“Lo esencial es invisible a los ojos, salvo cuando falla.”
— Paráfrasis crítica de Saint-Exupéry
A las 12:33 del mediodía del 28 de abril, la península ibérica se quedó sin luz. Lo que parecía un fallo puntual se convirtió en un apagón masivo que afectó a millones de personas en España, Portugal y el sur de Francia. Pero más allá del pánico, los memes y las conjeturas técnicas, el episodio iluminó —precisamente a través de su oscuridad— algo más profundo: no tanto la fragilidad energética sino la escasa cultura de resiliencia que la rodea.
Aún es pronto para saber con certeza qué provocó el apagón y las investigaciones siguen abiertas. Se habla de la caída repentina de varias plantas en el suroeste —posiblemente solares—, y de oscilaciones de frecuencia en las horas previas. Pero más allá de las causas concretas, hay algo que quedó claro: el sistema no aguantó el golpe.
La red eléctrica no funciona como un depósito que se llena y se vacía a nuestro antojo . Es más parecida a una cuerda tensa: si se afloja, todo pierde sentido; si se rompe, todo se viene abajo. La clave es mantener el equilibrio entre la electricidad que se genera y la que se consume, siempre en torno a una frecuencia estable de 50 Hz. Cuando la generación cae o la demanda sube de forma brusca, la frecuencia baja. Y si baja demasiado, todo colapsa.
Eso fue lo que ocurrió. En cuestión de segundos, desaparecieron 15 gigavatios del sistema —casi el 60 % de la demanda en ese momento—. Las reservas automáticas no bastaron. La península se desconectó de Europa para evitar un colapso mayor. El apagón no fue solo una interrupción, fue una advertencia. Un sistema eléctrico tan complejo no debería sostenerse sobre equilibrios tan frágiles. No basta con identificar qué lo rompió: hay que preguntarse por qué no supo resistir.
España cuenta con una de las redes eléctricas más estables de Europa. Su capacidad para generar y distribuir energía ha hecho que los cortes —incluso los locales— sean excepcionales. Por eso, cuando ocurren, nos toman por sorpresa. Pero la estabilidad no es lo mismo que la resiliencia. Un sistema resiliente no sólo funciona bien cuando todo va bien. Es aquel que sabe anticipar desequilibrios, corregirlos a tiempo y reaccionar con rapidez cuando todo falla.
La pregunta, por tanto, no es solo qué ocurrió el 28 de abril, sino si estábamos preparados para un escenario así. ¿Cómo responde un sistema cuando uno de sus puntos críticos falla?, ¿qué nos dice su incapacidad para sostenerse ante el imprevisto?. A falta de un diagnóstico oficial, lo que tenemos son hipótesis. Y aunque en los próximos días sepamos —o no— la causa exacta, todas, todas, por distintas razones, merecen atención.
Más que causas: señales de una fragilidad estructural.
Una de las primeras hipótesis en circular —y, hasta ahora, la más plausible mientras avanzan las investigaciones— apunta a un fallo técnico en cadena. Algunas fuentes señalan la desconexión repentina de varias plantas en el suroeste peninsular, probablemente fotovoltaicas. La caída de esas centrales habría provocado un desequilibrio de tal magnitud que ni las reservas primarias ni los mecanismos de ajuste automático lograron contenerlo. Pero, aunque creíble, esta explicación no ha sido confirmada por Red Eléctrica de España ni por las compañías implicadas.
Otra hipótesis que empieza a tomar fuerza en el debate internacional tiene que ver con la ciberseguridad. Las infraestructuras eléctricas están cada vez más digitalizadas, automatizadas e interconectadas. Eso las hace más eficientes, pero también más vulnerables. Un error en el software de control, una intrusión maliciosa o una dessincronización en tiempo real podrían desencadenar un efecto dominó como el vivido. Por ahora, no hay indicios de un ciberataque, pero tampoco puede descartarse. Y lo más preocupante: si fuera el caso, tal vez no lo sabríamos hasta mucho después.
Y luego está el factor climático. A menudo infravalorado, pero cada vez más documentado. El sistema eléctrico no está aislado del entorno. Un frente de aire seco que se cuela sin aviso. Un pico de calor súbito que dispara el uso masivo de refrigeración. Una alteración en las corrientes atmosféricas que cambia la presión sobre las líneas de transmisión. Incluso una tormenta solar que afecte a los sensores. Todos son fenómenos que, aunque poco visibles, pueden tener un impacto real y creciente sobre el equilibrio de la red.
No se trata de señalar una causa única. Se trata de entender que cualquiera de las hipótesis —un fallo técnico, un ataque informático, un fenómeno climático— podría haber sido el desencadenante. Y lo más importante: cualquiera de ellas podría repetirse. Porque lo que está en juego no es solo identificar un fallo puntual, sino asumir que vivimos en un entorno más complejo, inestable e interdependiente de lo que estamos dispuestos a reconocer.
