¿Qué vale más, una ballena viva o muerta? Hasta hace poco, la respuesta probablemente hubiera sido que muerta. Su carne y aceite tienen un valor económico definido, mientras que, viva, tiene un valor incalculable. Y ahí está precisamente el problema: no somos capaces de concretarlo.
Hoy sabemos que estos gigantes marinos son esenciales para la biodiversidad de los océanos. Su presencia tiene un efecto multiplicador en la producción de fitoplancton, esos pequeños organismos que capturan el 40 % del CO2 global y generan más del 50 % del oxígeno que respiramos. Para hacernos una idea, basta señalar que esta cantidad es cuatro veces el efecto que tiene el Amazonas. Quizá por eso, el FMI, en una primera estimación del valor económico de una ballena viva lo ha situado en algo más de 2 millones de dólares.
La naturaleza nos proporciona numerosos servicios esenciales que consideramos «gratuitos», como la calidad del aire que respiramos o la polinización de los cultivos. Sin embargo, estos servicios son una gran fuente de valor. Por ejemplo, las abejas polinizan más del 75% de los cultivos alimentarios del mundo. Si tuviéramos que pagar por este servicio, la factura ascendería a más de 500 mil millones de dólares. Pero, como no hay un intercambio de dinero, seguimos ignorando su valor o, peor aún, lo destruimos con la sobreexplotación y el deterioro, como ha ocurrido en las últimas décadas.
Sin embargo, algo está cambiando desde principios de los 2020. Distintos organismos internacionales, gobiernos, instituciones financieras y grandes corporaciones han comenzado a reconocer el estrecho vínculo existente entre la biodiversidad y la actividad económica. Al igual que con el cambio climático, la urgencia de revertir la pérdida de biodiversidad está ganando prioridad. De hecho, en diciembre de 2022, la conferencia sobre diversidad biológica de la ONU (COP 15) alcanzó, en el marco Kunming-Montreal, unos compromisos ambiciosos para 2030. Entre ellos está proteger al menos el 30% de las tierras, aguas y océanos del mundo y recaudar más de 200 mil millones de dólares anuales para financiar la conservación y restauración de la biodiversidad. Por cierto, España ha desarrollado un plan estratégico para alcanzar estos objetivos y asistirá a la próxima reunión de la COP 16, que tendrá lugar el próximo 21 de octubre en Colombia, bajo el lema ‘La paz con la naturaleza’.
Por su parte, el Foro Económico Mundial, también nos advierte sobre los riesgos de ignorar el impacto que ejercemos sobre los procesos naturales. Su último informe prevé que, para finales de esta década, el deterioro medioambiental será el principal vector de riesgo. La pérdida de biodiversidad, que hasta hace poco apenas figuraba entre las preocupaciones de los líderes mundiales, ha escalado al tercer puesto de los riesgos más críticos, solo por detrás de las catástrofes naturales y los cambios drásticos en los ecosistemas.
Esta preocupación ha impulsado iniciativas que buscan establecer un vínculo más claro entre naturaleza y actividad productiva. La relación es bidireccional: las empresas impactan en la naturaleza, y su viabilidad depende del estado de los ecosistemas. Un referente para entender este vínculo es la Task Force on Nature-related Financial Disclosures (TNFD), que cuenta con 950 grandes corporaciones que ya aplican y usan sus metodologías para gestionar los riesgos e impactos en la naturaleza. Dirigida por David Craig, experto en mercados financieros, la TNFD busca redirigir los flujos financieros de las empresas hacia actividades que generen un impacto positivo, protegiendo al planeta sí, pero también sus inversiones. En España, también existe la Iniciativa Española Empresa y Biodiversidad (IEEB), una plataforma de colaboración público-privada que busca promover la integración de la biodiversidad en la gestión empresarial.
Para que iniciativas como la TNFD o la IEEB tengan éxito, un paso importante es desarrollar un nuevo vocabulario que permita definir y acotar el problema de manera precisa. Conceptos como activos de capital natural, servicios ecosistémicos, generadores de cambio ambiental o impulsores de impacto ayudan a que empresas e instituciones hablen el mismo idioma y consigan un entendimiento común sobre cuáles son los problemas que enfrentan y cómo van a solucionarlos. Otro reto es la dificultad de medir el impacto en los procesos naturales, muchos de los cuales son invisibles. A diferencia de las emisiones de CO2, que se cuantifican con métricas estandarizadas, la biodiversidad es mucho más compleja de medir de manera consistente. Afortunadamente, cada vez contamos con mejores metodologías y una mayor cantidad de información, lo que no debería servir como excusa para no actuar. Por ejemplo, disponemos de satélites que observan la Tierra y permiten, entre otras cosas, tener inventarios actualizados de los activos naturales.
Para que todo esto sea efectivo, no basta con tener marcos de referencia e información. Es necesario que se adopten y utilicen. Aquí entra en juego la nueva regulación europea, con la directiva CSRD, que introduce el concepto de doble materialidad en los informes corporativos. Esta normativa obliga a las empresas a evaluar e informar, no solo los riesgos que el entorno supone para sus operaciones, sino también el impacto de sus actividades en la naturaleza y la sociedad.
Con la nueva normativa, que entró en vigor este año, las empresas deben replantear sus estrategias, no solo para afrontar desafíos inmediatos, sino también para prever y manejar riesgos ambientales y sociales a medio y largo plazo. Aunque muchas compañías se sienten abrumadas por la gestión de nueva información, este enfoque representa una clara oportunidad. Lejos de ser una limitación, proteger el entorno natural puede impulsar la innovación y ofrecer una ventaja competitiva. Lo importante es que las empresas comprendan que no solo es un deber ético, sino una manera de asegurar su éxito económico a largo plazo.
En algunos mercados asiáticos, una ballena puede alcanzar un valor de hasta 80 mil dólares, pero si se mantiene viva, su valor supera varios millones. La diferencia es tan clara que salta a la vista la pérdida que se produce con su caza. Este ejemplo ilustra cómo estamos aprendiendo a valorar los recursos naturales, un paso crucial para enfrentar la actual extinción acelerada de especies. Afortunadamente, los intereses empresariales y financieros comienzan a alinearse con las demandas urgentes del planeta. Con este cambio de perspectiva, se redefine no solo el papel de los negocios, sino también la propia noción de éxito empresarial, que ya nunca más podrá producirse a costa de la naturaleza.