Feminismo adyacente: Rosalía, los ‘ismos’ y otras leyendas urbanas

Cómo la violencia sintética convierte a las mujeres en contenido y la ambigüedad en estrategia de supervivencia.

La chica de la curva. Por @RhizomatikaLab

A ningún hombre consiento

Que dicte mi sentencia

Solo Dios puede juzgarme

Solo a Él debo obediencia

Rosalía, “A ningún hombre (Cap.11: Poder)”, El mal querer (2018)

Hay leyendas urbanas que sobreviven a cualquier época: la chica de la curva, el cocodrilo en las alcantarillas, el amigo de un amigo que se despertó en una bañera con hielo. Y luego está la nueva: la de que lo digital “no es para tanto”. Que si es fake, no duele. Que si es un montaje, no cuenta. Que si no te tocó “de verdad”, no pasó.

El problema es que esta leyenda no se cuenta en campamentos: se cuenta en chats. Y su monstruo no vive en un lago: vive en tu carpeta de fotos.

La escena, por desgracia, ya no es futurista. Empieza con un mensaje: “¿Eres tú?”. Abres. Y ahí está tu cara, colocada donde nunca estuvo. No hace falta que nadie crea al 100% que es real. Basta con que sea verosímil. Basta con que circule. Basta con que alguien lo guarde. Basta con que, a partir de ahí, tu vida tenga que gastar energía en una tarea miserable: desmentirte.

Esta es la innovación de la violencia sintética: no necesita tu cuerpo para disciplinarte. Le basta con tu imagen.

Leyenda urbana 1: “Si es falso, no hay daño”

La primera mentira cómoda es la más repetida: que lo falso es inocuo. Pero lo falso, cuando se usa como arma, no funciona por su verdad; funciona por su utilidad.

ONU Mujeres lo plantea con crudeza al hablar de abuso online amplificado por herramientas generativas: el problema no es solo que haya más acoso, sino que se abarata, se automatiza y se hace más difícil escapar. Y cuando algo se abarata, se multiplica.

Lo que antes requería tiempo, habilidades, riesgo y una obsesión individual ahora cabe en una app, una tarde de aburrimiento y un grupo de chavalotes con ganas de “risas”. En España, el caso de Almendralejo convirtió esa dinámica en un aviso nacional: adolescentes con rostros pegados a cuerpos desnudos usando una app de “nudificación” y difusión masiva. La AEPD terminó imponiendo una multa administrativa a un menor por crear y difundir uno de esos desnudos falsos; fue una sanción pionera por tratamiento ilícito de datos personales.

¿Es “solo un montaje”? Pregúntaselo a una chica de 14 años que tiene que volver al instituto con su cara circulando en versión porno. En el mundo real, “fake” no significa “sin consecuencias”: significa “sin salida”.

Leyenda urbana 2: “Es un caso aislado”

La segunda mentira es el consuelo estadístico: pensar que son casos sueltos, anomalías, excepciones. Pero los indicadores van en dirección contraria: no estamos ante un bache, sino ante una infraestructura.

Lo digital, además, no se queda en lo digital. Un informe reciente de ONU Mujeres sobre violencia contra mujeres periodistas y activistas muestra algo que las víctimas ya sabían: el abuso online busca un objetivo muy concreto -silenciar- y con frecuencia se conecta con ataques en el mundo físico. El daño no es solo reputacional: es biográfico. Cambia hábitos, rutas, decisiones, carreras.

Y aquí aparece una pieza clave del futuro negro: el peaje de existir en público sube, y lo paga sobre todo quien ya pagaba antes. No hace falta que te ocurra para que te condicione; basta con que sea posible. En cuanto la amenaza se vuelve plausible, la autocensura empieza a parecer prudencia. Y la prudencia, a fuerza de repetirse, se convierte en retirada.

