dolor compartido, SIENDO-CON Gaza a través de cada trazo.
Donna Haraway llama a esto becoming-with (devenir-con). Ese entrelazamiento que ya está sucediendo cuando dejamos de vigilar nuestras fronteras ontológicas. No somos individuos que luego forman relaciones. Somos relaciones que temporalmente toman forma de individuos. Adon no ‘tiene’ una conexión con Gaza; ella ES esa conexión manifestándose en trazos.
Bajo la violencia del SER, algo más antiguo continúa murmurando. Ese murmullo (el siendo sin sujeto, el proceso sin propietario) es quizás lo único que los instrumentos de corte nunca podrán silenciar del todo.
De-ser-tar
“No soy mío, no soy mío, no soy mío”.
– Mahmoud Darwish
La Bienal de Pontevedra nos pide volver a ser humanos. Pero las obras de Torres y Adon revelan otra urgencia: de-ser-tar del campo de batalla del SER.
Como destapar quita la tapa, desertar quita el ser. Los desertores no cambian de ejército; abandonan la guerra misma. De-ser-tar es el único gesto sensato frente a una guerra que se libra en el acto mismo de declarar «yo SOY».
Torres nos muestra la violencia inherente en nuestros sistemas de pensamiento, ese revólver que emerge de los textos fundacionales de nuestra libertad. Adon nos muestra los humanos que esos sistemas producen, perpetuamente desplazados, dibujando desde el exilio memorias de lugares que están siendo borrados en tiempo real. Entre ambas trazan un mapa de deserción. No hay retorno posible porque nunca hubo una humanidad a la cual volver.
Acudimos al arte porque quizás solo él puede mostrarnos cómo de-ser-tar. La obra de arte misma es una desertora del SER. No ES algo definitivo (un objeto, un significado, un valor). Está siempre SIENDO-CON quien la mira. El revólver de Torres no ES una crítica; está siendo-crítica-con-cada-espectador que la confronta. Los dibujos de Adon no SON documentos; están siendo-memoria-con-cada-mirada que los recibe.
Y Pontevedra, esta ciudad que no pretende ser Venecia ni Kassel, entiende esto intuitivamente. Durante unos meses, la ciudad no ES sede de una bienal; está SIENDO-CON el arte que la habita temporalmente. Los antiguos conventos, las plazas, los museos no contienen las obras. Danzan con ellas. La escala humana de la ciudad cobra otro sentido . Una ciudad que puede simplemente estar siendo-ciudad-con-lluvia-con-plaza-con-arte-con-gente.
La herida del humanismo no sanará volviendo a una totalidad imaginaria. Pero tal vez no necesita sanar. Tal vez necesita seguir siendo-herida, ese portal donde el SER se disuelve y algo más fluido emerge. En las calles de Pontevedra, entre el revólver de Torres y los dibujos de Adon late una posibilidad diferente. De-ser-tar, dejar de SER para empezar a ESTAR-CON. No volver a ningún Paraíso Perdido, sino desertar de la guerra misma que libramos cada vez que declaramos quién merece ser llamado humano.