John Stuart Mill, filósofo liberal del siglo XIX y una de las voces más influyentes del pensamiento moderno, escribió que ““Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho”. No fue una idea aislada: gran parte de su obra estuvo marcada por el diálogo con Harriet Taylor, su compañera y referencia intelectual, que lo llevó a incorporar una sensibilidad feminista inusual para su tiempo. Mill defendía que no todos los placeres son iguales: hay placeres superiores —intelectuales, morales, estéticos— que sostienen nuestra condición humana frente a la gratificación inmediata. Su visión era consecuencialista —medía el valor de los actos por sus resultados—, pero advertía que no todo vale: no basta con acumular satisfacción o utilidad si con ello se sacrifica la dignidad de la experiencia humana.
Hoy, en lugar de valorar la lectura como uno de esos placeres superiores, a menudo la reducimos a una marca de estatus. Confundir la lectura con la virtud es una forma de ignorancia sofisticada. No es solo la carencia de libros lo que limita, sino también el gesto de convertir la cultura en marca de distinción. Víctor Lenore, periodista y ensayista cultural español, lo advirtió en Indies, hipsters y gafapastas: el consumo cultural no siempre nace del placer o del conocimiento, sino del deseo de diferenciarse. No es un gesto inocente, sino un mecanismo de dominación simbólica. El mensaje implícito es claro: “valgo más porque leo, escucho o veo lo que otros no”. La cultura deja entonces de ser conversación y se convierte en adorno de estatus. Pierre Bourdieu lo describió en La distinción: los gustos culturales funcionan como capital simbólico, marcadores de pertenencia que refuerzan jerarquías. El problema no está en disfrutar de la cultura, sino en usarla como arma para excluir. Cuando la lectura se exhibe como medalla, deja de abrir el mundo y lo reduce a frontera.
Esa frontera aparece, además, con una máscara amable: la del elitismo que se disfraza de humildad. Se repite con solemnidad que “leer no nos hace mejores”, pero la negación llega envuelta en columnas extensas, con citas selectas y comparaciones altisonantes entre la “euforia literaria” y la “euforia de los likes”. El gesto niega la superioridad moral mientras despliega una performance de superioridad cultural.
No es extraño que suene snob: la renuncia a la jerarquía se formula desde un púlpito. Y quizás esa reacción se agrava porque hoy la autoridad cultural ya no la reparten sólo los lectores o los críticos, sino también influencers y creadores digitales que acumulan audiencias masivas. Para el intelectual tradicional, sentirse ninguneado por quienes no pasan por el canon puede ser más irritante que la propia confesión de no leer.
Antonio Gramsci, intelectual y teórico político italiano encarcelado por el fascismo, escribió que todos los seres humanos son intelectuales, aunque no todos ejerzan esa función. No devaluaba el saber: lo democratizaba. Pensar no es privilegio de una casta, sino capacidad extendida. De ahí su defensa del intelectual orgánico, aquel que vincula la reflexión a la vida de la comunidad. Su legado lo ha convertido en uno de los grandes referentes de un pensamiento inclusivo, capaz de ver en campesinos, obreros y comunidades populares la misma dignidad intelectual que en académicos y políticos. Cuando el intelectual se instala en el pedestal y habla sobre la gente en lugar de con la gente, no practica cultura: cultiva un tipo refinado de ignorancia.
Esa advertencia cobra nueva fuerza en el presente. Si en su tiempo el riesgo era la arrogancia de las élites, hoy lo es la tentación de despreciar o trivializar a quienes no comparten el canon. Las plataformas digitales han multiplicado las voces: algunas movilizan debates sociales, otras ofrecen propuestas puramente estéticas o banales. Ni ignorarlas ni perseguirlas hará que desaparezcan; lo que cambia es quién ocupa el centro del escenario cultural. La tarea no es equiparar todo con pensamiento crítico ni exigir profundidad donde no la hay, sino reconocer que esas nuevas presencias existen e influyen. Una cultura democrática exige dialogar con ellas, cuestionarlas y, cuando es posible, aprovechar su alcance para abrir conversaciones más amplias.
Las reacciones culturales suelen desbordarse cuando alguien se atreve a cuestionar, aunque sea de forma trivial, el valor de la lectura. Lo que podría quedar en una opinión personal o en un comentario pasajero acaba convertido en un debate solemne, con tribunas, portavoces morales e invocaciones al canon, como si estuviera en juego la civilización occidental. Ese exceso revela menos el supuesto error de quien habla desde la inmediatez que la inseguridad de una élite cultural que siente la necesidad de reafirmarse. Si de verdad se cree que “leer no nos hace mejores”, ¿por qué transformar una voz popular en motivo de controversia filosófica? El gesto de escribir una y otra vez sobre ello contradice la propia tesis: al hacerlo, se restablece la frontera entre “los que leemos” y “los que no”.
Pero la distorsión no se limita a la élite cultural. El rechazo a la lectura también empieza a convertirse en aspiración colectiva, un gesto cool que circula en redes y hasta se monetiza. Lo que antes era un hábito común hoy corre el riesgo de quedar arrinconado: como advierte el periodista británico Rod Liddle, vivimos en una “era de la desilustración”, donde el 47% de los adultos no lee libros por elección, el 61% de los jóvenes de 16 a 24 años se declaran no lectores y, en dos décadas, el número de niños que leen en su tiempo libre se ha reducido a la mitad. Así, la frontera cultural se dibuja en dos extremos: quienes exhiben el libro como trofeo elitista y quienes rentabilizan la ignorancia voluntaria como autenticidad.