Leyenda urbana 3: “Con una etiqueta de ‘contenido manipulado’ se arregla”

Aunque a veces lo parezca, Europa no está de brazos cruzados. La Directiva (UE) 2024/1385 fija mínimos para prevenir y combatir la violencia contra las mujeres e incluye formas de ciberviolencia, precisamente porque el daño digital ya no cabe en el cajón de “cosas de internet”. El AI Act incorpora obligaciones de transparencia para contenidos manipulados o generados (incluidos deepfakes), con la idea de que el público sepa a qué se enfrenta. Y España está dando pasos hacia medidas alineadas con ese marco, incluyendo un proyecto para sancionar el no etiquetado de contenidos generados con multas muy elevadas.

Pero aquí viene la parte incómoda: etiquetar no deshace el daño. Un aviso no devuelve el control a la víctima. Un “este contenido está `producido con IA” no borra descargas, copias, reenvíos, capturas, cachés, foros. El abuso no gana por engañar a todo el mundo: gana por convertir tu intimidad en un bien replicable.

En otras palabras: la transparencia ayuda, sí. Pero no basta cuando el contenido ya ha hecho lo que venía a hacer: instalar duda, vergüenza, miedo. Y sobre todo: recordarte quién manda en tu imagen.

Leyenda urbana 4: “Los ‘ismos’ exigen perfección moral”

Aquí entra la leyenda más rentable: la de que pronunciar “feminista” dispara un control antidopaje ético, con vaso en mano y jurado en grada, para ver si das positivo en contradicciones. Hay que ser impecable. Intachable. Sin contradicciones. Si no, mejor el comodín: “me rodeo de ideas”, “me inspira”, “estoy cerca”, “no me gustan las etiquetas”. Una tarjeta VIP: disfrutas del ambiente, pero no pagas la cuenta.

La polémica reciente con Rosalía lo ha puesto encima de la mesa. “Feminismo adyacente” se denomina a ese posicionamiento que se beneficia de conquistas feministas evitando el coste del conflicto. A la vez, han aparecido críticas a la propia polémica: El País publicó una pieza defendiendo que juzgar el “feminismo” de una artista puede convertirse también en una forma de agresión, y recordando que no hace falta perfección para hablar.

¿Dónde está el punto fino? Aquí: nadie tiene obligación de ser referente. Pero en la economía de plataformas, quien tiene altavoz ya lo es, le guste o no. Y la tibieza, hoy, no es neutral: es un producto que encaja demasiado bien con un mercado que castiga el conflicto y premia el “no me meto”.

La coartada de los “ismos” es casi perfecta porque suena humilde y, a la vez, protege el negocio. Como si el feminismo fuese una etiqueta reservada a impecables, y no una herramienta colectiva para ampliar derechos y proteger vidas. Como si nombrar fuera un lujo, y no una forma básica de no dejar solas a quienes pagan el precio de existir.

El futuro negro no es una profecía: es un incentivo

Cuando juntamos las piezas, aparece un patrón que no tiene nada de misterioso:

Hay tecnología capaz de fabricar cuerpos y escenas en segundos, sí. Pero lo decisivo no es la velocidad del renderizado: es que esa capacidad entra en un mundo donde la imagen ya era poder. La IA no inaugura la cosificación; la vuelve industrial, barata, personalizable y casi infinita. Si antes el daño requería intención y esfuerzo, ahora basta con curiosidad, aburrimiento o maldad en modo automático. El salto cualitativo no es “lo real vs lo falso”, sino la creación de un nuevo tipo de evidencia: lo verosímil. Y lo verosímil no necesita ser cierto para operar socialmente.

Hay plataformas donde lo sexual se viraliza y lo violento se monetiza, y eso no ocurre por accidente. Ocurre porque su arquitectura está hecha para retener atención, no para cuidar vidas. Lo que activa clics, comentarios y reenvíos tiene ventaja competitiva, y la mezcla de sexo, escándalo y humillación es, desde hace décadas, el combustible más fiable. En ese ecosistema, la “neutralidad” tecnológica es un cuento: los incentivos están programados para que lo dañino encuentre ruta, audiencia y rentabilidad. La moderación llega tarde porque llega cuando el contenido ya ha cumplido su función: circular. Y circular, en internet, es casi siempre sinónimo de multiplicarse.