Hablar de clima, de software o de desequilibrios eléctricos no es desviar la atención. Es ampliarla. Asumir riesgos como el de un apagón masivo implica aceptar que sus consecuencias rara vez pueden atribuirse a una sola institución o individuo. En muchos casos, escapan por completo al control individual. Ya en los años ochenta, el sociólogo alemán Ulrich Beck —autor de La sociedad del riesgo— advirtió que vivimos expuestos a amenazas que no elegimos y que hay un momento en que comprendemos que la seguridad ya no depende solo de decisiones personales, sino de una existencia colectiva. Ese momento —lo llamó “shock antropológico”— es cuando caemos en la cuenta de que ya no podemos elegir si vivir o no con determinados riesgos: simplemente los habitamos.
Ante sistemas tan complejos como nuestras redes eléctricas, el riesgo no se elimina, se gestiona. Y la manera en que lo hacemos —o decidimos no hacerlo—define el nivel de nuestra vulnerabilidad y, por tanto, nuestra resiliencia.
Un apagón, una DANA, un ciberataque: no son castigos divinos ni accidentes inevitables. La magnitud del impacto no depende solo del evento, sino de cuán preparada esté la sociedad que lo enfrenta. La verdadera resiliencia no se mide en protocolos, sino en la capacidad colectiva de entender el mundo tal como es: complejo, sistémico e interconectado.
Y frente a todo este debate —técnico, complejo y necesario—, culpar a las renovables se ha convertido en la coartada perfecta. Pero es una coartada peligrosa. Ya ocurrió durante la DANA, cuando un bulo negacionista impulsado por algunos sectores atribuyó falsamente los daños a la demolición de embalses, generando alarma social y entorpeciendo las labores de emergencia. Ahora, tras el apagón, el foco se reabre la búsqueda de soluciones simplistas, rápidas y en muchos casos equivocadas. En un sistema interconectado y frágil, reducir la complejidad a un único culpable no solo es un error: es una irresponsabilidad.
Cuando la resiliencia deja de ser un eslogan
La resiliencia energética no es tener velas a mano ni resignarse a la incertidumbre. No se trata de volver a lo básico, sino de construir un sistema capaz de sostener lo complejo. Entender la resiliencia desde una perspectiva sistémica exige abrazar la complejidad en dos planos: por un lado, anticipar disrupciones y sus consecuencias para la ciudadanía; por otro, imaginar soluciones que fortalezcan el sistema en lugar de simplemente parchearlo.
Anticipar disrupciones implica algo más que prepararse para lo ya vivido. Significa planificar escenarios que aún no han ocurrido, incorporar modelos climáticos proyectados y reconocer que el clima extremo ya no solo inunda ciudades o calcina bosques: también puede —literalmente— apagar un país.
No se trata de contar con la espontaneidad ciudadana ni de confiar en la capacidad de improvisación colectiva. Contar con el apoyo mutuo de los ciudadanos por unas horas mientras vuelve la electricidad no es un plan serio. Detrás de aquellos que disfrutaron de helados gratis porque se iban a derretir, o los que pudieron aprovechar para tomarse una caña hasta que el metro estuviera disponible de nuevo, se oculta lo esencial: hay costes económicos, riesgos sanitarios y posibles pérdidas humanas. Una sociedad resiliente no se improvisa en el momento del apagón, se construye antes, con formación, anticipación y una ciudadanía informada.
Esa construcción exige soluciones estructurales: diversificar fuentes, descentralizar nodos de distribución, invertir en baterías de respaldo, modernizar las redes. Pero también formar a quienes operan el sistema y educar a quienes lo usan. Porque cada enchufe, cada router, cada semáforo encendido depende de una red que necesita cuidados invisibles, pero constantes.
Hablar de resiliencia no es hablar de épica ni de heroísmo. Es hablar de gobernanza, de planificación y de diseño. No se trata solo del riesgo de que un país se apague por un fallo técnico. El verdadero riesgo es que falle la previsión, que falle la inversión, que falle la coordinación entre lo técnico y lo social.
Hay que dejar de pensar en la energía como un simple flujo económico y empezar a tratarla como lo que ya es: un derecho colectivo, un bien común y un pilar de soberanía en un mundo cada vez más incierto.
Ciudadanía resiliente y no política oportunista
Frente al apagón, la primera respuesta no vino de las instituciones, sino de la gente. En las calles, en los comercios, en los edificios sin ascensor, la mayoría reaccionó con serenidad, solidaridad y sentido común. No hubo caos. Hubo linternas compartidas, puertas abiertas, calma tensa. Y aunque el apagón duró solo unas horas, fue suficiente para mostrar que, al menos en el corto plazo, la cohesión cívica resistió.
Al igual que la planificación de respuestas técnicas la resiliencia social tampoco se improvisa. Se construye antes de que todo falle. Y si las señales de advertencia se ignoran hasta el día del colapso, cualquier reforma posterior corre el riesgo de ser no una solución, sino un parche reactivo. Una red sin visión anticipatoria no es solo frágil: es inevitablemente fallida.