Ese desajuste está atravesado por un sesgo generacional y de clase. El prestigio ya no lo otorga solo la biblioteca; pesa también el capital social digital: reputación en redes, capacidad de movilizar audiencias, economía de la atención. Muchos análisis reaccionan a esa mudanza con ironía o nostalgia —como si el aplauso del libro fuese siempre más auténtico que el del algoritmo—, pero esa condescendencia refuerza la percepción de elitismo. En lugar de reconocer que conviven circuitos de validación distintos, se insiste en una jerarquía simbólica que vuelve a dejar fuera a quienes no comparten el código.
Tras el elitismo cultural y la banalización aspiracional, la pregunta inevitable es: ¿cómo recuperar un horizonte compartido? Michael J. Sandel, filósofo político estadounidense, lo aborda en La tiranía del mérito al llevar esta discusión al terreno del bien común. Advierte que la “retórica del ascenso” —la promesa de que con esfuerzo y credenciales cualquiera puede llegar lejos— alimenta orgullo entre los ganadores y humillación entre los perdedores. El problema no es la educación, sino su absolutización como criterio de dignidad. Cuando el mérito se convierte en vara de valor, la sociedad se parte en dos: quienes triunfan se atribuyen todo el mérito y quienes fracasan cargan con toda la culpa.
Sandel recuerda que esta narrativa fue abrazada por buena parte de los partidos progresistas en Estados Unidos, Francia o España, generando una desconexión con amplios sectores sociales. Ese mismo error se repite si convertimos la lectura en marcador de superioridad: no cohesiona, expulsa. La alternativa, como sugiere Sandel, pasa por redefinir el bien común, reconociendo que la dignidad existe en hábitos culturales distintos. Ahora bien, incluso si dejamos de usar la cultura como podio, falta un paso más: reconocer que el conocimiento no se limita al libro ni a la academia. Existe en muchas formas: en la práctica de un oficio, en la transmisión oral, en la organización comunitaria. Un agricultor que anticipa la lluvia por el olor de la tierra, una sanitaria que ajusta el cuidado a la respiración del paciente, una líder vecinal que organiza redes de apoyo: todos producen saber. No es un conocimiento “menor”, es otro conocimiento, igualmente necesario para sostener la vida común.
La lectura, sin embargo, sigue teniendo un papel singular: es la que mejor conserva la memoria común y sostiene el pensamiento complejo. El desafío está en cómo mantener vivas esas funciones en una sociedad donde cada vez más gente las relega. Los libros son un soporte insustituible, pero no el único. Podcasts, relatos orales, proyectos audiovisuales o iniciativas comunitarias también pueden transmitir profundidad y abrir espacios de diálogo. La cuestión no es imponer la lectura como única vía de acceso al conocimiento, sino situar dentro de un ecosistema más amplio, capaz de integrar nuevos lenguajes sin perder lo esencial: la posibilidad de comprender, cuestionar y deliberar en común.
Ese mismo desafío obliga a reconocer que no todos llegan a la lectura en igualdad de condiciones. Hay hogares donde los libros nunca estuvieron presentes; hay quienes trabajan en dobles jornadas y llegan sin resto de atención; hay personas para quienes la concentración sostenida en una página resulta agotadora; y hay quienes se expresan mejor en la oralidad, en la práctica corporal o en el gesto técnico.
Medir la dignidad por la relación con los libros equivale a negar estas otras inteligencias. Una democracia cultural no puede basar el reconocimiento en un único código. Si el canon es el único idioma, demasiada gente se queda fuera. Y tampoco la abundancia cultural garantiza nada: la historia demuestra que sociedades con bibliotecas llenas y altos niveles de alfabetización han puesto sus letras al servicio de la exclusión y la violencia. La erudición no basta por sí sola; lo decisivo es hacia dónde se orienta ese conocimiento y a quién termina sirviendo.
También convendría mirarnos al espejo con la misma severidad que reservamos para las plataformas digitales. Somos duros al juzgar lo que no entendemos —lenguajes juveniles, economías de la atención, formatos efímeros—, pero indulgentes con nuestras propias cámaras de eco. A veces la crítica es solo una máscara de inseguridad: se censura lo que incomoda porque pone en cuestión nuestras credenciales. El esnobismo no es convicción, sino inseguridad disfrazada de excelencia. La pregunta honesta sería: ¿hasta qué punto conocemos aquello que criticamos y hasta qué punto aplicamos a lo nuestro el mismo rigor que exigimos a los demás?
En la era de los algoritmos, la ignorancia no se mide por la falta de información, sino por la incapacidad de discernir. La lectura crítica sigue siendo indispensable, pero sin humildad se convierte en un gesto de reafirmación. No importa cuántos libros se lean, sino qué conversaciones permiten. Si al cerrar un libro el mundo no se agranda, la lectura deja de abrir caminos y vuelve a levantar fronteras.
La lección hoy no es acumular otro canon cerrado, sino multiplicar espacios de conocimiento en escuelas, barrios y redes. El saber se pierde cuando se concentra y se salva cuando circula. Y circula mejor cuando deja de ser podio para convertirse en vínculo. Si de verdad creemos que leer no nos hace mejores por decreto, actuemos en consecuencia: menos liturgia, más conversación; menos distinción, más cuidado.