Hay sociedades donde la reputación femenina sigue siendo más frágil, más castigable, más chantajeable. No porque las mujeres “se expongan más”, sino porque seguimos viviendo con un doble rasero sexual que cambia de siglo, no de lógica: a ellas se les descuenta credibilidad, se les suma vergüenza. A ellos se les concede beneficio de duda; a ellas se les exige demostrar inocencia. Por eso el deepfake encuentra un terreno fértil: no inventa el estigma, lo aprovecha. Y convierte la reputación en un campo minado donde el simple hecho de existir -tener fotos, tener redes, tener una vida- puede volverse material de extorsión.

Y hay un clima cultural donde “no complicarse” se considera sofisticado. Una estética de la tibieza que confunde prudencia con neutralidad y neutralidad con elegancia. “No entrar en ismos”, “no etiquetarse”, “no polarizar”: fórmulas que suenan adultas, pero que en este contexto funcionan como lubricante del sistema. Porque cuando la violencia se escala y el coste de hablar lo pagan siempre las mismas, el “yo no me meto” no queda en el aire: cae del lado de lo que ya existe. La ambigüedad no es ausencia de posición; es una posición compatible con la comodidad.

El resultado es una forma nueva -y vieja a la vez- de control: no te prohíben hablar; te enseñan a calcular si te conviene. No te expulsan del espacio público; hacen que el espacio público sea un sitio donde estar tiene coste. Y ese coste, otra vez, se reparte mal. El futuro negro no es “que existan deepfakes”. Eso ya está. Es que normalicemos que la identidad de una mujer sea material editable. Que asumamos que el consentimiento es un detalle. Que aceptemos vivir en un mundo donde cualquiera puede alquilar tu cara para castigarte, y donde tu defensa consiste en demostrar que no eres tú.

Y, por si faltaba un ingrediente distópico, una parte de la sociedad ya empieza a tratarlo con indiferencia. Una encuesta citada por The Guardian señalaba porcentajes preocupantes de gente que ve “poco” o “nada” reprochable la creación de deepfakes sexuales sin consentimiento. Cuando la cultura se anestesia, la tecnología no necesita ni esconderse.

Lo que viene después

La próxima fase no será solo el vídeo. Será la voz, la videollamada, el “proof of life” cotidiano. La extorsión con tu timbre pidiendo dinero. El audio de “una confesión” que nunca hiciste. La escena fabricada para romperte una relación, un puesto, una campaña. Y, sobre todo, la interiorización de que exponerte es un deporte de riesgo.

Habrá soluciones técnicas: marcas de agua, trazabilidad, estándares, códigos de práctica, detección. La Comisión Europea, de hecho, está trabajando en guías y códigos alrededor de transparencia de contenido generado y manipulado, en relación con obligaciones del AI Act. Todo eso importa. Mucho.

Pero el núcleo seguirá siendo humano: qué tolera una sociedad y qué decide que ya no es aceptable. Porque el problema no es que la tecnología sea poderosa. El problema es que el poder se ha vuelto barato y asimétrico.

Ismos (y el derecho a estar)

Volvamos a la leyenda urbana de los “ismos”. En el fondo, lo que esa excusa intenta proteger es una idea vieja: que una mujer con voz clara es una mujer incómoda. Y lo incómodo, en internet, se castiga rápido.

No hace falta idealizar a nadie, ni pedir heroínas, ni montar tribunales culturales. Pero sí hace falta recordar algo básico: cuando la violencia se vuelve industrial, la ambigüedad se vuelve cómplice por inercia. Porque quizá lo más radical del futuro -lo más subversivo- no sea “ser perfecta”, ni “estar cerca”, ni “inspirarse”. Quizá sea algo más simple y más antiguo: poder estar. Estar en público sin peaje. Estar sin pedir permiso. Estar sin tener que demostrar, cada semana, que sigues siendo tú.

Y eso, en una época de dobles, no es una leyenda urbana. Es el mínimo civilizatorio.