Europa ante el segundo advenimiento de Trump. Crónica de una irrelevancia anunciada

El próximo 20 de enero Donald Trump asumirá formalmente el cargo de presidente de los EEUU por segunda vez. Sus anuncios sobre política exterior y aranceles dibujan un horizonte complejo para una Europa que sigue sin encontrar su sitio en ecosistema de innovación pese al diagnóstico del informe Draghi

El nuevo rapto de Europa por @RhizomatikaLAB

Hace años que se adivina un prurito de inquietud por el papel de Europa en el mundo. La situación confortable anterior a la Crisis de 2008 —economías en crecimiento, integración de nuevos países miembro, un euro fuerte; por centrar la foto en lo macro— se frenó y formó después unos mimbres distintos, alejados de ese viejo confort. A nivel global los cambios han sido de tal magnitud que el panorama se ha transformado radicalmente. Y con ello la posición de la Unión Europea en el mundo.

Una posición que está por definirse aún en un contexto geopolítico de tensión entre Estados Unidos y China, con una lucha flagrante por la supremacía tecnológica llamada a moldear los roles de los países. Este anhelo por determinar qué papel va a jugar Europa en el escenario global es una de las tendencias atisbadas por el Observatorio Retina 2025. La sugerencia que se destila es clara: ante la pugna de los dos polos EE UU-China, el Viejo Continente debe fortalecerse para sostener una posición de poder.

Todo queda permeado por este pulso entre las dos grandes potencias globales. Washington maniobra para que Pekín no se convierta en líder tecnológico en áreas como la inteligencia artificial, los semiconductores o la transición energética. Y anima a la UE a adoptar una política similar a la suya respecto a China, un aspecto en el que los países miembros no se han puesto aún de acuerdo. No existe una política común y clara con respecto al país asiático.

Pero las dificultades no vienen solo por un flanco. La guerra comercial con China inició la incertidumbre. Y el proteccionismo de Trump devino en aranceles a productos europeos, levantando las suspicacias de la UE. Las asperezas se han limado en los últimos cuatro años de Biden, pero no del todo. Además, con el regreso de Trump Estados Unidos deja de verse como un socio fiable en el plano comercial.

La necesidad de una autonomía europea lleva tiempo sobre la mesa. Con esta perspectiva, la UE ha apostado por su Pacto Verde, que pretende avivar la industria de las energías renovables y todos los sectores involucrados en la lucha contra el cambio climático. A esto se suma la voluntad de impulsar la industria manufacturera de semiconductores, mediante el European Chips Act o los planes para estimular la tecnología de inteligencia artificial. En todos estos ámbitos compite de manera desigual con los dos gigantes que se han configurado como polos geopolíticos opuestos. Aunque en el caso de la tecnología climática, el nuevo presidente estadounidense es una incógnita. Bien podría frenar los incentivos a la economía verde, como ha dicho en alguna de sus proclamas.

Las inversiones tecnológicas en los dos países rivales son intensivas. China lleva años de desembolso en renovables y en todo lo relacionado con la movilidad eléctrica. Al mismo tiempo cuenta con una extensa capacidad fabril en semiconductores. Aunque el crecimiento en este ámbito se ha ralentizado, precisamente por las restricciones de acceso a maquinaria y a chips de última generación derivadas de las sanciones de Estados Unidos. Mientras tanto, su rival busca una reindustrialización que no es sencilla debido a factores como la necesidad de construir infraestructura, el mayor coste de las operaciones o la falta de personal especializado. Son problemas que comparte Europa en su propia intentona por desarrollar capacidad productora de chips.

El impacto geopolítico de la tecnología

La inteligencia artificial es otro de los rings donde se miden Estados Unidos y China. El primero cuenta con las compañías más punteras en este ámbito, que solo tienen parangón en las Baidu, Tencent o Alibaba del gigante asiático. A ambos gobiernos les interesa que sus empresas prosperen y no dudan en alentar inversiones, pero también en promover una regulación favorable. Solo un ejemplo: en China existe una enorme facilidad para poner coches autónomos en las calles con situación de tráfico real. En Estados Unidos, cada estado tiene un marco distinto para estos ensayos, pero en algunos lugares se han incentivado sin trabas. En San Francisco, Phoenix, Los Ángeles y Austin, los robotaxis de Waymo están operativos sin conductor de seguridad. Por ahora, dentro de la Unión Europea solo pueden circular los vehículos con autonomía nivel 3 (cambian solos de carril) y con conductor.