La robustez del sistema y el manejo de futuros eventos de esta magnitud requieren de soluciones llenas de matices, aplicaciones imperfectas pero necesarias. Construir lo que se conoce como sistemas complejos adaptativos, implica el ser consciente de que más allá de un diseño centralizado, la robustez del sistema emerge de la interacción entre sus partes. En la construcción de estos sistemas adaptativos la flexibilidad y capacidad de respuesta a cambios es lo que los hace resilientes.
Culpar a las renovables es una trampa
No sabemos qué habría ocurrido si la situación se hubiese prolongado durante días. Quizá esa resiliencia se habría desgastado. O quizá no. Pero lo cierto es que, esta vez, la ciudadanía estuvo a la altura de la incertidumbre.
No se puede decir lo mismo de todos los discursos políticos. En lugar de generar claridad, contexto o un mínimo de pedagogía institucional, algunos actores aprovecharon y siguen aprovechando el apagón como una oportunidad para reforzar sus líneas de ataque. Se resucitaron viejos fantasmas ideológicos contra las renovables, se cargó contra las instituciones sin datos, y se usó la oscuridad como munición política.
Lo más grave es que se desperdició una oportunidad para abrir una conversación pública seria sobre vulnerabilidad, inversión y prevención. Mientras la gente buscaba respuestas, algunos en política prefirieron reforzar trincheras. Y es que tan inmediato fue el apagón como la reacción política subsecuente. En cuanto volvió la luz, resurgieron discursos de manual: que si las renovables nos hacen depender de lo imprevisible, que si “esto antes no pasaba”, que si la transición energética ha ido demasiado rápido o mal planificada. Son argumentos que se activan cada vez que el sistema falla, incluso cuando aún no sabemos con certeza qué ha fallado.
La tentación de señalar culpables sin diagnóstico es constante. El populismo energético —ese que exige certezas inmediatas y soluciones milagrosas— gana terreno en momentos de incertidumbre. Culpar a las renovables, invocar la energía nuclear como panacea o reclamar un único modelo perfecto no solo desvía la atención: erosiona debates públicos que deben contemplar la complejidad.
Más allá de insistir en que el viento es inconstante o que el sol se esconde cada noche, la verdadera pregunta es otra: ¿estamos construyendo un sistema más resiliente? ¿Estas fuentes ayudan a reducir nuestra dependencia energética, a disminuir la contaminación y, con ello, a mejorar la salud pública?
Dejando a un lado los discursos reduccionistas, el debate pasa por sopesar las ventajas de contar con un mix energético diverso. ¿Qué parte de ese mix puede depender de fuentes que nos hacen geopolíticamente vulnerables, pero que siguen siendo clave para ciertos sectores industriales —como el gas? ¿Qué nivel de riesgo estamos dispuestos a asumir con fuentes como la energía nuclear, y qué beneficios aporta a cambio a la estabilidad del sistema? ¿Qué papel deberían jugar las nuevas tecnologías —como el hidrógeno en sus distintas variantes— en la construcción de una autonomía energética más resiliente?. También se trata de reflexionar acerca de dónde no hemos invertido lo suficiente en adaptar nuestras infraestructuras a la realidad presente y futura. Una realidad que ya no es opcional.
La adaptación no cae del cielo. Se construye. Se anticipa. Se paga.
Implica invertir en soluciones que hagan el sistema más robusto, aunque eso suponga asumir riesgos, aplicar ajustes y aprender por ensayo y error.
Mientras tanto, en España muchos siguen atrapados en debates estériles, preguntándose si poner más placas solares es “seguro”, como si la urgencia energética y climática pudiera resolverse con reticencias retóricas. La realidad ya ha cambiado, aunque parte del marco político y regulatorio actúe como si no lo supiera. No se trata de encontrar una solución única, sino de construir un sistema plural: con tecnologías consolidadas, otras aún en fase experimental, pero todas con el potencial de aportar beneficios reales y reforzar nuestra resiliencia. Un sistema adaptable, capaz de sostenerse en medio de la incertidumbre.
El 28 de abril no fue solo un apagón. Fue una llamada de atención que iluminó, precisamente en su oscuridad, las costuras de un modelo frágil, todo aquello que solemos dar por hecho.
Y como suele ocurrir con lo esencial, solo lo vemos cuando deja de estar.
* Lidia Cano Pecharromán es investigadora doctoral en el MIT especializada en planificación para eventos climáticos extremos y consultora en política climática. Su trabajo e investigación se centran en análisis y diseño de políticas públicas desde la resiliencia y la justicia climática.
* Miguel Alexandre Barreiro-Laredo es investigador en el MIT, profesor en el IE University, IE Business School y asesor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Sus proyectos combinan tecnología, sostenibilidad y empoderamiento comunitario para mitigar riesgos climáticos y promover economías inclusivas.