Cabe plantearse cuál es el papel de la UE en un entorno donde la industria tecnológica tiene cada vez mayor importancia geopolítica. Y no solo por su envergadura económica (las empresas más valoradas desde hace años son tecnológicas), también por el impacto que tiene en el tejido empresarial —las tecnológicas ofrecen productos de software, hardware y servicios cloud que utilizan casi todas las empresas de un país— y en la vida cotidiana de los ciudadanos (estamos expuestos constantemente a estímulos informativos y de entretenimiento procedentes de plataformas digitales). De ahí se origina la obsesión del gobierno estadounidense por prohibir la plataforma china TikTok.

El capital disponible para invertir en la industria tecnológica es mucho menor en el Viejo Continente. Entre 2019 y 2023, el sector público de Estados Unidos habría invertido 328.548 millones de dólares en inteligencia artificial, según un denso estudio de AIPRIM, compañía especializada en IA. China estaría en segundo lugar, con un desembolso de 132.665 millones de dólares. La UE, a fecha de septiembre de 2023, habría invertido 4.400 millones de euros en IA. Aunque es difícil saber hasta qué punto estas cifras son comparables directamente, la diferencia es abismal.

De esto se deduce que no se puede competir en este terreno. Es realmente complicado alimentar la innovación de Europa a base de inyecciones de capital, menos aún si se quiere depender de fondos públicos. Por mucho esfuerzo que se haga no es posible llegar a los niveles de las dos grandes potencias. Y aunque así fuera, en el ámbito de la inversión privada el desequilibrio es aún mayor. Las startups de la UE recibieron 52.000 millones de euros en 2023, mientras que en Estados Unidos levantaron 248.400 millones de dólares y en China, 67.250 millones.

El Informe Draghi, encargado por la Comisión Europea al ex presidente del Banco Central Europeo y ex primer ministro italiano, recomendaba que Europa orientara sus esfuerzos a la innovación en tecnologías avanzadas. A la hora de analizar los desafíos económicos del Viejo Continente, el informe destacaba la falta de recursos naturales de la UE y los problemas estructurales de su mercado energético. Teniendo en cuenta este lastre, financiar una estrategia para cazar a las dos grandes potencias requeriría una inversión añadida de 750.000-800.000 millones de euros; cada año. Es una inyección de capital inviable.

En este maremágnum de estimaciones y anhelos, uno de los más recurrentes es el de contar con una megacorporación tecnológica europea al estilo de Google, Apple, Amazon o Meta. Algo que en su momento fue posible, de la mano de la todopoderosa Nokia de primeros de los 2000 o con Simenes y Ericsson. Sin embargo, ahora hay factores que lo complican. La disponibilidad del capital es Estados Unidos es mucho mayor. No solo para apoyar nuevos negocios, también el mercado arropa las aventuras empresariales con su capacidad para gastar en productos, en publicidad o en probar novedades cuyo retorno aún no está claro. No hay que olvidar que la UE, pese a su definición de mercado único, no es un solo mercado sino 27: con distintas lenguas, idiosincrasias, forma de hacer negocios, particularidades legales y desconexión en el tejido de empresas y emprendedores.

Se acusa a Europa de un exceso de regulación en algunas cuestiones tecnológicas. De esto se desprendería una dificultad añadida para favorecer la innovación. Desde luego, cuantas menos trabas se pongan a nivel legislativo más libertad tendrán los nuevos proyectos para experimentar. Pero a estas alturas la regulación se ha convertido para la UE en una forma de influir en el sector tecnológico. Si echamos la vista atrás una década, las sanciones que imponían las instituciones europeas iban a remolque de los reguladores estadounidenses. Ahora no es así.

La UE ha apostado por un marco legislativo que limite el poder de las grandes tecnológicas sobre empresas de menor tamaño y sobre los ciudadanos. El RGPD, a día de hoy, es una referencia a nivel global para cualquier país que se plantee una regulación sobre privacidad. En Estados Unidos, California y otras regiones han desarrollado marcos influidos claramente por la legislación europea de protección de datos. Además, las grandes tecnológicas se ven obligadas a aplicar —al menos en una parte de sus operaciones— las reglas comunitarias, pues todas tienen negocio en la UE.

Con todo, la regulación solo marca un camino. Andarlo ya es otra cosa y de momento no parece que haya un gran protagonismo europeo en esta marcha. De fondo subyace una preocupación: hasta qué punto la UE podría caer en la irrelevancia debido a la rapidez del crecimiento tecnológico y a su incapacidad para seguir el ritmo.

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